Los mismos partidos, los mismos líderes, los mismos sectores, hasta los mismos porcentajes. El casi congelamiento del mapa de la política partidaria en el Uruguay de la última década hace pensar en una sociedad estable, quieta, idéntica a sí misma. Sin embargo, esto no se podría alejar más de la realidad. Los cambios que se dieron durante esta década en la sociedad uruguaya y en el tipo de conflictos que la atraviesan son de una magnitud enorme y sorprendente.
Para empezar, lo puramente cuantitativo. El Producto Interno Bruto del país es más que cuatro veces mayor que en 2004. La explicación hay que dejársela a los economistas, pero los récords de inversión extranjera directa que se dieron a lo largo de estos años tienen algo que ver. Simultáneamente, los trabajadores sufren menos desempleo, ganan más y están mejor organizados que entonces. Que estos dos fenómenos hayan evolucionado en paralelo va en contra de las teorías liberales más ortodoxas, pero en verdad no es tan complicado de entender.
Tras décadas luchando contra el desempleo, la desregulación y la precarización que impusieron las reformas neoliberales, los trabajadores de los sectores privado y público encontraron con la victoria del Frente Amplio (FA) una elite política dispuesta a crear una alianza de clases reformista, que incluyera a las clases trabajadoras organizadas, la elite política y sectores del empresariado nacional, y que estuviera decidida a atraer inversiones extranjeras y a estimular el consumo interno como medios para generar un crecimiento de la economía que evitara pujas distributivas.
La apuesta funcionó para todas las partes. El elenco gobernante fue reelecto una vez y da la sensación de que lo será nuevamente, los capitalistas nacionales y transnacionales baten récords de todo tipo y los trabajadores crecen en empleo, salario, protección y organización, al mismo tiempo que son cada vez más respetados y que logran conquistas impensables diez años atrás, como tener una señal propia de televisión abierta.
Este crecimiento tuvo muchas y variadas consecuencias. La más evidente es el enorme avance del poder político y el dominio territorial del capital transnacional. Desde las plantaciones de soja a las zonas francas, desde los call centers hasta las compras y ventas de bancos, los capitales transnacionales gozan en este país de un inédito esplendor.
Al mismo tiempo, lo que el filósofo estadounidense Philip Mirowsky llama “neoliberalismo cotidiano” avanza cada vez más. Los uruguayos somos cada vez más emprendedores, empresarios de nosotros mismos. Vendemos nuestras imágenes en blogs y en Twitter, competimos por fondos concursables e incorporamos a nuestra vida cotidiana la jerga empresarial de la excelencia y la proactividad, al mismo tiempo que la ideología del optimismo tecnológico.
En el Estado también avanza el neoliberalismo cotidiano, a veces con la excusa de la misteriosa “reforma del Estado”. La financiación por proyectos, la tercerización, la creación de seudomercados y la evaluación constante penetran de manera asimétrica pero siempre creciente, y son especialmente radicales en las nuevas dependencias. En parte, estos cambios responden a demandas del capital transnacional, que necesita un Estado fuerte, flexible y tecnocrático.
Al mismo tiempo ese Estado, en parte gracias a los aumentos en la recaudación habilitados por el crecimiento económico, crece rápidamente en su capacidad de intervención y control, desde el Ministerio de Desarrollo Social y la ciencia social hasta las cámaras del Ministerio del Interior en la Ciudad Vieja. Esto en un contexto de creciente violencia, tanto de los particulares (la llamada “inseguridad”) como del Estado (aún no bautizada), que alimentan un círculo vicioso en el que el crecimiento de la capacidad de control estatal se encuentra siempre-ya justificada.
El Uruguay que el FA creó no es el mismo que el que creó al FA, y es imposible pensar que un país con semejantes cambios vaya a seguir manteniendo incambiado su sistema político. Si los conflictos son otros, es de esperar que la política sea otra también.
La reforma del Estado y los conflictos sindicales que la rodean cambiaron la posición de los funcionarios y los docentes públicos, que pasaron de ser los aliados más importantes (y de hecho la vanguardia) del FA en los plebiscitos de los 90 a tener una posición ambigua, si no directamente opositora, ante los gobiernos frenteamplistas.
Al mismo tiempo, el movimiento ambientalista resiste los avances del capital en el territorio, mientras organizaciones locales emergen para protestar contra la violencia policial en la lucha contra la inseguridad. Las resistencias a la reforma del Estado, al capital transnacional y a la represión estatal generan nuevas dinámicas de luchas sociales, que todavía no están completamente articuladas por el sistema de partidos. El FA, desde el Estado y al mando de la alianza reformista, no puede dar cuenta de estos reclamos, por lo menos no de manera completamente creíble.
¿Quien es más de izquierda, los trabajadores que quieren seguir mejorando sus condiciones de vida y organización dentro de la alianza reformista, o quienes la resisten y denuncian sus problemas? No es una pregunta fácil de contestar, y si bien lo ideal sería que fuera posible que las dos izquierdas pudieran actuar con unidad, en la coyuntura actual esto no es así.
Tales contradicciones generan grandes oportunidades para la derecha. La violencia, entendida como inseguridad, encaja perfectamente con sus reflejos conservadores, mientras el avance del neoliberalismo cotidiano creó una clientela para su ideología de toda la vida: los llamados “emprendedores”, trabajadores precarios con actitud, optimistas tecnológicos, enemigos de las regulaciones y recelosos de la protección social, a la que ven como carga burocrática. Las candidaturas de Luis Lacalle Pou y Pedro Bordaberry son ejemplos casi de manual de cómo tratar de aprovechar estas oportunidades.
El futuro del sistema de partidos uruguayo va a estar marcado en gran parte por la manera en que procese estos conflictos y por las alianzas (reformistas o no) que puedan forjarse en el futuro para afrontarlos. No se trata de decir que la política es reducible a la economía, pero sí que la economía es el lugar de donde vienen las personas que votan, y el lugar donde se sienten las políticas públicas que llevan adelante los políticos que son votados, de modo que “lo que está en juego” siempre va a tener más que ver con cuáles son (y cómo son, y cómo es la relación de fuerzas entre) las fuerzas sociales que con los diseños institucionales y las declaraciones de los políticos, aunque sea en el largo plazo.
Por esto, podemos vivir la campaña electoral con cierta tranquilidad, sabiendo que las urgencias y los dilemas políticos de nuestra época pasan por otro lado.