Para llegar hay que tener ganas. Muchas ganas. El lugar está lejos. O no. Depende de desde dónde uno parta.

En el kilómetro 110 de la Ruta Interbalnearia hay un pomposo puente peatonal, hijo de varias muertes y protestas dispersadas a pura bala de goma. De allí, se toma para el lado norte, que, al contrario de lo que ocurre en el planeta, es el lado pobre, digámoslo así. El camino recientemente asfaltado hay que seguirlo casi hasta el final, sorteando perros, curvas cerradas, gurises en bici y gente tirando de carritos que se empiezan a multiplicar. Se llega hasta la calle con nombre de víbora y allí se dobla a la derecha, guiado por un precioso cartel con flecha que reza: El Nido.

Cuando uno piensa que llegó, aún resta un trecho de unos 60 metros, entre pinos flacos y altos, una huerta que tiene un espantapájaros y perros adoptados.

Generalmente hay un bullicio que diluye las conversaciones que se organizan en pequeños grupitos. Algunos personajes flotan de charla en charla buscando tema. En esas circunstancias, la distancia entre las lágrimas y las carcajadas puede ser de tan sólo unas palabras.

Hay un momento muy particular que se vive en La Ollita de El Nido: cuando el estofado está pronto, a eso de las 11.30, y queda un tiempito para que empiece a llegar la gente a buscar la vianda, una fruta, una galleta, un libro, un abrazo y un “a las órdenes”.

En ese tiempito, cuando la urgencia se va por unos instantes, uno baja la guardia y aflora la belleza de ser vulnerable. Ese momento en el que, siguiendo a Daniel Vidart, uno reconoce que la existencia sin el otro no es nada. Que es el otro el que nos da significado.

Fue en uno de esos momentos cuando el brillo de la burocracia llegó. Camioneta 4x4 con letras a los costados y funcionarios grises; esos que están deseando trabajar un domingo para no estar en sus casas y cobrar doble. Una planillita en la que nada se registra, mirada escrutadora y la búsqueda de alguien que emparde su jerarquía: un responsable.

Allí salió Lucía a recibir la nueva buena. El funcionario explicó que, en convenio entre el Ministerio de Defensa y la Intendencia de Maldonado, el Batallón de Ingenieros N° 4 era el responsable de cocinar viandas debidamente equilibradas para la población de La Capuera y sus alrededores. En tal entendido, sería bueno llevar registro de los beneficiados por esta olla popular, para descartar el abuso de quienes, habiendo recibido una vianda ofrecida por la intendencia, luego vinieran a pedir acá.

Y era lógico, había que evitar el abuso de que alguien pretendiera comer dos veces al día. ¿Cómo no se habían dado cuenta de eso? ¿De las personas abusivas que osan intentar comer dos veces al día?

Ya no fue Lucía quien continuó la charla. Alguien decidió comentarle al hombre gris algunos aspectos relativos a la organización de La Ollita de El Nido. Le ofreció un lugar más sereno para conversar. Utilizando oraciones cortas y debidamente construidas con sujeto, verbo y predicado, encontró las combinaciones precisas de palabras con las cuales explicar que tal vez no era tan horrible que una persona quisiera comer dos veces al día. Parece que aquel hombre gris lo entendió.

Un viernes 13 de marzo del año 2020 se diagnosticó el primer caso de contagio con el virus SARS-CoV-2, que deviene en la enfermedad covid-19, y ese mismo día se declaró la emergencia sanitaria. Nadie tenía muy claro lo que ello implicaba. A partir de allí empezaron a emerger palabras, ideas y miedos; algunos viejos, otros nuevos. Cuarentena, distanciamiento social, carga viral, nueva normalidad.

Uruguay, sin declarar cuarentena, fue ejemplo para el mundo. Las escuelas y los liceos estaban cerrados. Las policlínicas no atendían a sus pacientes regulares. El transporte público se redujo en las arterias principales y en algunas secundarias desapareció. Las operaciones quirúrgicas se postergaban. Pero no estábamos en cuarentena. La Policía sobrevolaba los espacios públicos, los surfistas eran retirados del agua, las conferencias de prensa del gobierno nacional trataban de “irresponsable” a todo el que salía de su casa, los medios filmaban y exponían a los que día a día salían a buscar el peso, aunque en nombre de ellos no se había declarado la cuarentena. Los abrazos se prohibieron. No por ley ni decreto, por la fuerza del gigantesco aparato del control social.

El orgullo nacional emergió. Los canales de televisión abierta transmitían partidos de la selección uruguaya de fútbol jugados hace diez años y relatados como si fueran en vivo. De esta salimos todos juntos. Saldremos si estamos unidos. Este tipo de crisis nos pega a todos.

Pero la cosa no es tan así. A algunos les pega más y les pega duro. Así fue que en La Capuera, un centro cultural, un espacio de encuentro, reflexión y acción, se desarrolló La Ollita de El Nido. Como toda cosa generosa, la idea fue de algún vecino anónimo, que se multiplicó anónimamente, y así arrancó, movilizando a vecinos, comercios, asociaciones civiles, etcétera.

Cada vez que llega un periodista, un fotógrafo o algún medio de prensa a La Ollita de El Nido, los que allí meten el lomo se erizan y paran en seco cualquier cosa que estén haciendo para, con tono firme, aclarar que no se puede filmar ni fotografiar a las personas que van a buscar la vianda. Con eso no se juega.

La Ollita de El Nido es mucho más que una olla popular. Allí el arte tiene la centralidad: desde los tambores, los libros, los plantines, los violines y el baile. Se respira teatro, música, poesía. Todos recitan. Todos cuentan. No hay nadie que no tenga un don.

Allí se escuchan frases geniales, tales como: “Eche agua que es lo que sobra, mijo”.

Ante la pregunta de si uno se levantó tarde, la respuesta es siempre la misma: “Me levanté tarde pa juntar menos hambre”.

Un joven nos cuenta teórica y prácticamente la ley de equilibrio universal reconociendo sus deudas, luego de descontar sus haberes con los vecinos.   

El Pájaro es otro personaje; anda con el hijo pegado. Ama los caballos. Hace kilómetros y manda fotos parando bajo los puentes yendo y viniendo con caballos propios y ajenos. Es un gaucho hippie. Sabe de música, guascas, yerras, indígenas del sur de Brasil y electrónica. Busca agua con varitas para hacer pozos y trilla campos. Compra zorros para soltarlos.

Tobías es un gurí bárbaro. Flaquito y rápido, con mirada franca y siempre adelantado a lo que se va a precisar. Profe que indica cada golpe al tambor con poesía. Está en todas partes, no atora a nadie. Tiene el silencio y la palabra de los sabios.

Julieta, de sonrisa hermosa que rompe el cautiverio, siempre tiene una respuesta precisa, corta y necesaria para cualquier pregunta. Tiene la constancia de quien sabe que siempre hay un mañana.

Sebastián es alto y parece siempre enojado. Pero no está enojado, sólo se hace. Es de tranco urgente y lo que parece un impulso de arranque lo sostiene durante horas. Medio patrón del fuego y los estofados.

Laura es un torbellino, de las que no saben, no quieren y no pueden estar quietas. Pica verduras mientras limpia y va pensando en el orden que les dará a las bolsas de ropa que llegaron para donar. Arma los canastos, selecciona, acarrea. Cansa verla. Diego acompaña aquel torbellino. Es de frases cortas, mirada entrecerrada y risa franca.

Gabriela es paz. No anda, sobrevuela. Siempre está. Sin bullas ni sobresaltos: armando y ofreciendo plantines, regalando música, con su bici decente y mochilas a los costados.

Está Yonatan, bueno, de palabra nerviosa. Generoso. Armando plazas para gurises. Hacedor de unos pasteles aprendidos del viejo, luchador incansable.

Y hay muchos más. Claro que sí. Están Héctor, Paola, Claudia, más Diegos, Carina, Andrea, Dolo, Damián y puf. Haremos honor a la injusticia de las nóminas.

Y está Óscar. A su paso sólo hay risas. Donovan dirá que Óscar asume el rol que despierte amor. Si necesita ser niño, novio, hijo o amigo, él lo hará para hacer que el mundo sea mejor. Preocupado por su madre y hermanas, acarrea táperes y bolsos.

Y llegan las 12. Aquel camino se empieza a llenar de vecinos tapando al espantapájaros de la huerta.

Y parece que todo estuvo siempre allí.

La mesa es de tablones, lo suficientemente larga como para organizar un mostrador en el cual trabajan cuatro personas. El techo, un pino que desperdiga sus ramas para abrazar gente. Hay un tronco que claramente fue cortado hace años, pero que sirve para apoyar una olla gigante, siempre humeante.

Pegada a la olla, Lucía. Es la única forma de verla quieta en un lugar, en esas dos horas que sirve y sirve porciones cada vez más generosas.

A unos seis metros está el fogón, ella gira y siempre deja ver su preocupación por si no llega a alcanzar la comida.

Para iniciar su andar, baja la cabeza, pero como para topear; a los dos o tres pasos se inviste de dignidad y, levantando la mirada, avanza como danzando al ritmo del tambor y parece flotar. Para detener su marcha, siempre, o casi siempre, pone su pie derecho pronunciadamente por delante del izquierdo y deja recaer el peso de su cuerpo girando desde la cintura hacia arriba, y planta una sonrisa contagiosa.

Donovan, por su parte, es de paso medido. Parece estar entrenando para no dejar salir la primera respuesta, hacer la pausa y hurgar en busca de la palabra justa. Su mirada entrecerrada no hace justicia a lo mucho que ve. Casi no pide ni ordena, ni siquiera sugiere; acompaña, anda allí con una cadencia propia del que sabe algo que los demás no.

Ambos tienen casi siempre los ojos húmedos.

La Ollita se sostiene con amor. Ese es el resumen que envía Lucía cada domingo de noche, cuando repasa las 900 porciones que se sirvieron entre miércoles, sábado y domingo. Allí también cuenta cómo algún vecino arrimó algún calabacín, unas cebollas, unos morrones. Otro vecino acercó 500 pesos para la luz. De algún barrio alguien mandó una funda de salsa de tomate. Y así.

Hay otras mesas, unas con panes y mandarinas, otras con libros y plantines, y otras con ropa. Hay otras personas, que caminan distinto y miran igual. Otros saberes que se escuchan cuando todo calla. Nadie parece ser de allí: unos de Dolores, otros de Cuchilla Caraguatá, otros cuentan venir de San Ramón o Treinta y Tres, a veces de Salto o Canelones. Y así, uno entiende que nadie es de allí, que todos hemos sido empujados de algún otro lugar, algo nos alejó de un lugar y nos acercó a otro, porque eso es andar, es imposible solamente alejarse sin estar acercándose a otra parte. Porque si uno inicia un camino infinito hacia el norte, termina volviendo al sur.