Están pasando cosas raras. En apenas un año de papado, el argentino Jorge Bergoglio emitió señales de austeridad y exhortó a los curas a ponerse al servicio de los “débiles y los pobres”, “oler a oveja” (es decir, sumergirse en el “rebaño”) y abandonar los sermones “largos aburridos”. Lanzó un proceso de reforma institucional de la Iglesia católica. Inició investigaciones sobre pedofilia y sobre corrupción financiera en el Vaticano. Admitió que los papas, en tanto “seres humanos, son “pecadores”. Se pronunció en favor de bautizar a hijos de parejas de hecho, del mismo sexo y madres solteras. “¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”, llegó a preguntarse.

Al flamante arzobispo de Montevideo, Daniel Sturla, le toca afinar los órganos de la Iglesia local para interpretar las nuevas melodías vaticanas. Al asumir el cargo y en diversas entrevistas, postuló “una Iglesia que sale a la calle” y que “es casa de puertas abiertas, mate pronto [y] mesa tendida”, una Iglesia a la cual incluso “la persona homosexual […] es bienvenida”. “Tengo amigos homosexuales”, dijo, arriesgándose a que le tomen el pelo.

Esta novedosa amabilidad contrasta con el discurso combativo e intransigente que predominó en el catolicismo desde la investidura papal del polaco Karol Wojtyla en 1978. El carismático Juan Pablo II inauguró una fugaz primavera con su exitosa campaña contra los regímenes comunistas europeos, pero el rebaño comenzó a mermar muy pronto, espantado por la dureza con que la Iglesia mantuvo sus impopulares posiciones y por la hipocresía criminal que quedó en evidencia con escándalos de todo tipo. La institución que imperó durante siglos en el denominado “mundo occidental y cristiano” perdió así gran parte de su poder e influencia, al punto que muchos gobiernos y parlamentos parecen ahora atender sus reclamos por pura cortesía, sin darle mayor bolilla en la práctica.

Al atribuir la debacle a “problemas de comunicación”, el papa Francisco y el arzobispo Sturla dejaron claro que la Iglesia sigue pensando lo mismo de siempre. O sea, creen que su doctrina es la única verdad, aunque no logre convencer a las mayorías. Sin embargo, como dijo Sturla, debe “mirar para adelante” y “asumir la realidad como es”. Tras la despenalización del aborto voluntario y la consagración del matrimonio igualitario, a la Iglesia Católica le llegó la hora de replegarse y renunciar a la pretensión de ayatolás de que el Estado imponga a toda la población el cumplimiento de las normas religiosas.

No es poca cosa si se considera que las jerarquías del catolicismo pasaron dos milenios de guerra, a veces literal, contra “el pecado”. Es decir, contra el ateísmo, la apostasía y la creencia en otros dioses y ritos. Contra ciertas ideas políticas como la república o el socialismo. Contra la ciencia. Contra la masturbación, el divorcio, los anticonceptivos, el aborto y contra el condón hasta como medio para prevenir enfermedades. Contra cualquier apartamiento de la heterosexualidad fálico-vaginal dentro del matrimonio. Contra la eutanasia y contra el suicidio.

Antes les resultaba más fácil. Legitimaban a las monarquías, que le devolvían el favor desterrando, torturando y asesinando a los indóciles. Cuando se fundaron las repúblicas, y a medida que se ponían en práctica los ideales democráticos, el clero perdió el monopolio de la educación, el derecho de veto en los cementerios, los crucifijos en los hospitales e ainda mais, hasta llegar a su máxima derrota en varios países, incluido Uruguay, con el fin del aborto clandestino y del matrimonio patriarcal obligatorio.

En muchos sentidos, esas jerarquías perdieron la guerra, pero no renuncian a pequeñas batallas como el reclamo de subsidios a sus centros de educación y la dispensa para que el Círculo Católico de Obreros no practique abortos. Tampoco renunciarán a predicar, dentro de sus templos, centros de enseñanza y organizaciones de asistencia social, valores que han servido a lo largo de la historia para mantener el sometimiento de las mujeres y de individualidades, comunidades y pueblos enteros. Recurrir al condón seguirá siendo pecado. El aborto voluntario también, así como tomar pastillas anticonceptivas y disfrutar vínculos físicos fuera del matrimonio heterosexual. No se casará a personas del mismo sexo ni se permitirá a mujeres ejercer el sacerdocio. Pero como “hay cosas más importantes” que ésas, según Sturla, las autoridades del catolicismo restringirán esas prédicas conflictivas a su propio rebaño. Hacia afuera resonarán mensajes por la paz, el amor y la espiritualidad, y contra el consumismo, la violencia y la pena de muerte, por ejemplo. Mensajes fáciles de “comunicar”.

Como en toda comunidad humana, en la Iglesia católica seguirá habiendo izquierdas y derechas, radicales, liberales y conservadores, moderados y barrabravas, apasionados y pechofríos, Partellis, Benedictos, Pericos, Cotugnos y algún zorro que medra en medio de los corderos. Lo que parece haber terminado, ojalá que para siempre, es la supuesta obsesión de Dios por meterse en las cosas del César. Amén.