El proyecto minero Aratirí dio lugar a un intenso debate que no encontrará en esta nota una solución mágica: más que ofrecer una fórmula salvadora o discutir las decenas de eslóganes circulantes, abordaremos el modo en que el tema ha sido presentado a la sociedad, y cómo ésta lo ha procesado.
Para empezar, hay que decir que los alegatos apocalípticos, lo mismo que el relato apologético sin matices, no parecen sensatos ni invitan al intercambio de ideas. Tampoco resulta ético poner a la ciudadanía en la encrucijada de tener que elegir entre “el pan en la mesa” y el ambiente, del mismo modo que es inútil afirmar que es criminal todo proyecto que altere la naturaleza (¿qué otra cosa ha hecho el hombre desde que es tal?).
El empobrecimiento del debate también se observa en la reducción del tema a la cuestión ambiental. Porque la megaminería, aun sin dañar el ambiente, es pieza de un modelo económico y productivo también discutible: la sojización, el monocultivo de eucaliptos a gran escala, los emprendimientos celulósicos y la minería a cielo abierto, ¿conforman un plan nacional de desarrollo sustentable y beneficioso para las grandes mayorías?
Este último punto es obviado por muchos de los enemigos declarados de la megaminería, dueños de grandes extensiones de tierra y defensores de un orden también primario y excluyente, con vaquitas para pocos. Su capacidad de influencia explica el hecho de que, en buena medida, el debate público se limite a lo ecológico: para ellos, discutir el modelo económico y productivo nacional sería discutirse a sí mismos.
En tanto, la pata izquierdista de la oposición a Aratirí, que combina ambientalismo y economía, suele manifestarse con torpeza y tosquedad, generando más dudas que suma de voluntades, y esto porque muchos de sus representantes arrastran una brava hostilidad contra todo lo que sea obra del frenteamplismo.
Al margen del debate, el resto de la sociedad. La mayoría de los uruguayos no estamos en condiciones de afirmar si habrá contaminación o no, ni en qué grado. Es cierto que la ciudadanía opina de casi todo sin tener necesariamente un conocimiento técnico y detallado, pero la megaminería presenta dos rasgos particulares: por un lado, una alta complejidad (junto al exceso de información y, al mismo tiempo, la falta de criterios que nos permitan discernir la confiabilidad de los datos y las fuentes); por otro, el confuso modo en que el sistema de partidos se ha ubicado frente al tema. El ecologismo recién estrenado de la derecha y el pragmatismo frenteamplista ante las multinacionales y el ambiente causan desconcierto y parálisis.
La década frentista ha traído consigo el fin de muchos esquemas de pensamiento que, ante la duda, proporcionaban una salida rápida y segura, y el debate sobre Aratirí es el ejemplo más claro de esta crisis de referencias.
Finalmente, entre una izquierda neutralizada (oficialistas confiados versus rebeldes escépticos) y una derecha que no termina de acomodarse en su nuevo papel de ecologista, más una sociedad distante y confundida (situación agravada por un Estado que informa poco y mal), el contrato entre Zamin Ferrous y el Poder Ejecutivo ya es casi un hecho: a río revuelto, ganancia del inversor.
No sabemos hasta qué punto la instalación de Aratirí en Uruguay es irreversible, pero, más allá del proyecto específico, de todo lo expuesto podemos extraer algo parecido a una moraleja: debemos repensar las formas del debate público y la participación ciudadana en los grandes temas nacionales; que nunca más un emprendimiento que nos involucra a todos quede preso de la fe ciega de unos, el pánico de otros y el desinterés de tantos.