No es una novedad que los gobiernos del Frente Amplio (FA) hayan apoyado decididamente el proyecto de megaminería metalífera a cielo abierto impulsado por la transnacional india Zamin Ferrous, que en Uruguay lleva por nombre Aratirí; desde la aprobación de las actividades de prospección minera para cuantificar la magnitud del yacimiento de hierro en la zona de Valentines, pasando por la aprobación de la Ley de Minería de Gran Porte, hasta la inminente firma del contrato con la empresa. Este apoyo implicó además el impulso a otros dos megaemprendimientos cruciales para su desarrollo. Por un lado, el compromiso del Poder Ejecutivo de suministrarle energía a la mina a precio de “gran consumidor” parecería estar explicando la utilización de excedente de la planta regasificadora de Puntas de Sayago: cinco millones de metros cúbicos de gas por día (la mitad de su capacidad de procesamiento diario, según se dijo en El Espectador, 21/05/13). Por otro, el puerto de aguas profundas a instalar en Rocha, fundamental tanto para viabilizar la exportación del hierro como para justificar el desarrollo de un proyecto que desde hace tiempo integra la agenda gubernamental.
Este activismo detrás de la explotación y exportación de hierro en bruto (en este contexto no parece viable la instalación de una industria siderúrgica) es coherente con el proyecto de desarrollo llevado adelante desde la asunción de Tabaré Vázquez, que ha articulado el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas con base en la inversión extranjera directa (IED), junto a una variada gama de políticas sociales y una activa regulación del conflicto capital-trabajo, que lo distancian y diferencian del vendaval neoliberal que lo precedió (y que también lo catapultó). Este proyecto permitió tasas inéditas de crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) junto con una drástica reducción de los índices de pobreza, desempleo e informalidad y un importante crecimiento del salario real, que recuperó y superó los niveles precrisis (1998), dando forma a un nuevo “pacto distributivo” que, sin embargo, no modificó rasgos estructurales de nuestra formación social: la desigualdad y la inserción subordinada en la división internacional del trabajo.
En este sentido, Aratirí y sus “anexos” (puerto de aguas profundas y regasificadora) son imprescindibles para sostener al menos por un tiempo más el actual “pacto distributivo”, en tanto permitirán el crecimiento del PIB en alrededor de 0,5% y el de las exportaciones en hasta dos puntos porcentuales por año (Brecha, 10/01/14), al tiempo que diversifican coyunturalmente (por un período de 12 a 18 años) la matriz exportadora, dejando en arcas del Estado, según sostiene el gobierno, unos 400 millones de dólares por año, que podrá utilizar para afrontar el pago de intereses de la deuda externa, abatir parcialmente el déficit fiscal e incluso incrementar el presupuesto de la educación pública. Asimismo, el apoyo y la autorización a la instalación de la minera juegan un papel fundamental en la generación de un “buen clima de inversiones”, en tanto operan como una excelente señal para mantener el flujo de IED que permite estabilizar la balanza de pagos de una economía que en los dos últimos años ha registrado déficit en la balanza comercial y en la renta de inversión (según los últimos datos del Banco Central, la remisión de utilidades -al exterior- del sector privado acumuló 2.420 millones de dólares en 2012 y 2013).
Esto en un contexto internacional en el que está amainando el “viento de cola” de los últimos años: los commodities tenderán a estabilizar sus precios (Oficina y de Programación y Política Agropecuaria, 2013), los capitales especulativos paulatinamente “volverán al norte” de la mano de la suba de la tasa de interés en Estados Unidos, y se está enlenteciendo tanto el crecimiento de las economías de la región (Brasil y Argentina, en particular) como el de nuestro principal socio comercial, China.
En otras palabras, sin Aratirí y sus “externalidades positivas” para la economía, las condiciones de gobernabilidad de un posible tercer gobierno del FA serían más escabrosas, en la medida en que se afectarían las condiciones materiales que permiten mantener el crecimiento de la economía (acumulación de capital) y a la vez incrementar el ingreso de los trabajadores y el gasto público.
Este diagnóstico debería iluminar las condiciones de posibilidad que ofrece el rechazo al proyecto Aratirí, que a nuestro juicio muestra dos alternativas antagónicas: una por la derecha, vinculada con los intereses de la “burguesía conservacionista”; y otra por la izquierda, relacionada con un proyecto de desarrollo anclado en los intereses de los trabajadores.
La oposición por derecha contribuiría a minar el actual pacto distributivo en la medida en que socavaría materialmente la posibilidad de “crecimiento con distribución”, generando las condiciones objetivas para un ajuste regresivo para los sectores populares, ya que la continuidad del proceso de acumulación en una economía periférica y primarizada en crisis requeriría tanto la reducción del poder de compra de los salarios (desindexación salarial) como la congelación del gasto público.
Del otro lado, una salida por la izquierda implica afrontar el desafío de colocar un programa centrado en la soberanía nacional sobre los bienes comunes (más que en su uso), que inevitablemente deberá modificar el actual pacto distributivo a costa de la ganancia del capital. Una iniciativa en este sentido implicaría no sólo superar la estrategia “desarrollista” del FA, sino también descartar cualquier tipo de alianza con “la derecha conservacionista” y, como factor imprescindible, una capacidad organizativa y de iniciativa que coloque al movimiento popular de cara a la instalación de un patrón de acumulación centrado en la apropiación social del excedente y las divisas (que hoy se fugan del proceso de acumulación como remisión de utilidades, inversión especulativa, etcétera), como camino para la superación de la dependencia y la desigualdad.