Ricardo Ramírez nació el 2 de diciembre de 1949 en Montevideo. Hijo de un obrero metalúrgico y de una trabajadora textil que se separaron cuando él tenía un año, Ricardo creció acompañado de su madre en La Teja. “Tempranamente”, a los 12 años de edad, se afilió a la Unión de Juventudes Comunistas (UJC). “Hice miltancia barrial, yo no tuve una militancia estudiantil, no me sentía cómodo. Hice el liceo, preparatorio, hasta sexto, cuando viajé a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas [URSS], donde estuve casi un año. Me fui a los 18 años, en 1967, con el permiso de mi madre, con el compromiso de volver a estudiar. Volví en octubre de 1968 y me integré a la militancia, con responsabilidad en la juventud comunista”.

Ramírez fue funcionario rentado de la UJC y trabajó en la editorial Pueblos Unidos. Después, en 1973, ingresó a trabajar en el Poder Judicial. En noviembre de 1975 fue detenido. Estaba casado y tenía un hijo pequeño.

Al momento de la detención, Ramírez vivía en la casa de Fernando Olivari y María Condenanza, quienes también fueron encarcelados. Alem Castro, alias La Momia, integrante del S2, estuvo a cargo de su detención y de posteriores sesiones de torturas. “En marzo de 1976 fui procesado y en junio fue llevado al “Infierno” [centro de detención y tortura]. Me entregaron al Ejército, donde estuve 15 o 20 días, previo interrogatorio en Prefectura. Yo ya sabía lo que podía pasar, porque a Ricardo Calzada –a quien le digo mi hermano– lo llevaron al Fusna [Cuerpo de Fusileros Navales de Uruguay] porque estaban buscando información sobre el aparato armado. Por eso me llevaron a mí al ‘Infierno’”.

Posteriormente, Ramírez fue conducido al subsuelo de la Prefectura Nacional Naval. “Nosotros le llamábamos ‘la catacumbas’. Era más que un sótano, era un lugar muy amplio por debajo del nivel del mar. Fue un centro de tortura”. “Ahí estábamos de plantón y con todo lo que los milicos hacían. Para interrogarnos nos llevaban a un segundo o tercer piso, no lo sé, y ahí se daban las situaciones más de máquina. Estábamos vendados, esposados, no veíamos, pero sabíamos que había otra gente. A los días que salíamos de los interrogatorios, estábamos tirados en unas colchonetas y ya mirábamos más, porque nos levantábamos un poco las vendas, que no eran capuchas”.

A meses de haber sido detenidos, el sótano se transformó en un carcelaje. “Construyeron celdas con rejas, [a través de las] que nos veíamos y había guardias que nos cuidaban, una guardia adentro y otra afuera”.

Las familias finalmente fueron notificadas de la permanencia de los detenidos en los subsuelos del edificio de Prefectura. “Pero el conocimiento del lugar quedó entre nuestras familias; encontramos marineros afiliados a las juventudes comunistas, a quienes conocíamos, y uno de ellos informó a la familia. Yo caí en noviembre de 1975 y mi familia se enteró donde estaba recluido en marzo de 1976”. Las condiciones de reclusión mejoraron con el transcurrir de los meses y los detenidos pudieron confeccionar zapatos y sandalias que sus familiares comercializaban. También tuvieron algunas salidas al aire libre.

“La primera vez que salimos fue en junio de 1976. Nos llevaron al plantel de perros, que estaba en la rambla portuaria. Me acuerdo que era un día gris, feo. Nosotros estábamos encerrados desde noviembre del año anterior, estábamos pálidos, absolutamente blancos. Después empezaron a llevarnos a un predio que Prefectura tiene entre Pajas Blancas y Punta Yeguas; nos llevaron dos o tres veces y nos hicieron hacer ejercicios de instrucción militar”.

A pesar del encierro, los militantes del PCU decidieron conformar “una comisión del Partido. Hicimos cosas infantiles. A mí me denunció uno que estaba preso con nosotros y nuevamente empezaron a interrogarnos, determinaron que yo era el responsable de esa organización y me metieron en ‘La perrera’, que era un espacio de un metro por un metro, donde estuve cerca de dos meses, sin visitas y sin nada”. Ramírez recuerda que “a esa persona que me denunció, en un accidente muy insólito, un milico que estaba jugando con un revólver le pegó un balazo en el estómago. A ese mismo marinero lo pusieron preso a rigor, con nosotros en una pieza con puerta de metal, y después volvió a ser marinero. Algunas cosas parecían sacadas de los cuentos de la comisaría de Fray Mocho”, comenta, sonriente, Ramírez. Agrega que integrantes de las guardias carcelarias mantenían un trato respetuoso con los detenidos. “Nosotros estábamos con la guardia blanca, que estaba 24 horas y que vieron que éramos estudiantes, trabajadores, gente normal. Pasaban muchas horas con nosotros, nos mangueaban cigarros, tabaco, se metían para nuestras celdas y jugaban al truco con nosotros, y los metieron presos a rigor por eso. Hubo guardias que sacaban cosas para afuera, para nuestras familias. Ellos no participaron en la tortura. La tortura estaba a cargo de Víctor Alem Castro, de Walter Vidiella, el famoso Cuatro Dedos, el Cabito, y habría otros más, porque después empezaron a participar otros miembros de Prefectura que supuestamente trabajaban en la prevención del contrabando”.

En el sótano, valora Ramírez, “triunfó la actitud de que al compañero que se había quebrado ante la tortura y había delatado no debíamos entregarlo al enemigo, sino que debíamos rescatarlo, porque otra corriente se lo quería dar a los militares. Salvo dos que trabajaron con ellos, a los demás se los rescató. Se valoró la condición humana. Yo vi compañeros que fueron héroes durante la tortura, que no se quebraron, pero cuando había que elegir entre dos manzanas se quedaban con la más grande, y también vi al que se había quebrado que elegía la manzana más chica... Yo me quedé con esos valores”.

En noviembre de 1978 los hombres detenidos en ese lugar fueron trasladados hasta el Penal de Libertad. “Antes habían llevado a las mujeres a Punta Rieles”, recuerda.

“Nosotros ya habíamos resuelto –porque, a pesar de que nos golpearan manteníamos conformada una agrupación del Partido– que queríamos ser trasladados al Penal de Libertad. Teníamos una visita regular cada 15 días que nos traía información, libros; sabíamos que teníamos una libertad que no íbamos a tener en el Penal, pero no queríamos estar más allí, queríamos estar con los compañeros. Entonces habíamos empezado un movimiento pero no llegamos a desplegar ningún acto de resistencia, porque la dictadura decidió llevarnos hasta allí... Esa decisión que habíamos tomado no fue unánime, había compañeros presos que no querían ser trasladados, porque además algunas anécdotas que nos llegaban sobre lo que ocurría en el Penal eran terroríficas”.

Ramírez llegó “contento” al Penal de Libertad, “aunque te parezca mentira”. “Yo fui 2514 en Libertad, me metieron con 2515 que era el Araña Daniel Albacete. En esa ala del Penal eran todos tupas, anarcos; los únicos comunistas éramos nosotros dos. Era otra experiencia y nos recibieron de gran forma. Yo quería estar con los compañeros. Y así fue. Yo salí de la cárcel el 14 de agosto de 1984 llorando, porque no quería dejar a mis compañeros”, recuerda, emocionado, el sobreviviente de “El sótano” y del Penal de Libertad.

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