Vivir juntos en el mundo significa, en esencia, que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común, al igual que la mesa está localizada entre los que se sientan alrededor; el mundo, como todo lo que está en medio, une y separa a los seres humanos al mismo tiempo. Hannah Arendt, La condición humana
Desde la última década del siglo pasado, cuando junto al muro de Berlín se desplomaron los grandes relatos para la construcción de sociedades más justas, como uno de los productos de la dominación cultural del neoliberalismo, nos hemos acostumbrado a conjugar los verbos en singular. Contradiciendo la propia condición humana, de naturaleza gregaria, se han impuesto los valores centrados en el individualismo y la competencia; las aspiraciones de progreso personal con énfasis en la propiedad y el consumo, totalmente funcionales a la lógica mercantil imperante, han desplazado a los sueños colectivos.
Esta tendencia también se evidencia en la construcción material de nuestro entorno, la ciudad. Los intereses particulares priman sobre los generales. Lo privado sobre lo público. El tránsito sobre el encuentro. La creciente desigualdad alienta la violencia y la otredad; en vez de despertar interés, inspira miedo. De a poco, nos hemos ido habituando a una ciudad con muros y rejas, con alarmas y guardias en algunos casos, con serpentinas de metal y cercas eléctricas en otras. Ciudad medieval en el siglo XXI.
Tras las murallas no se aprecian los jardines, es difícil ver niños jugando en las aceras, excepcional encontrar frente a sus hogares vecinos combinando diálogo y cebaduras al cierre del día, e imposible disfrutar de los antes habituales paseos céntricos a pie para “mirar vidrieras”, o posespectáculos, que sólo perviven en la memoria de veteranos nostálgicos. Hoy para esparcirnos acudimos a los shoppings o paseos de compras con control de ingreso. Allí, los otros, los excluidos, quienes carecen de capacidad adquisitiva o crediticia, no tienen acceso. Estamos inmersos en una sociedad de consumidores, un recorte de la ciudadanía al que nos hemos acostumbrado y al que todos y todas, en mayor o menor medida, contribuimos.
Un reconocido pedagogo italiano, Francisco Tonucci, promotor del proyecto “La ciudad de los niños”, que tiene más de 200 ciudades que lo impulsan, ha señalado que la guía para alcanzar el desarrollo de una sociedad sana es que los niños puedan transitar la ciudad sin necesidad de compañía adulta: “Los niños necesitan interactuar por sí mismos con el entorno para aprender, y la buena ciudad es aquella que permite más que lo que ofrece. Menos servicios y más habilitaciones para vivir juntos”. Impensable en nuestra ciudad como la percibimos hoy y, sin embargo, una linda utopía para dirigir nuestra mirada hacia el futuro: preocuparnos por la revitalización de la comunidad que integramos. Ejercitar el plural, cultivar el nosotros.
La referencia a un pedagogo no es casual. Creemos que la educación tiene un rol importante a cumplir en esta causa. Cuando hablamos de educación no nos estamos refiriendo exclusivamente a las instituciones escolares. Estas tienen un rol importante a cumplir, abriendo sus puertas a las comunidades circundantes e incorporándolas a sus proyectos educativos, con sus intereses y preocupaciones; pero eso no basta. Para promover cambios es preciso ampliar la mirada y concebir la educación como una actividad inherente a múltiples ámbitos y dirigida a todas las personas. Se trata de impulsar una pedagogía de la solidaridad.
Tampoco es un planteo voluntarista e ingenuo. Sabemos que la educación per se no va a transformar la injusticia social, matriz de origen de gran parte de los problemas que enfrentamos y para cuyo combate son necesarias múltiples políticas públicas que aborden la problemática en forma integral. Pero educar y promover el análisis crítico de la realidad, visualizar el itinerario que nos condujo a este estado de cosas y propiciar el descubrimiento de lo común es una buena manera de combatir el fatalismo en el que estamos inmersos y, así, asumirnos como constructores de nuestro tiempo histórico y no sólo espectadores de lo que acontece.
En este sentido, para relativizar la percepción de que todo está mal, promovida por los medios de comunicación masiva y multiplicada por las redes sociales en las que participamos, es importante compartir y dar difusión a otras historias, que no suelen ser noticia pero se construyen día a día en múltiples espacios y evidencian la posibilidad de caminar hacia una sociedad mejor.
Entre ellas, por su dimensión, alcance territorial y diversidad, entendemos pertinente hacer referencia a la experiencia educativa de las cooperativas de vivienda por ayuda mutua.
El movimiento cooperativo de viviendas es ampliamente conocido como movimiento social urbano, constructor de auténticas “porciones de ciudad alternativa”. La Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua (Fucvam) hoy cuenta con más de 700 cooperativas a nivel nacional, que nuclean un universo de 30.000 familias. Menos conocido por el conjunto de la sociedad es el proyecto educativo que subyace a toda cooperativa y le brinda sustento. Cada colectivo de cooperativistas, desde su integración, conforma una comunidad de aprendizaje.
La cooperativa como comunidad de aprendizaje
¿En qué consiste una comunidad de aprendizaje? Se trata de una modalidad de trabajo educativo en la que se quiebra la tradicional conducción unipersonal y unidireccional del proceso de aprendizaje, centrado en la figura del docente, para hacer del diálogo y la participación efectiva el eje de la dinámica. Alentados por el interés común de partida, la construcción y gestión social de su hábitat, de acuerdo con las metas y objetivos de cada etapa del proceso, entre las y los cooperativistas los roles de enseñantes y aprendices, dirigentes y dirigidos se alternan, haciendo del trabajo colaborativo la herramienta pedagógica central. Dada la heterogeneidad de experiencias y saberes de los integrantes, a la que se suman, orientando, los equipos técnicos asesores, se potencian las fortalezas y se amortiguan las debilidades, promoviéndose una construcción social del conocimiento.
Se pensará que esta estrategia educativa se debe a la necesidad de incorporar conocimientos relativos a la construcción, indispensables para llevar a buen término el proyecto material de las viviendas, dado que una de las bases del modelo es el trabajo colaborativo de los socios. Y es cierto. Pero esos aprendizajes son sólo una parte de los aprendizajes necesarios.
El sistema se apoya en tres pilares: propiedad colectiva, ayuda mutua y autogestión. Los tres son principios organizativos altersistémicos, es decir, que contradicen los criterios imperantes en nuestra sociedad y, por lo tanto, incorporarlos como necesarios y compartirlos exige un proceso educativo que transcurre en dos dimensiones: participación y reflexión.
La propiedad colectiva es, sin dudas, de todos los principios, el más ajeno a nuestra tradición cultural. En sentido literal y simbólico, los y las cooperativistas cuentan con un bien común, la totalidad del complejo habitacional construido y no de la vivienda que habitan; son solidariamente responsables del conjunto. Esto, aunque parezca paradójico, les brinda garantías para conservar su tenencia, pues ante dificultades económicas individuales cuentan con mecanismos solidarios para ser asistidos (fondo de socorro) y al constituir un bien de uso y no de cambio pueden sortear las lógicas del mercado inmobiliario.
Entretanto, la ayuda mutua, esencia organizativa del trabajo cooperativo y que opera en la totalidad del proceso, da lugar a beneficios directos, con el abatimiento de los costos, y a otros indirectos, no materiales pero particularmente valiosos para el grupo humano. Por un lado, la adquisición de aprendizajes que podrán transferirse a futuras responsabilidades laborales o sociales; por otro, la generación de una identidad colectiva que estimula la indispensable cohesión social. En las primeras cooperativas, que datan de medio siglo atrás, la matriz de origen era en gran parte gremial y/o territorial, por lo que el sentido de pertenencia y aun el trabajo compartido constituían un activo que ingresaba junto a los/as socios/as. En la actualidad, los cambios en el sistema productivo y la organización del trabajo, junto a la movilidad territorial de las personas, hacen que las cooperativas se conformen de un modo aluvional y la práctica de la ayuda mutua, aun mediando conflictos, haga posible la integración.
Finalmente, la autogestión, que obliga a tomar decisiones y no delegar las responsabilidades, incorpora el ejercicio de una ciudadanía plena. Las cooperativas funcionan con base en mecanismos de democracia directa. La Asamblea es el órgano de mayor jerarquía y en ella se debaten todos los asuntos que preocupan a la comunidad y se adoptan las decisiones por mayoría. Una vez laudada, la totalidad de los miembros asumirá la decisión como propia y actuará en consecuencia. El interés colectivo termina imponiéndose al individual.
En pocas palabras, el cooperativismo autogestionario altera tres órdenes sustantivos de la sociedad actual: el régimen de propiedad, la gestión política y la distribución social del trabajo. Esta inconsistencia con los valores imperantes determina que sólo sea posible su desarrollo con un proceso educativo concomitante que habilita su sostenibilidad. Este es el fundamento para que se impulse una pedagogía de carácter solidario. La solidaridad no puede incorporarse teóricamente, debe practicarse.
¿Es una comunidad ideal?
Claro que no. Las cooperativas deben lidiar con múltiples tensiones. El conflicto es inherente a todo colectivo humano, en particular si es heterogéneo, lo cual conlleva la dualidad de la riqueza inherente a la diversidad y la dificultad de encontrar el punto de encuentro. Quizá la diferencia se halle en que por el mismo sistema están obligadas a debatir y buscar las soluciones en conjunto, con el norte del bien común.
Otra tensión la ofrece la rotación de miembros en los grupos, que muchas veces ingresan sin conocer adecuadamente las particularidades y exigencias de estas comunidades autogestionarias. Una vez más, la respuesta la tiene la praxis educativa de la cooperativa.
Tampoco queremos omitir el enunciado de la tensión que más nos preocupa, si bien no es exclusiva de las cooperativas: la dificultad de integración con el entorno. Una de las claves explicativas de esta situación nos remite al hecho de que durante las primeras tres décadas desde su surgimiento, los terrenos asignados a la construcción de cooperativas se encontraban en los márgenes de las ciudades, lo que les otorgaba a sus miembros una condición de migrantes urbanos o colonizadores, con usos y criterios socioculturales exógenos. Esto se compensaba, de alguna manera, con servicios como las guarderías, comercios, actividades culturales y deportivas que se compartían con el vecindario circundante y, a su vez, en la medida en que la urbanización fue extendiéndose, servicios de los barrios comenzaron a generar vínculo con las y los cooperativistas, promoviendo la circulación e integración a la totalidad del vecindario.
En los años 90 el número máximo de integrantes por cooperativa fue reducido por ley y con ello la viabilidad de implementar servicios adicionales a las viviendas, en tanto la violencia ciudadana fue incrementándose de forma sostenida hasta el presente.
La violencia y el miedo concomitante constituyen un obstáculo importante para la integración social, como también lo es, como dijimos, promover una exhibición constante de hechos violentos o las medidas de represión incrementales por parte del Estado. Ninguna sociedad se integra a los golpes.
No obstante, estimamos ha existido insuficiencia en la implementación de políticas urbanas para el combate a la segregación residencial, tema cuyo tratamiento excede las posibilidades de este artículo, pero no podemos omitir la referencia a un sur y un norte en la configuración de nuestra ciudad, que trasciende la ubicación territorial de quienes la habitan.
La posibilidad de la transformación
La ciudad no es sólo producto de su construcción material, no es exclusivo patrimonio de urbanistas; es también una construcción sociocultural producto de la vida cotidiana de quienes la transitan, aprecian, valoran y habitan. Es un patrimonio compartido que hemos heredado de las generaciones que nos han precedido y que legaremos a las generaciones futuras, pero, sobre todo, es el lugar donde vivimos hoy.
No permitamos que termine convirtiéndose en un no lugar, categoría acuñada por el antropólogo Marc Augé, donde solo sucede lo efímero y no quedan huellas. Que nuestra huella sea un nosotros.