Para algunas personas entrar al hospital Vilardebó es un camino sin retorno, pero para varios es un pasaje hacia una mejor calidad de vida. Una vez ingresados al manicomio comienzan procesos, que pueden durar años, en los que se busca la estabilidad psíquica. Los pasillos del hospital hablan más que lo que dicen las autoridades; los pasillos son el lugar donde el tiempo pasa aunque parezca detenido. En el ala izquierda del edificio viven los hombres, que se levantan de las camas sólo para acostarse en los bancos; algunos caminan, otros cuentan baldosas, otros ven pasar a Selva Tabeira, la auxiliar de enfermería encargada del taller de trabajo Sala 12, y le ruegan un lugar para entrar. Saben que ese es el primer paso para demostrar que están preparados para el mundo exterior, quieren hacérselo saber a las familias, a la sociedad y también a los jueces, porque muchos de los que pasan por el taller son pacientes judiciales. Se trata de personas que cometieron delitos graves –buena parte son homicidas– bajo un brote psicótico y que por orden del juez están internadas en el Vilardebó, que es el único hospital del país habilitado para recibirlos.
El hospital es inmenso, tiene grandes salas y varios patios, pero las actividades para hacer escasean. El tiempo pasa y no hay nada para ocupar la mente, que justamente es la parte del cuerpo que más ayuda necesita en ese lugar. La rutina se repite: levantarse, comer, caminar, prender un tabaco, armar un mate. En 2008 Selva no aguantó más la situación: algo tenían que hacer esos hombres si es que querían salir alguna vez. Para eso empezó un proyecto de construcción, propuso hacer algunos arreglos en el hospital. Invitó a aquellos pacientes a los que les vio potencial, los hombres que tenían ganas de hacer algo más con su tiempo.
A cambio de un poco de yerba comenzaron a refaccionar algunas partes del hospital, y con el tiempo recibieron donaciones de herramientas y materiales. “Dentro del Vilardebó hicimos las enfermerías, la morgue, una peluquería, algunas otras oficinas, reformas edilicias, varios baños. Después paramos porque teníamos que hacer algo para afuera del hospital para ser visibles, porque nadie se enteraba de que estábamos trabajando. Esto no tiene un rédito económico para nadie, es sólo una cuestión de ser visibles, algo que es muy difícil para la salud mental. Tenemos que trabajar mucho para convencer a los jueces y a los familiares de que esto está avanzando, porque la enfermedad mental se esconde mucho. No es fácil ser un paciente psiquiátrico”, dijo Selva. Lo primero que hicieron para afuera fue un regalo para el ex presidente José Mujica, un banco hecho de tapitas de refresco, y ese solo gesto los puso en el mapa.
Desde ese momento en adelante el taller Sala 12 creció. Ahora es una isla en el medio del tedio. A las 8.00 llegan los jóvenes –porque la mayoría tiene menos de 40 años– y hasta las 14.00 no paran de trabajar, salvo el espacio que se hacen para almorzar. Los estímulos son variados y tienen su razón de ser. Hace pocos días, armaron una silla de ruedas doble que le donaron a una mujer para que pueda transportar a su hijo de 23 años, que no puede caminar.
Cuando la diaria llegó para interrumpir la jornada había muchos proyectos en marcha: Néstor estaba haciendo escobas reciclando envases de refresco; Marcelo y Fabián construían camas nuevas con los materiales de camas viejas; Sergio y Freddie armaban materas en la carpintería; mientras que Mauro trabajaba en un banco hecho de tapitas de refresco. Todos estaban concentrados, tenían los equipos de protección puestos y apenas interrumpieron sus tareas para describir, orgullosos, su trabajo en el taller.
Uno de los muchachos lijaba con mucho ímpetu un trozo de madera que se convertirá en matera. Paró de mover las manos para contar que en el taller “cada uno está preparado para lo que haya que hacer; un día hay que estar soldando, otro día haciendo carpintería”, el trabajo no es fácil, sin embargo para él es un placer, tanto así que vuelve aunque ya nadie lo obligue: “Yo caí internado, me dieron el alta y me fui para mi casa, pero como el proyecto está bueno, a mí me sirve para salir adelante porque es una rutina de trabajo; vengo de mi casa todos los días, lo hago porque me gusta, esto está bárbaro”.
En obra
“Siempre sentí que una persona no debería estar tantos años acá en el Vilardebó. La gente se olvida de ellos –literalmente se olvidan de ellos– y eso provoca que ellos mismos se olviden de dónde están. Hay pacientes que me dicen que no se acuerdan de cuánto tiempo hace que están acá dentro, si nueve o diez años. Todo eso es demasiado”, comentó Selva a la diaria mientras caminaba por el taller supervisando que todos estuvieran haciendo el trabajo como es debido, cuidando que no se lastimaran. “El paciente pasaba mucho tiempo fumando y tomando mate, tirado en el colchón, eso era imposible de ver. Notamos que el hecho de trabajar con la amoladora, con el taladro, levantar paredes o hacer sanitaria es una motivación”, remarcó.
En este momento hay 18 hombres trabajando en el taller Sala 12. La mayoría, explicó Selva, tiene muchas entradas en el Vilardebó: “Lo dejan un tiempo acá, después se va, vuelve a quemarse él, a la familia, al barrio, lo traen de nuevo, lo dejan ir, y así el ciclo. Lo que digo que debería pasar es que la persona debuta acá y ya tendría que insertarse en un proyecto social, de trabajo, ya lo deberíamos contener en la primera entrada”.
Gran parte de los usuarios tiene esquizofrenia; se caracterizan por tener alteraciones de la personalidad y cierta pérdida de contacto con la realidad en la que viven. “Es un perfil de paciente que me gusta porque cuando se compensa puede manejarse toda una vida sin problemas conductuales, sin nada. Ya los ves: Marcelo está acá desde hace 11 años y nunca tuvo un caso de descompensación, nunca un episodio violento”, afirmó con cierto orgullo Selva.
El taller ya suma más de diez años trabajando, y en ese período ha pasado mucha agua bajo el puente. Personas que ahora viven con sus familias y vienen de visita sólo para seguir teniendo esa preciada rutina de encontrarse con otros y construir algo nuevo; otros volvieron al departamento del que venían y cada tanto se comunican, y otros aún no han logrado salir. Selva habla con añoranza de sus primeros integrantes del taller. Eran hombres del interior, dijo, con un perfil que ya no se ve. Ellos salieron adelante con mucho esfuerzo; sin embargo, a los jóvenes que están ahora les pronostica un trayecto más complejo. “Aquel paciente que tenía, ese que hacía de todo, ya no está más. Ahora tenemos otra gente, jóvenes a los que la droga les consumió el cerebro. Estoy haciendo una estadística personal, sacando cuentas de cuánto tiempo de su vida pasaron consumiendo; algunos le dedicaron la mitad de su vida a la droga. Por eso nos cuesta lograr que se focalicen en el trabajo, que lo terminen, que sean perseverantes sin frustrarse”.
El primer paso
Además de ser un espacio de trabajo y recreación para los usuarios del Vilardebó, el taller Sala 12 es el primer paso en un proceso de emancipación que puede terminar en un trabajo permanente y una vivienda propia; Selva se encargó de ir abriendo esos caminos. Cuando los psiquiatras y psicólogos consideran que el usuario está estable le dan el pase a la sala 12, y con eso la posibilidad de que Selva los reciba en su taller. En el caso de los pacientes judiciales, además de la habilitación de los profesionales necesitan una orden judicial que les permita salir de la sala 11, donde están confinados: un lugar donde apenas se puede ver el cielo, porque la red que cubre el patio interno tiene kilos de basura que tiran los usuarios desde varios pisos más arriba, y tapan la vista.
Cuando todos están en la sala 12, tienen que pasar un período de prueba en el taller antes de que Selva les permita ser parte. Pasan por una evaluación psicológica y ella sopesa las ganas que tienen de superarse y el compromiso que, a su entender, es fundamental: “No importa que no sepa nada, el aprendizaje llega después, pero se tiene que enganchar a trabajar enseguida. El primer requisito para participar en el taller es tener ganas de trabajar, no consumir y tener ganas de superarse, de entrar a un proyecto de egreso, tener ganas de salir. Eso lo veo mientras empiezan a trabajar, voy haciendo preguntas sueltas que después ato y voy viendo”, comentó, y agregó: “Desde acá adentro yo puedo ver todo, yo sé realmente cómo son”.
El tiempo pasa y si el compromiso se mantiene, empiezan a aparecer las primeras opciones para salir del encierro. A los primeros usuarios del taller Sala 12 no les alcanzó con crear cosas, se pusieron un desafío más grande: construir su propia casa. Y lo hicieron. Selva se puso otro proyecto al hombro, pidió un terreno, tramitó las órdenes judiciales, habló con los médicos y se hizo responsable de que las salidas de los muchachos fueran a la construcción. Les cedieron en comodato una casa en ruinas a pocas cuadras del hospital. Tenía roturas, humedades, vegetación, le faltaban el piso y el revoque, pero los hombres del taller, junto con Selva, la dejaron pronta en un mes. Ahora es la casa Trébol, una casa de medio camino en la que viven diez personas que aún deben estar supervisadas por el hospital, pero que tienen un mayor grado de independencia que cuando estaban internados. Para pasar del Vilardebó a la casa tienen que trabajar al menos seis meses en el taller; Selva tiene que estar segura de que pueden asumir las responsabilidades de ser independientes, de convivir con las demás personas de la casa y con el barrio. Estos proyectos nacen de Selva y por eso los atesora: “Hay que estar mirando todo, observando las conductas, ver que nada vaya a crear problemas entre ellos, porque si pasa algo se quema el taller, la casa y el trabajo, y sin eso no hay nada más. Hay que cuidarlo mucho”.
la diaria visitó la casa Trébol y el lavadero de la cooperativa de usuarios Dodici, donde trabajan las personas que pasaron por el taller y están viviendo de forma más independiente, aunque todavía supervisada. En próximas ediciones compartiremos ambas experiencias.