En un rincón de la sala, hay varias mesas y sillas, telas de colores y marcadores. Una niña elige uno a uno los pequeños retazos de tela y empieza a armar un payaso multicolor. “¿Cómo lo vas a llamar?, le pregunta la ex presa política María Luz Osimani, mientras la ayuda a decorarlo en el hall de entrada de la ex cárcel de Cabildo. La niña piensa unos minutos y elige un nombre: Alejandro.
Es sábado al mediodía y, en el marco del Día del Patrimonio, el edificio se abre por primera vez al público. El payaso es una réplica de los muñecos que las presas políticas hacían en la cárcel de Cabildo entre 1968 y 1977. “Los familiares nos traían telas de colores, recortábamos unos circulitos y los cosíamos, y con trapo relleno hacíamos la cabeza, las manos y los pies. Después se los dábamos a nuestras familias para vender”, recordó Amalia Brum, quien estuvo presa en Cabildo en 1973.
Mientras guían la recorrida, Graciela Rodríguez y Edith Moraes se detienen en casi todos los espacios para contar una historia. Todas las celdas están vacías, menos una; tiene dos camas a los costados, dos sillas, una mesita, un water y una pileta. “Es una réplica más o menos igual; la diferencia es que teníamos dos cuchetas, porque dormíamos de a cuatro”, contó Graciela. Esa celda, la más alejada de la guardia, era de las pocas que tenían ventana. “Un buen día nos llegó una radio. De madrugada nos fijábamos por la ventana que la guardia no estuviera cerca y escuchábamos radio Moscú y radio Albania, también una alemana y una chilena. Después juntábamos toda la información y buscábamos la forma de pasársela a todas las compañeras. Para nosotras, esa radio fue la gloria”, contó Edith.
En la celda de al lado, un embudo verde indica el lugar en el piso por el que se fugaron 38 presas el 30 de julio de 1971. “¿Vos también te fugaste?”, le preguntaron a Edith. Respondió que sí, y señaló que no fue la única fuga, existió otra, el 8 de marzo de 1970, en la que se “fugaron 13 compañeras por una puerta que da a la iglesia. También hubo rehenes mujeres; pero de eso se habla muy poco”.
Dicen que no existió un sólo Cabildo, sino muchos: “Si afuera estaba bravo, acá estaba bravo. Si afuera había afloje, acá había afloje”, contó Graciela. Valeria Pagalday, funcionaria penitenciaria, contó que el local funcionó como cárcel de mujeres hasta 2011. “Llegamos a albergar a unas 400 mujeres. Esto que vemos es sólo un sector, en el que también estuvieron las ex presas políticas, pero la cárcel ocupaba prácticamente toda la manzana”, agregó. Ahora trabaja en el Centro de Formación Penitenciaria, que actualmente funciona allí.
Martha Avella, que estuvo presa entre 1969 y 1974, distinguió tres momentos de la cárcel. En los primeros años, estaba a cargo de monjas y la distribución se parecía a la de una casa: tenía dos dormitorios, un comedor y una cocina: “Teníamos que estar en silencio, trabajando; no podíamos usar pantalones, tampoco abrazarnos. Era casi un convento”. Luego de la primera fuga, la historia fue otra: “Había funcionarias policiales, pero éramos cuatro veces más que antes: éramos más de 40 presas”, agregó. Después de la última fuga, el encierro recrudeció: “Nos tenían encerradas todo el día, era un régimen tremendo”.
Muy pocas celdas tenían ventana, contó Edith; agregó que estas se destinaban a las madres que vivían con sus hijos: “En total, pasaron 12 niños por acá; uno nació en la celda de al lado”. Los domingos se habilitaban las visitas de niños y niñas: “¿Viste la película La vida es bella? Bueno, los niños quedaron con buenos recuerdos de la cárcel. Ahora, con 40 y pico de años, nos dicen que para ellos era un lugar alegre, porque la tías les hacían dibujos y mimos. Claro, cuando venían acá, una trataba de que pasaran lo mejor posible”, contó Graciela.
El edificio donde funcionó la cárcel de Cabildo es propiedad de la Congregación del Buen Pastor, que le cedió el lugar en comodato al Ministerio del Interior. Las ex presas políticas contaron que la congregación le solicitó el predio al ministerio y piensan que quizás esta sea la última vez que se pueda visitar el sitio. Martha dijo: “Creo que con los años una va valorando más lo que sucedió. El tiempo pasa, los papeles se destruyen, las memorias se desvanecen y nosotras nos morimos. Entonces vas sintiendo la necesidad de decir: ‘Yo tengo una parte chiquitita de la historia, y no me la puedo guardar, porque eso es egoísta. No se trata de ser protagonista, sino de que estas pequeñas historias hacen también a toda nuestra historia”. Y concluyó: “Es una verdadera lástima que perdamos este lugar”.