Al lugar donde la historiadora María de los Ángeles Fein pasa buena parte de su semana se llega fácilmente, ingresando por la puerta principal, en el 2515 de la Avenida Millán. Luego, debe uno mirar hacia la izquierda y caminar entre árboles hasta un ala pequeña del edificio. Un pasillo abierto conduce en pocos pasos a una casita de aspecto holandés, con bicicletas en la puerta, esculturas de hierro, macetas, plantas silvestres, pinturas y dos ventanales que permiten ver hacia el interior del Espacio de Recuperación Patrimonial del Hospital Vilardebó (una de las iniciativas que se desprenden del Proyecto Taller de Sala 12, y que tiene como responsable a la auxiliar de enfermería Selva Tabeira).

Allí hay teléfonos de diferentes épocas, máquinas de escribir, y muñecas de Mafalda hechas con materiales reciclados. También, entre muchos cuadros, hay un retrato gigante con el rostro de esta investigadora, hecho por uno de los usuarios.

Fein llegó por primera vez a este hospital en 2009. Buscaba información sobre un caso de violencia intrafamiliar, y fue recién en 2015 cuando pudo conseguir algo de información. “Fue un caso muy comentado en la prensa de la época. Una mujer mató al marido, que antes había abusado de ella de distintas maneras. Entre esos abusos la había hecho internar en el Vilardebó con el apoyo de médicos amigos. Y yo fui a buscar esa historia clínica”, recuerda.

Cuando luego de mucho insistir le abrieron la puerta y le dijeron “fijate”, se encontró con un lugar oscuro, con años de abandono. Cientos de biblioratos se habían amontonado solos en una habitación olvidada, bajo un lavadero que dejaba chorrear hilos de agua sobre los documentos, muchos de ellos, mordidos por ratas. Eran libros de ingreso de pacientes al hospital, historias clínicas, negativos fotográficos, libros de visitas, todo tipo de registros, y los había desde el año 1882.

Hoy gran parte de ellos se ha logrado restaurar, y Fein continúa el trabajo de digitalizar casi artesanalmente mucha de esa información.

“En los establecimientos de enseñanza y en las instituciones benefactoras de la humanidad doliente puede conocerse el grado de cultura y progreso de un pueblo. La visita a este manicomio fortifica, en mi criterio, el renombre de progresista e ilustrado que tiene Montevideo”, escribió en el libro de visitas una vecina con buena caligrafía que paseó por el lugar un domingo de 1883.

Además de haber estudiado en profundidad los archivos de recintos carcelarios, como Miguelete, es una de las pocas personas que ha tenido la inquietud de investigar, a la par, la historia de la salud mental en Uruguay. En esa línea, leyendo diarios en la Biblioteca Nacional se encontró, por ejemplo, con la alarma que ya estaba prendida en nuestra prensa local a fines del siglo XIX sobre la gravísima problemática del suicidio que hasta el día de hoy se presenta como un enigma para nuestra sociedad.

Al rescate de aquel dato, y con la inquietud de comprender algo más sobre este fenómeno que hoy parece adquirir mayor visibilidad y relevancia en la agenda pública, la diaria conversó con María de los Ángeles Fein.

“El tema merece un estudio más profundo”, nos dice, siempre entusiasmada, con la enorme y detallada información sobre los tratamientos que recibieron los usuarios de este hospital a lo largo de todo un siglo y más.

“El hospital Vilardebó se inauguró en 1880 durante el gobierno de Máximo Santos. Era un palacio para ese momento, en una zona pujante y de gran crecimiento con la implantación del Barrio Reus y la Aguada. Aquí había muchos inmigrantes y mucho trabajo. Durante todo el período del militarismo, Santos trató que esta zona fuera un lugar de progreso, por decirlo de alguna manera”, cuenta. “Acá, muy cerca está la cárcel de Miguelete. Había un modelo de estado regulador y controlador. Por tanto no es casual que en esta misma zona se construyera este hospital que en aquel momento se llamaba Manicomio Nacional.

Por lo que me mostrabas en el cuaderno de visitas, la gente venía a pasear por los jardines exteriores del hospital.

Así es. Tal era el vínculo que tenía el hospital con el barrio que los miércoles y los domingos la gente lo podía visitar. Era como ir al parque Rodó. Los vecinos venían a caminar por los jardines de aquí, y entre sus edificios. Por Santa Fe se podía ingresar tranquilamente, y en este libro los visitantes dejaban sus impresiones. Y también llegaban figuras ilustres como José Batlle y Ordóñez. Era como una especie de orgullo de la ciudad, y un lugar muy progresista para la época, donde se aplicaban todas las teorías francesas y alemanas de médicos que lograban becas para estudiar en Europa y luego las traían para aquí. Todavía no había psiquiatría como la conocemos ahora.

¿Cómo eran esas primeras noticias que alarmaban sobre el suicidio como un problema grave en Uruguay?

En el siglo XIX la prensa era muy sensacionalista. Tenías publicaciones de opinión como podía ser El Siglo, o El Bien, que después fue El Bien Público, y después, otro tipo de prensa, como La Tribuna Popular y El Ferrocarril, que era muy sensacionalista. Y el tema del suicidio en una ciudad muy chiquita como Montevideo era muy llamativo. Pasaban de autocensurarse a hablar de los casos de forma disfrazada.

Me habías contado que se pasaba de respetar el criterio de silencio total por miedo al contagio, al morbo, en el otro extremo.

Exacto. Lo que hacían era, de todas maneras, hablar de los casos, disfrazadamente, o lo hablaban abiertamente pero dejaban pasar algunos días. Quizás sin el nombre de la víctima pero con todos los elementos que le permitían al público identificar fácilmente de qué caso se trataba.

Había muchos diarios que publicaban una lista de los decesos del día con detalles de cada situación. Se escribía, por ejemplo: “Murió un hombre en tal lado con tal diagnóstico”. O se decía: “Murió por intoxicación”, o “cayó de una azotea”. Cuando la persona, en realidad, se había tirado de la azotea. Es decir, no se hablaba de suicidio directamente pero se construía un relato de lo mal que estaba esa persona, por tal o cual razón, y la gente se hacía con aquello como un folletín.

Como una novela.

Tal cual. No era un modelo exclusivo de aquí. Había grandes escritores que escribían estas historias en los diarios de España, por ejemplo. Un caso emblemático fue el de El crimen de la calle Fuencarral, en Madrid. ¿Y qué hacían? Lo iban entregando en capítulos con cada edición diaria. Es decir, la introducción, quién era la víctima, quién la acusada, y seguían desarrollando la historia y de esa forma engancharon muchísimo a los lectores para que siguieran la trama cada día. Convertían un caso en una noticia seriada, como podemos ver ahora en la televisión.

Con los suicidios pasaba que a veces el gobierno, asesorado por el Ministerio de Educación y Cultura, se reunía con los dueños de los medios para decirles que bajaran la cantidad de publicaciones sobre el tema, porque tenían la idea de que el suicidio se contagiaba, apoyado en las teorías de Émile Durkheim (libro El suicidio, 1897), que en ese momento eran muy actuales. Eso nunca se pudo comprobar pero sucedía que ya había muchos suicidios en Uruguay. En 1890 no llegábamos al millón de habitantes y la Dirección General de Estadística informaba de 526 suicidios en el año. Aquello era un disparate. Y además había un número muy alto de gente joven. Además, a partir de los años 90 del siglo XIX, época de crisis, el suicidio alcanza a las clases más acomodadas.

Luego te pusiste a estudiar cuánto tenía que ver la crisis económica con la cantidad de casos.

Fui a buscar lo que vendría a ser la antítesis. Es decir, la época del “como el Uruguay no hay”: 1950. Si en tiempos de crisis aumentaba la cantidad, tal vez en años de bonanza, o de integración social, el suicidio bajaba. No tenía cifras para comparar suicidios, pero sí conseguí la cifra de intentos de autoeliminación (IAE). Y lo que encontré fue que había muchísimos IAE, y reiterados, por lo cual no había una relación directa entre bienestar económico y un aumento de intentos.

¿Qué es lo más antiguo que encontraste sobre suicidio en Uruguay como un problema grave?

Mi estudio no era específico de suicidio, eso lo encontré en el camino. Yo estaba trabajando la criminalidad a partir del gobierno de Santos, lo que se llama la modernización en el Uruguay, que comienza con el militarismo, sobre todo con el santismo. Lorenzo Latorre tiene muchas cosas que acomodar al interés de las clases dirigentes. En cambio con Santos se supone que ya está todo estabilizado, y que somos una sociedad, entre comillas, moderna.

Entonces empieza esta construcción de edificios contenedores, y también, en cierta medida, una contención ideológica de la sociedad.

Por eso también aparece esa intervención en los diarios de “no escriban cualquier cosa”.

Un control ideológico.

Claro que existía un control. Y ese control se permea en la sociedad más allá del militarismo y Santos, porque durante todo el fin del siglo XIX lo seguís viendo. Es de todas formas un final del siglo violento. Tenés la revolución de 1904, y después la cosa se estabiliza y todo se canaliza a través de lo político.

Según tu investigación, ¿cuánto creés que puede haber influido ese tipo de noticias de las que hablás en los prejuicios y los estigmas que todavía siguen presentes en la salud mental en Uruguay?

Lo que pasa es que el estigma sobre el suicidio viene de mucho más atrás. La iglesia católica al suicida lo expulsaba. No podía ser enterrado en campo santo. Eso es tremendo. A nosotros, que vivimos en una sociedad laica, no nos parece tan importante. Pero en una sociedad religiosa como la de la Edad Media, y durante todo el Renacimiento, era así. Y te diré que viene de más atrás. Los romanos tampoco consideraban valioso el suicidio, salvo cuando un patricio se mataba para mostrar que estaba en desacuerdo, por ejemplo, con la política de ese momento. En ese caso era considerado un sacrificio y la persona era vista como honorable. Hay suicidios clásicos, como el del bisnieto de Catón (Marcio Porcio Catón, el Joven) en plena crisis de la República. Como no estaba de acuerdo con el emperador Augusto, el tipo se mató frente a todo el mundo como un acto heroico.

Es decir, estas posturas vienen de muy atrás, a partir de nuestra colonia. La iglesia siempre censuró al suicidio. El mandamiento dice “no matarás”. Las familias tenían que disimular y no decir que había sido un suicidio, y si no, no lo podían enterrar en un cementerio, que en aquel entonces estaba bajo jurisdicción de la iglesia. El estigma sobre el suicidio tiene una historia larguísima, y sigue teniendo un peso muy importante en nuestra sociedad. Y lo mismo pasa con otras problemáticas vinculadas a la salud mental.

Creo que recién a partir del siglo XX se empieza a tratar al suicida como un enfermo. Antes era visto como alguien que tenía un déficit moral, que no era capaz de afrontar la realidad.

En esos diarios que yo te contaba, de fines del siglo XIX, acá en Uruguay, cuando una muchacha se mataba, en vez de lamentarse por la pérdida, ponían: “Abandonó a sus pobres padres y a su novio”. Es decir, las víctimas eran los demás, y por tanto cuando alguien intentaba autoeliminarse y no lo lograba, no tenía una buena contención, porque estaba mal visto lo que había hecho. El suicida siempre era el culpable.

Me decías que cuando buscaste los registros de 1950 encontraste muchos IAE, y reiterados.

Sí. Ahí lo que encontré en los libros de registro fue a personas con varios ingresos por IAE, y se les daba el alta muy alegremente. No se jerarquizaba la situación como la de un potencial suicida. Se les daba el alta y les decían: “Prueba tres meses”. Vos me dirás, habría pocas camas, otros factores, todo lo que quieras, pero lo que está claro es que no era considerada una patología que hubiera que atender. Y además en el registro no encontrabas una patología asociada. Era tomado como un suceso particular, y la persona, como entraba, salía. Y vos te preguntás, después del último ingreso, ¿qué pasó con esa persona? Los decesos afuera del hospital no aparecen acá.

Quería volver a lo que me contaste de los primeros años del hospital y de la cárcel de Miguelete, y al vínculo de la gente, que venía hasta acá como un paseo.

Sí, era como salir de pícnic. Hoy no cabe en la cabeza. Pero en realidad uno piensa: ¿era una sociedad más morbosa? Tal vez, pero también era más sensible y denunciaba lo que veía.

Estaba más cerca de estos lugares.

Claro, pero además creo que hoy en día tenemos una sociedad mucho más negadora.

A nosotros nos ha pasado muchísimo acá. Por ejemplo, en uno de los primeros festejos del Día del Patrimonio mucha gente del barrio nos decía: “Pensar que yo paso por acá todo el tiempo y nunca se me había ocurrido entrar”. ¿Qué era eso? Negación, y mucho prejuicio.

A mí me ha pasado de comentar con alguna amiga que trabajo aquí con los usuarios del hospital y que me digan: “¿No te da miedo?”. Cuando me pasa eso, respondo: “Un usuario puede ser una persona medicada, ¿vos no tomás nada?”. Claro, como tomás algo afuera, se supone que estás más sano que el que pasa por acá.

Además del interés particular por el caso que te trajo hasta aquí, ¿qué más te motivó a meterte en un lugar que al principio estaba lleno de humedad y donde has pasado muchísimas horas de tu vida?

Es un desafío para un investigador. Pensar que esto se pueda perder es una injusticia. Una vez una directora del hospital vino y dijo: “Vamos a quemar todo esto”. Nos queríamos morir. Y ahora nos estamos planteando hacer lo mismo con la Colonia Etchepare. Los archivos también hay que recuperarlos, y ya están haciendo los trámites para cerrar el lugar. Eso se vende, y todo puede terminar en una volqueta. Y la verdad es que estás tirando la historia de este país.

¿Cuáles son tus grandes satisfacciones en este trabajo?

Primero, el vínculo que tengo con los usuarios del Taller de Sala 12. Yo los quiero y ellos me quieren. Por allá hay un cuadro enorme, que me lo hizo un usuario para mí.

Compartimos los mismos espacios, cada vez que yo necesito algo ellos me ayudan. Estar acá me permitió vencer muchos prejuicios que yo misma tenía.

Con ellos aprendí que no hay una línea entre los que están sanos y los que están locos. Hay mucho sano que está locazo. Yo soy mayorcita, y en la universidad todo cuesta, pero por suerte estamos logrando concretar llamados para que más gente venga a trabajar acá. En este equipo tenemos a Eliana Crusi, una muchacha que está terminando la carrera de Historia, y que está aportando muchísimo con su creatividad y capacidad de innovación.

¿Dirías que Uruguay carece de una cultura que permita conservar su memoria?

En la Facultad de Humanidades, en su área de Historia desde 1948 siempre se ha trabajado en la búsqueda de este tipo de material.

Tal vez es sólo una impresión, pero son muchas las veces que supe de archivos quemados o perdidos, o de registros que se borraron con otros arriba.

Bueno, lo que ha pasado históricamente es que el burócrata, digamos, en su rutina habitual, tiene que resolver un montón de problemas a diario, que le falta personal en tal sala, que precisa insumos en otra. Y cuando llega alguien como yo para pedirle un dato de tal año, es lógico que diga “qué pesada esta mujer”. Yo me pongo en ese lugar.

Para los investigadores resulta una cuestión de ganar por cansancio. Lo que sí estaría bueno es que cada lugar con un archivo importante tuviera una persona exclusiva para su cuidado, para valorarlo, conservarlo, y también para que esté a disposición de quien quiera consultar tal o cual archivo. Así se salvaría mucho material y se daría entrada a muchos más investigadores que quieran saber más sobre lo que están buscando. En realidad, este espacio, como otros similares, está destinado a que continúe con el trabajo de investigadores más jóvenes.

De hecho, me contabas que aquí llegan muchos estudiantes.

Claro, de distintas orientaciones. Estos libros de ingreso que hay acá te permiten indagar todo. Lo podés hacer desde el punto de vista médico, farmacológico, de los tipos de terapia. Eso por un lado. Y después tenés lo social. Porque el paciente venía con su familia y en el registro aparece qué hacía el paciente, de dónde era, en qué trabajaba. Los abordajes son múltiples. Acá sólo tenés que venir con imaginación.