Se dice que Cristóbal Colón dio nombre a más de 600 islas en su primer viaje, dejando, no obstante, miles sin nombrar y, por ende, sin poseer1. El caso de la región rioplatense es peculiar y hasta marginal, percibida por el conquistador como una tierra obstinada e inútil, provocadora de muchas más desilusiones que provechos. Ahora, quizás precisamente por su condición maldita, su río se vio involucrado en una sucesión de topónimos que dan cuenta de las idas y venidas y, con ellas, de las diferentes narrativas a las que la región fue sometida según las urgencias de turno.

Del río “ancho como mar” al “de la Plata”

En 1501, Américo Vespucio y Gonçalo Coelho comandaron la primera expedición que divisó las costas del Plata. Sin embargo, y como sucederá en varias oportunidades más, no estaba entre sus planes alcanzar estas latitudes. Tocó sobrepasar los límites de su ruta de viaje original y el rumbo exacto que tomaron aún se encuentra bajo disputa. La mayor complicación de este desvío lo generó hallarse bajo auspicio portugués, lo que restringió sus ambiciones y opacó sus hallazgos, en tanto que se vieron condicionados por los límites estipulados en el Tratado de Tordesillas2. A pesar de la escasa información disponible acerca de este episodio, se le adjudica a Vespucio uno de los varios nombres que ha llevado el río, producto de este impulsivo viaje. Si la ruta debió ser silenciada por sus excesos, es por muy poco que el topónimo que de allí emerge no desapareció con ella. Una o dos expediciones más navegaron por la zona tras Vespucio y previo a la llegada de Juan Díaz de Solís, en 1516.

Pero antes de que los europeos entraran en escena y renombraran aquello que veían y pretendían conquistar, la región que hoy conocemos con el nombre de Río de la Plata estaba habitada por los nativos de estas tierras. Es así que el posible nombre primigenio del río haya sido Paranaguasú o Paraná Guasú, cuyo significado en guaraní es “río como mar” o “río ancho como mar”. Este es el único nombre indígena del que tenemos noticia y su incorporación en la cronología toponímica es gracias al relato de los otros, puesto que la voz indígena es la gran ausente. Fue Ruy Díaz de Guzmán, de padre español y de madre mestiza, quien registró el término en su obra Anales del descubrimiento, población y conquista del Río de la Plata. Aunque Díaz de Guzmán escribe en 1612, la obra no se publica sino póstumamente, en 1835. El topónimo sólo se menciona dos veces y en ambas ocasiones el autor añade que eran los “naturales” (página 76) o “los guaraníes” (página 82) quienes se referían al río de esta manera. Por lo tanto, sólo accedemos a este nombre a través de la palabra escrita de un criollo, considerado por algunos el primer historiador criollo del Río de la Plata. No está claro si eran únicamente los nativos quienes se referían a nuestras aguas de tal modo, pero sí sabemos que, al menos entre ellos, la palabra paranaguasú apuntaba a un significante común: de todos los ríos, el que es ancho como mar.

El siguiente nombre es de origen europeo y su existencia se remite y limita al formato escrito. Esto lo ubica en las antípodas de su predecesor, de origen nativo y naturaleza oral. El río Jordán es producto de la mencionada expedición de Vespucio y Coelho, acaecida entre los años 1501 y 1502. Las licencias y excesos del viaje tuvieron consecuencias directas en este nombre, que posee, a fin de cuentas, tintes fantasmagóricos. El rey Manuel I de Portugal mostró especial entusiasmo por explorar la región que se encontraba bajo jurisdicción portuguesa, a partir de la llegada de Pedro Álvares Cabral a tierras brasileñas, en 1500. Motivado por la eminencia del hallazgo de Cabral, un año después –en su tercer viaje al Nuevo Mundo–, Vespucio convenció a Coelho de continuar navegando hacia el sur, a conciencia de estar excediendo los límites impuestos por Tordesillas. Tan es así que a partir de este momento es Vespucio quien pasa a comandar la expedición prohibida. Los detalles del nombre Jordán, supuestamente concedido por el italiano, son inciertos. El hermetismo que lo envuelve, sin embargo, da cuenta de las incipientes tensiones entre la corona portuguesa y la española con respecto a las tierras del sur.

Lo que conocemos sobre la expedición del explorador florentino se halla en la correspondencia que mantuvo con su amigo y mecenas, Lorenzo de Pierfrancesco de Médici, entre 1502 y 1504. Esta correspondencia fue reunida por el historiador y diplomático argentino Roberto Levillier (1886-1969) en su obra Américo Vespucio. El Nuevo Mundo. Cartas relativas a sus viajes y descubrimientos (1951). Aun tratándose de un archivo epistolar sustancioso, lamentablemente para nosotros, Vespucio tomó los recaudos necesarios para obviar los detalles incriminatorios, omitiendo de su relato la ruta proscripta hacia las tierras en jurisdicción española. En definitiva, el término jordán no ofrece más que lugar a la especulación. Mi intención no es resolver el misterio, sino interpretar la falta. Este nombre quedó registrado en dos mapas impresos en Lisboa, en 1502. No obstante, como respuesta a los límites quiméricos de Tordesillas, el nombre desaparece rápidamente en los mapas posteriores.

Paranaguasú, asignado por los nativos de la tierra, se enfrenta a Jordán, de origen forastero. Ahora, más allá de las marcadas diferencias entre ambos, los términos sufrieron el mismo destino. El primero desapareció junto con cualquier registro directo de proveniencia guaraní; debió de ser manipulado por un criollo –conocido por menospreciar su ascendencia indígena– para ingresar en la cronología toponímica. Jordán, por el contrario, forjó su entrada en el universo escrito, pero no así en la esfera oral o en el discurso oficial, y nada puede decirse con certeza sobre su significado. En este caso, incluso la materialidad de la palabra se ha visto cuestionada, postulando que hubo un error en la traducción y transcripción, es decir, una falla en el pasaje de fonema a grafema3. La propiedad sobre el nombre fue negada tanto a los legítimos habitantes de la tierra como a los intrusos. El río ancho como mar no logró ingresar en el discurso del Otro, el de las instituciones, y quedó librado a su suerte. Ambos topónimos sobrepasaron el umbral de la legalidad.

Como hemos visto, cuando Solís llega con sus tres naves a nuestro río, este ya contaba al menos con dos nombres. El piloto español –o portugués, ya que poco sabemos de nuestro hombre canibalizado– lo califica de “mar dulce”. La naturaleza oximorónica del nombre que le da Solís al río ha sido de gran utilidad para los curiosos. Sabemos que el mar es, por definición, salado y no dulce. Por lo tanto, el epíteto que escoge Solís da cuenta de hasta dónde se adentró con sus naves. No merodearon tan sólo por la costa atlántica, sino que penetraron en el estuario del Plata, allí donde desembocan los ríos Paraná y Uruguay, e incluso el río Paraguay indirectamente, ya que desemboca en el Paraná antes.

Hay un vínculo fortuito entre el topónimo guaraní y la descripción ofrecida por Solís, en tanto que ambos abordan el río teniendo en cuenta el componente geográfico. Ahora, habiendo escogido la misma materia, los enfoques son diametralmente opuestos. Hasta podría decirse que vemos enfrentadas aquí una visión realista frente a una cuasipoética. Si bien con dimensiones semejantes a las del mar, derivando en el símil “río ancho como mar”, en guaraní el río sigue siendo río. En el caso de Solís, por el contrario, el encaprichamiento de referirse al río como mar lo lleva a incurrir en el oxímoron “mar dulce”. Si, como afirma Beatriz Pastor en Discurso narrativo de la conquista, el europeo no descubre, sino que identifica y verifica, también el topónimo nativo parece responder a esta misma consigna. El asunto es que no nos hemos ocupado lo suficiente de preguntarnos cuáles son las implicaciones de este tipo de acercamiento cuando no es el europeo sino el indígena quien lo ejecuta. Tanto en el caso nativo como en el de Solís, por lo demás, no contamos con un relato directo del uso y apropiación del término. La voz indígena no se encuentra y la de Solís, según reza la historia oficial, ha sido canibalizada. Desaparecidas las voces, luego desaparecerán los cuerpos.

Además de encontrarse en 1520 con el estrecho que llevará su nombre, Fernando de Magallanes también procuró (re)nombrar el río. Tratándose del sitio donde habían canibalizado al piloto mayor de la Casa de la Contratación de Indias, el río pasaría a llamarse “de Solís”. Pese a la mala reputación que el episodio caníbal confirió a la región ante los ojos del colonizador unos años antes, María Juliana Gandini afirma en “Las sirenas del Plata: nuevos rumbos de las expediciones de Sebastián Caboto y Diego García de Moguer en el Mar Océano Austral (1526-1530)” que el descubrimiento del estrecho fue un gran hito para la monarquía española, obstinada en sacar provecho de esta remota región como pasaje. El intento de imitar una hazaña equiparable a la del navegador portugués –por ejemplo, con las expediciones de Sebastián Gaboto y de Diego García de Moguer en 1526 y 1527, respectivamente– no se tradujo necesariamente en más éxitos. Por el contrario, los ecos provenientes de aquello que quedó de la expedición de Solís nada más llevó a esfuerzos vanos por parte de la corona española, ahora bajo el reinado de Carlos V.

Para abordar finalmente el nombre definitivo –ese que amalgama o bien borra todos los anteriores– conviene dirigir hacia atrás nuestros pasos. La expedición comandada por Solís parte de Sanlúcar de Barrameda, provincia de Cádiz, el 8 de octubre de 1515. Tras cruzar el Atlántico, los navegantes recorren la costa brasileña, hacen una parada en Santa Catalina y otra en La Candelaria, hoy puerto de la ciudad de Punta del Este, hasta adentrarse en el Río de la Plata. Navegan hasta la desembocadura de los ríos Paraná y Uruguay, donde desembarcan el piloto y unos ocho tripulantes. El grumete Francisco del Puerto es el único sobreviviente del fatídico desembarco en el que Solís y los demás son canibalizados. El resto de la tripulación, aún en las carabelas, emprende el regreso a Sevilla. Frente a la isla de Santa Catalina, en la costa sureste de lo que será Brasil, una de las naves se pierde. Es allí, en ese espacio lábil, donde se crea la ficción del Plata. Sobrevivientes del naufragio, “lançados”, “degregados” y desertores se instalan en los asentamientos portugueses de la costa atlántica formando una red de circulación de bienes, personas e informaciones4. En ese sitio marginal y mixto reverberan los rumores de metales preciosos que darán nombre y fama al río. Es allí donde se gesta el relato de un piloto canibalizado y, más notable aún, de un rey blanco que habita en sierras de plata.

¿Ellos o nosotros?

El desafortunado viaje de Solís al Río de la Plata –cuyo objetivo no era dar con nuestra región, sino encontrar un pasaje a las famosas islas de las Especias– puede leerse como consecuencia directa del hallazgo del océano Pacífico por el portugués Vasco Núñez de Balboa, en 15135. Así será también que los rumores provenientes del litoral brasileño obligarán tanto a Gaboto como a García de Moguer a desobedecer y virar el rumbo de sus expediciones hacia las famosas sierras del plata. Aunque ambas empresas fueron un fracaso absoluto, lo poco que llevaron de regreso a España –de hecho, procedente de las inmediaciones con el Imperio incaico– volvió a despertar el entusiasmo de la corona por la región. Algunas muestras de plata y relatos alusivos a los metales preciosos escondidos río arriba bastaron para que en 1535 partiera al Nuevo Mundo una de las expediciones más grandes hasta entonces. Junto con Pedro de Mendoza, designado primer adelantado y gobernador del Río de la Plata, parten 1.500 hombres y mujeres en busca de los tesoros. La ola de decepciones que la región produjo no acabará, al menos, hasta la fundación de la ciudad de Montevideo, en la primera mitad del siglo XVIII.

Desde el comienzo, fueron los portugueses quienes se ocuparon de interrumpir el ejercicio de olvido al que se encomendaba la monarquía española. El episodio en que desaparecen el piloto mayor de España y varios más –canibalizados o no– debió desalentarlos, pero el nuevo y definitivo topónimo argentífero surgido en territorio portugués se encargó de promover, una vez más, porfiadas ambiciones y esperanzas, obligando al español a volver a aquella región que deseaba olvidar.

En definitiva, el río se vio sometido a la imposición de una concatenación de nombres a lo largo de arribos, choques y partidas que se sucedían en la región. Cada nombre trajo consigo una narrativa cargada de aspiraciones particulares, entre las que destacan la avidez por describir, fijar, rememorar o poseer. Por demasiado tiempo hemos elegido contar una versión reduccionista y casi desprovista de complicaciones acerca de quiénes somos. Los muchos nombres del río dan cuenta de lo contrario. ¿Estaremos por fin dispuestos a afrontar nuestra hibridación, a descifrar lo oculto detrás de tantas repeticiones, y hasta a reconciliarnos con los vacíos?

En el encuentro inconmensurable del siglo XVI entre nativos y europeos, entre los cientos de miles de esclavos que arribaron de África y de Brasil a lo largo de tres siglos, en los genocidios indígenas fríamente ejecutados por los criollos para coronar la independencia y emblanquecer las noveles naciones, en la llegada del “malón blanco” europeo de los siglos XIX y XX a nuestras tierras, ¿quién es el rioplatense? En tanto que hemos decidido narrar ciertos episodios y borrar otros, ¿ha sido acaso la construcción del “nosotros” la que ha obstruido el recuerdo? Si incurrimos en un anacronismo y prestamos atención, se escuchan los ecos de una pregunta que resuena desde aquel 20 de marzo de 1516 en el estuario del Plata, próximo a la isla Martín García, allí donde se instaló para siempre la fantasía regional originaria de corte caníbal y fantasmagórico. Quién mató a flechazos a Solís: ¿ellos o nosotros?

Sofía Masdeu es doctoranda en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Yale, Estados Unidos.


  1. En Ceremonies of Possession in Europe’s Conquest of the New World, 1492-1640, Patricia Seed examina las diferentes prácticas ceremoniales empleadas por los colonizadores europeos en el Nuevo Mundo (entre los siglos XVI y XVII), ejecutadas con el fin de demostrar su derecho a gobernar. Sobre el acto de nombrar, afirma: “Los colonos franceses, españoles y holandeses nombraron y reclamaron posesión poniendo nombres. Los colonos portugueses reconocieron el acto de nombrar como medio para establecer poder, pero lo vieron como una forma opresiva de colonialismo. Los ingleses desacreditaron poner nombres como reclamo legítimo, con el resultado irónico de retener un considerable número de nombres indígenas simplemente porque nombrar no era considerado clave en el establecimiento de la autoridad colonial” (190) (la traducción es mía). Para una revisión clásica de las polémicas en torno a la naturaleza de los pobladores indígenas bajo dominio español y la guerra contra ellos, ver el debate entre Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas (1552-1553) en Adorno, Rolena y Roberto González Echevarría. Breve historia de la literatura latinoamericana colonial y moderna. Verbum, 2017. 

  2. El Tratado de Tordesillas fue un acuerdo establecido entre los reyes de España, Isabel y Fernando, y el monarca Juan II de Portugal para repartirse las zonas de navegación y conquista. El tratado, firmado en 1494, estableció la división del Nuevo Mundo mediante una línea vertical que atravesaba el territorio actual de Brasil al este. 

  3. En un artículo publicado por La Nación respecto del topónimo Jordán, el autor sugiere que la presencia de otro nombre guaraní, parcialmente traducido al español como “río de aos”, fue leído erróneamente por los cartógrafos portugueses. Esto llevó a una confusión de tipo caligráfica. Ver “Había un río Jordán al sur del Nuevo Mundo... y era el Río de la Plata”. La Nación, 6 de mayo 2001, www.lanacion.com.ar/opinion/habia-un-rio-jordan-al-sur-del-nuevo-mundo-y-era-el-rio-de-la-plata-nid210790/. Consultado el 12 de mayo de 2023. 

  4. “Los portugueses llamaban lançados a los tripulantes que, voluntariamente, se ofrecían a instalarse en algún paraje de África, Asia o América para aprender las costumbres y las lenguas locales y servir de intermediarios en futuras expediciones. Los degregados, en cambio, eran reos que a cambio de un perdón regio optaban por unirse a una flota de exploración e instalarse en ultramar como lo hacían los lançados”. María Juliana Gandini, “Las sirenas del Plata: nuevos rumbos de las expediciones de Sebastián Caboto y Diego García de Moguer en el Mar Océano Austral (1526-1530)”. 

  5. Antes de la llegada de Solís, en 1507, el rey Fernando había ordenado abandonar el proyecto de viaje a las islas de Especias (las islas Molucas) –por razones de tiempo, gasto y esfuerzo–, con el fin de invertir los recursos de forma más eficiente en la explotación de las minas ya conocidas. Sin embargo, el descubrimiento intempestivo y desobediente del “Mar del Sur” (océano Pacífico), por parte del portugués Vasco Núñez de Balboa, en 1513, obliga a la corona española a enviar su expedición de 1515 para vigilar el territorio que las coordenadas imprecisas de Tordesillas no le garantizaban.