El título anuncia: “Tierra de mujeres”. Lo acompaña una foto en blanco y negro, como todas las de los primeros tiempos de la diaria. Debajo de ella, un enunciado indica: “Graciela González, en el predio de una productora de Solís Chico, prueba unos pétalos de caléndula”. Más de una década después de su publicación, en Migues, a 25 kilómetros del terreno en el que su madre fue retratada para una nota sobre la cooperativa Calmañana, Margaret Rocha aún la recuerda.

Tenía cinco años cuando, en 1987, González comenzó a reunirse con otras mujeres de la zona. Por obvias razones, su memoria no conserva imágenes de aquellas primeras instancias, pero eso no le impide narrar la historia desde el inicio. El proyecto surgió a partir de la iniciativa de una antropóloga, Kirai de León, que presentó en la Comisión Nacional de Fomento Rural la idea de generar un espacio en donde las mujeres del ámbito rural conversaran sobre su rol. En una época en la que si participaban en las organizaciones era como acompañantes o secretarias, la iniciativa fue, además de una novedad, un impulso necesario.

Al principio hubo dos grupos: Pedernal y Gardel, ubicados entre Migues y Tala. Luego, en 1991, se sumó Tapia. Orientadas por De León, se juntaban a conversar con la intención de “hacer algo que fuera sólo de ellas”. Así surgió la propuesta de trabajar con hierbas aromáticas. La antropóloga, que había vivido en Chile, les llevó semillas. Algunas conocidas, otras no tanto. “Venía una ingeniera, salía la plantita, y miraba los libros, intentando saber exactamente si lo que había nacido era planta o pasto”, narra Rocha.

De a poco empezaron a producir y secar las hierbas, y la propia De León salió a ofrecerlas “a conocidos”. Más tarde llegaron a los supermercados de Montevideo y hasta tuvieron que contratar un distribuidor, porque solas se les dificultaba. “Se vendía en canastas, al lado de la caja, y con los años se pasó a las góndolas”. Cuando aparecieron los códigos de barras, se vieron obligadas a obtener una personería jurídica y formaron la cooperativa en 1996. Desde entonces, “hemos trabajado de esa forma: los supermercados piden y lo dividimos en partes iguales”, explica Rocha.

La manera correcta

A más de 30 años de los primeros encuentros, la cooperativa Calmañana sigue en pie e integra la Red de Mujeres Rurales, la Red de Agroecología y la Red de Semillas Nativas y Criollas. Además de hierbas aromáticas, que son comercializadas por la marca CampoClaro, desde 2003 también vende hierbas frescas. En la actualidad está integrada por 21 mujeres: cuatro en Tapia, ocho en Gardel y nueve en Pedernal. Por lo general, cada una trabaja en su predio y se reúnen una o dos veces por semana para envasar en conjunto.

“El día de envase es agotador”, admite Rocha, pero a pesar del cansancio “es divertido y cuando, por algún motivo, no podés ir se extraña”. Al escucharla, Alejandra Hernández, una de sus compañeras, recuerda la instancia en la que pasaron la madrugada despiertas porque el pedido era grande y el reloj las corría: “Arrancamos un jueves en la tarde, trabajamos toda la noche y terminamos al otro día a las siete de la mañana”. Según relatan, cada reunión es un momento para encontrarse, reír y “chusmear”. De este modo hacen que lo arduo de la tarea sea más liviano.

Pese a lo disfrutable, “el campo es complicado”, y por razones climáticas, cada vez más, en especial para los pequeños productores, que comienzan a escasear. “Algunos deciden salir como empleados porque llega un punto en el que no pueden mantenerse”, dice Rocha, y menciona el momento en el que cerró el ingenio de azúcar de remolacha Rausa y muchos productores se fueron a trabajar a la fábrica de cerámicas Olmos porque “no les daba” para vivir.

“Hay años muy buenos, pero después dos o tres que son malos, entonces tenés que ir compensando”, expresa Rocha. A modo de ejemplo, se refiere a quienes se quejan del aumento de los precios de determinados productos. “Está caro para la gente que lo compra, pero es cuando el productor que estuvo dos años a pérdida está haciendo un poco de plata”. De acuerdo con Hernández, los “productores grandes” no se ven tan afectados por los “años malos” porque tienen “un respaldo”. Sin embargo, ellas no. “Nosotras vamos planificando, mantenemos a la familia, los hijos, el estudio, entonces no te da”.

Otra “exigencia muy grande” es la de “llevar todo en regla”. Según Rocha, “puede sonar muy lindo lo de la cooperativa, por el apoyo y la forma solidaria de trabajar, pero es cansador tener todo al día y no te facilitan el trabajar en grupo”.

Antes cosechaban sin sistema de riego, algo que “ahora es imposible”. Hacer una buena fuente de agua, comprar cada instrumento y mantenerlo es caro, pero son las reglas del juego. “De a poquito, te tenés que ir tecnificando”, opina Rocha. Para ella, uno de los factores que las “salva” es el de la producción de sus propias semillas, porque sus costos son muy elevados. Además, tampoco utilizan ningún tipo de químico. Si bien reconoce que su uso podría facilitarles la actividad, destaca que conciben la producción orgánica no sólo como la manera “correcta” de hacer las cosas, sino también como “una forma de vida”. “Tal vez sea más fácil ir a comprar un químico, echarlo y matar la plaga, pero al hacerlo mataste el pasto, mataste todo, y te mataste a vos mismo”, afirma.

Cómo te vas a quedar

Otro de los aspectos que preocupan es el recambio generacional. Dentro de su grupo, Gardel, la más joven tiene 26 años y llegó allí por ser, como Rocha y una compañera llamada Andrea, hija de una de las fundadoras. El resto tienen entre 40 y 72 años. Afuera, en el pueblo y sus alrededores, los jóvenes persiguen distintos horizontes.

Hernández y Rocha coinciden: la mayoría quiere ser contratada por el frigorífico de la zona, y los demás aspiran a ser empleados. En determinados sentidos, los entienden. El de ellas no es un trabajo fácil porque, además del cansancio físico, está “el de la cabeza”. Tienen que pensar y planificar, algo que no sucede cuando “vas, trabajás, volvés a tu casa y te olvidás”.

Está búsqueda no excluye a quienes crecieron en familias dedicadas a la producción rural; de hecho, muchas veces esa es la razón por la que la mirada apunta a las oficinas. “Los que se crían en el campo ven a los padres todo el tiempo trabajando muchas horas y viendo que el dinero que tienen es, por varios años, malo”. Por eso, “a los padres les gustaría que se quedaran, pero también quieren que si pueden estudiar, que estudien, porque no quieren que pasen el trabajo que están pasando”, explica Rocha.

Gabriela, hija de Hernández, tiene 23 años y es una excepción. Cuando terminó el liceo le dijeron que estudiara, que era “una chiquilina inteligente” para quedarse en el campo. “Todo el mundo me decía ‘cómo no vas a estudiar si tenés un buen historial académico, cómo te vas a quedar’”, recuerda ahora, que se encuentra cursando el tercer año del Profesorado de Historia en el Instituto de Profesores Artigas.

Aunque se lo sugirieron, tampoco consideró estudiar Veterinaria ni Agronomía. “No quiero ser una profesional de los animales o de las plantas porque se perdería una virtud, una espiritualidad que tiene el productor que comparte y convive con ellas”, confiesa, y agrega, “Los libros desvirtuarían la experiencia; vería las cosas de una manera muy científica, muy técnica”. Por eso eligió Historia, que siempre le gustó. Sin embargo, alguna que otra vez, amaga con dejarla. Las causas son las mismas que provocaron la apatía de gran parte de su entorno al finalizar el bachillerato: lo que la apasiona escapa de las aulas.

“El aire, el espacio, la tierra”. Si le dan un rato para enumerar cada una de las cosas que disfruta de su vínculo con la naturaleza, la lista se amplía. Habla de la vida que la rodea, de las propiedades curativas de cada hierba, de una medicina en la que creen ella, su madre, Margaret y Graciela. Busca palabras que sean fieles a sus sentimientos y parece que las encuentra, pero sabe que hay detalles que no pueden describirse: “Tenés que venir para experimentarlo”.