La educación llega a unos pocos. Las políticas sociales entran con cuentagotas. El trabajo, muchas veces, no es remunerado. “En materia penitenciaria Uruguay no está en el siglo XXI, está mucho más atrás”, sintetizó en diálogo con la diaria el comisionado parlamentario, Juan Miguel Petit. Ayer presentó el informe sobre el estado del sistema carcelario de 2017, en el que señala varios de los debes del Estado, aunque también rescata algunas “leves mejoras”.

El sistema penitenciario sigue completamente desbordado. Uruguay es uno de los países con mayores índices de prisionización en la región: a fines del año pasado llegó a 10.241 personas privadas de libertad. Si bien se registró una caída con respecto al año anterior, producto de la implementación del nuevo Código del Proceso Penal, en los primeros meses de 2018 comenzó a aumentar nuevamente, explicó Petit a la diaria.

Según el informe, 30% de los presos se encuentran en unidades donde existen tratos crueles, inhumanos o degradantes. Esto se produce en los celdarios 1 y 2 del Penal de Libertad, en los módulos 8, 11 y 12 de Santiago Vázquez, en el piso 4 del Centro Femenino, en el módulo 2 de la cárcel de Canelones, en el sector A de Maldonado, en el sector de delitos sexuales de Paysandú y en el sector Ingreso de Soriano. Por otro lado, 45% se encuentra en cárceles con condiciones insuficientes para la integración social, donde conviven “realidades muy dispares”, con presos que van a estudiar y otros que no salen prácticamente de la celda.

El mismo infierno

“Cárcel no tiene que ser necesariamente sinónimo de violencia o de muerte”, dice el informe. Pero lo es. En 2017 murieron 47 personas; 28 de estas muertes fueron violentas. Se contabilizaron 17 homicidios, diez suicidios y una muerte por una caída desde la altura, que nunca fue aclarada. El número de muertes se mantuvo sin cambios en los últimos tres años. “Detrás de todas las muertes en custodia, si se estudia su contexto y el itinerario de sus actores, suelen encontrarse carencias, omisiones o irregularidad a cuenta del Estado, por acción u omisión”, asegura Petit en el informe.

Los episodios violentos se producen en los centros en los que hay menos actividades socioeducativas. “Son las malas condiciones de reclusión –léase muy pobres o nulas actividades socioeducativas– las que disparan la violencia final, que cobra vida o genera lesiones graves y secuelas permanentes”, dice el informe.

La educación y su ausencia

En varias recorridas por las cárceles del país, el comisionado parlamentario pudo ver una realidad que le rompió los ojos. Según relató a la diaria, los presos sostenían que su analfabetismo era algo dado y lo asumían con resignación: “A mí no me tocó la educación”, le dijeron. Petit sostiene que este es un debe del Estado y que “el analfabetismo es un evidente obstáculo para el desarrollo de todos los derechos”.

La educación está lejos de ser considerada un eje fundamental dentro de las cárceles, sostiene el informe. No hay suficientes cupos para la demanda existente. A eso se suman las trancas para que el que tiene cupo pueda, efectivamente, asistir a clase: desde mal tiempo y ausencia de funcionarios hasta la falta de ganas de quien se encarga del traslado.

Mano de obra invisibilizada

Las paredes pintadas, las cañerías arregladas, las instalaciones eléctricas y la comida son, muchas veces, producto del trabajo de los presos en la cárcel. Estas tareas, sostiene Petit, muchas veces son “a cambio de nada”. “¿Cómo se denomina esa forma de trabajo en el siglo XX? Son personas que prestan funciones, durante varias horas por día, regularmente, muchas veces con un saber técnico valioso, sin recibir ni un sueldo ni al menos un ingreso compensatorio, sin reconocimiento ni certificación de su habilidad o tarea, sin seguridad social y sin registro jubilatorio”, dice el informe.

Del total de presos que trabajan, 18% recibe un peculio por su labor, mientras que 72% no recibe nada a cambio. Tan sólo 10% recibe un salario, y esto se debe a que trabajan en empresas públicas o privadas por convenio. Petit pone como ejemplo lo que sucede en las cárceles del interior del país. Todos los días del año los reclusos cocinan para 300 personas, por lo que adquieren un conocimiento sobre la preparación de los alimentos. “¿Cómo se reconoce esa enorme cantidad de horas trabajadas bajo el techo del Estado? ¿Qué calificación legal tiene ese trabajo, sin compensación formal alguna, llevado adelante durante años en algunos casos?”, se pregunta.

Buenas nuevas y recomendaciones

El comisionado dice que el trabajo que está haciendo el Instituto Nacional de Rehabilitación es “muy alentador”: se hace un esfuerzo por tecnificar la gestión y contratar equipos especializados para tratar las adicciones. También reconoce como elementos positivos el trabajo del Centro de Formación Penitenciaria y las actividades de formación; en 2017, unas 2.798 personas asistieron a esos cursos.

Entre las recomendaciones, el comisionado propone crear un Consejo de Política Criminal, con el objetivo de consensuar criterios comunes en la aplicación de normas y prácticas. Por otra parte, sugiere que la Ley de Educación incorpore la educación penitenciaria. Las políticas sociales, subrayó, tienen que entrar a la cárcel.