Ese verano volvimos a nuestro trabajo con mi amigo Vasil, que durante el año se dedica al pingüe oficio de las mudanzas. Sabido es que la de Maldonado es una sociedad dinámica como pocas en este país de población estable. Sucesivas olas de personas van inundando los barrios, especialmente los que están más lejos de la playa. Motivos variados traen a la gente, dentro de los cuales podríamos reseñar la expectativa de trabajar en la construcción, la promesa de prebendas si se cambia la credencial para votar a determinado candidato, la expectativa de una prostitución más segura y bien paga, y así en adelante. Esto hace que las familias —y la gente que no se agrupa de este modo— se vean insertas en una peculiar deriva de casa en casa, a merced del conocimiento de los propietarios de apartamentitos de demanda abundante y oferta escasa. Un año o dos en ese apartamento cuyo precio aumenta parejo con el color verde de la pared lindera con el vecino, que precisamente es el dueño, que agregó unos veinte metros cuadrados edificados al costado de su vivienda de un plan de los años sesenta. La convivencia con el vecino no tiene por qué ser la mejor. El trabajo estable solamente en algunos casos y los órganos sexuales colocados en lugares considerados ilegítimos contribuyen a parar la olla de mi amigo Vasil el Mudancero, quien además aporta desinteresadamente a la manutención de unas vecinas de enfrente, que se turnan para ayudarlo a desagotar su virilidad, todo en el marco de una estricta convivencia y sin que los novios respectivos, uno trabajando de camionero en una distribuidora de cerveza y otro en la contru, tengan por qué ser necesariamente enterados de la connivencia. Vasil tuvo mujer, me lo contó, y con ella dos hijos, pero un día a ella se le ocurrió que no iba a tolerar que mi amigo introdujera su humanidad “en cuanta atorranta te abre las patas” y se fue, después de haberse asegurado el concurso de otro tipo que le permitiría seguir viviendo sin trabajar y que sí la quería llevar a bailar a las noches del Centro Español, a girar al ritmo de todos en torno de la pista, pispeando quién con quién, dónde puso la mano, volviendo al viejo estatus de bailarina fatal abandonado merced a que Vasil prefería por lejos las veladas del viejo Dancing Pamelita, hoy hecho astillas, que en paz no descanse. La mujer lo jodía, dicho por él. Después de que se quitó el fardo, ya sesteó despatarrado en la cama grande, ocasionalmente acompañado por muchachas de cuerpo joven y llenas de humildad pueblerina, aunque no exentas de malicia. Pero a él no lo engañaban. Por lo que me ha contado, no es de esos hombres que tienen una mujer. Lo que le importa es mantener los genitales livianos y el estómago lleno, así de simple.

La cosa es que Vasil amplió el negocio, en vista del aumento de la llegada de cruceristas. “Si todos curran, yo también”, me dijo. Yo estaba tranquilo con mi laburo de casero en lo de los Randasso Strzswiuckiuk, unos porteños cajetillas pero bastante buena gente. Por más datos, la cara del hombre recuerda vivamente a la de Ungenio, el de Condorito. Durante el verano vienen y el trabajo se hace un poco más pesado, pero por suerte no son de esos que andan con indicaciones y la mujer no es quejosa, creo que porque tiene un amante más joven que le calma la ansiedad. El hombre no sé, pero paga ritualmente, así que no hay nada que decir de él. Además, como yo tengo iniciativa, más que yo seguirles los caprichos son ellos los que se ven forzados a seguir mi ritmo de sugerencias, porque para cuando vienen les tengo pronto el relevamiento de restaurantes (calidad, precio y exposición pública) y un menú de lecturas, que por supuesto he realizado con la plata de ellos y de acuerdo a mis gustos. Así, para este verano los esperé con los tres libros de Stieg Larsson, todos los de Mankell (como yo no pago, compré las ediciones carísimas de Tusquets), dos de Arnaldur Indridason y una edición conmemorativa de Tacuruses, ilustrada y anotada. Y no dije nada de cómo les tengo el jardín, con especies autóctonas traídas del vivero de Artigas, en Treinta y Tres; un jaspe en flor es aquello. En consideración de todo eso, y de dos o tres cosas que hice saber que sé, fue que me integré al negocio de Vasil, restándole horas a mi trabajo habitual, y no así al sueldo, agregando un nuevo jalón a mi currículum. Porque un día me llama Vasil y me dice que a ver si me interesa laburar con turistas, que sabía que yo había vivido un tiempo en el Chuy y entendía brasilero. Es más, le dije, hice unos añitos de inglés allá en el pueblo. Sin dudarlo, me prendí como una lapa al proyecto, que ya me explicaría esa noche, que fuera a la casa que tenía unas cervezas añejaditas en hielo esperándome. Recordé con nostalgia nuestros tiempos en el camioncito Changan, que tuviera su apogeo cuando la changa que hacíamos cobró un refinamiento digno de balneario internacional: “Mudanza integral con lavado de wáter e instalaciones literarias”. Me embarqué en la invitación sin siquiera saber qué era, ni si me tocarían de nuevo aquellos traslados de libros en bicicleta.

Los Randasso Strzswiuckiuk habían vuelto de la playa como a las ocho y media, el hombre como siempre sin despeinarse y ella bastante contenta porque se había encontrado con unas amigas y había descubierto que una de ellas también tenía un amante de alquiler. Habían comparado las prestaciones y descripciones de ambos, luego de lo cual Emma Murphy Collins de Randasso Strzswiuckiuk sintió, no sin un escozor en la entrepierna, que su chico era más potente y más lindo, luego de haber visto la foto del otro en el celular de Blanquita Ramos de Pérez Dawson. Ella no, no tenía la foto ni nada; la otra era una exhibicionista, o tal vez quisiera tener su módica venganza hacia el marido que, con su trabajo en la gerencia del banco Patagonia y sus horas extras dedicadas a creer que seducía a la chica esa que salía en un programa de televisión, y que también le hacía creer a varios más que era seducida mientras iba poniendo la plata precisamente en el banco Patagonia en condiciones harto ventajosas. El hijo del matrimonio se había despertado a media tarde. Yo estaba leyendo cuando lo vi pasar rumbo a la heladera. Le dije que no iba a decir nada pero que disimulara un poco, aun cuando sabía que ni el padre ni la madre le daban demasiada bola, sumidos como estaban en sus propios asuntos sociales y deportivos. Bueno, sí, en eso lo molestaba un poco el padre, que insistía en que su hijo practicara tenis, cosa que el guacho hacía, de vez en cuando y con ostensibles muestras de desgano. Para mí la vida, gracias a eso, corría fácil y conveniente, ya que si bien todos los integrantes de la familia conocían los detalles de las vidas de los otros, se empeñaban en mantener un equilibrio de silencio. Eso y mi trabajo atildado me permitieron agarrar la bicicleta y salir sin dar explicaciones. Está de más decir que no me duermo en los laureles. Voy guardando plata, no pongo todos los huevos en la misma canasta, etcétera. Y la temporada es la temporada y se labura a cara de perro, cosa que siempre es mejor hacer con amigos y en condiciones lo más autónomas que se pueda.

Recorrí las calles cambiantes entre las proximidades del club de golf y la casa de mi amigo Vasil, en la calle Fossemalle, a la vuelta de la Olivera, para que se orienten. Tomé Aparicio Saravia, más acá de la mayor concentración de muchachas. Salí al Posada de Luna, pasé por el Jagüel, rodé por el Paso de la Cadena y subí el repecho del club de polo antes de la zona barraquera. Doblé por Avenida Aiguá, por donde siempre paso para ver cómo va el crecimiento de los timboes del predio ferial. Me metí por Leonardo Olivera, calle por la que serpenteé hasta Fossemalle. Ahí estaba el Changan estacionado, como siempre, en la entrada de garaje, con el sempiterno cartelito con el teléfono y el letrero de “se hacen mudanzas”. Me llamó la atención el vehículo que estaba estacionado al lado, nuevo. Estaba seguro de que no era de los vecinos de al lado, ya que eran unos locos pelagatos a los que nada más con escucharles las cumbias uno no se los imaginaba invirtiendo.

—¡Vasil! —Entré gritando puerta adentro—. ¡Ponete lindo, viejo puto, que llegó tu macho!

—¿Qué haces, mijo? —respondió el otro desde adentro—. ¡Pasa!

Estaba tomando mate en el fondo, abajo de la anacahuita, con el shorcito de fútbol satinado con aquel antiguo diseño en bastones de distinto matiz que tanto se usaba a principios de los noventa. Era un tipo cuidadoso y más o menos tenía la misma ropa desde hacía años. Pulcro. Si no, es imposible explicarse cómo hace para cebar sin volcarse en ese mate galleta que tiene. Y no vuelca.

—Hoy tenemos viaje, che —dijo sin preámbulos.

—¿Qué mudamos?

—Nada, es gente.

—¿Gente?

—Claro, muchacho, ¿o tú no vives en un punto turístico? Un city tour vamos a hacer.

—¿En el Changancito?

—Pero mira que eres burro, muchacho... En camioneta lo hacemos.

—¿Cuál camioneta?

—¿No la viste? —repreguntó, dándome un mate y sonriendo con socarronería.

Salimos a verla. Una Peugeot Boxer de tercera mano pero impecable. Se la había comprado a un loco de Treinta y Tres que hacía viajes, pero con poca gente porque el grueso de la ganancia la obtenía de algunos bultos más chicos que transportaba. Y se notaba que la tenía cuidada. Vasil era el tercer dueño. Ya la había probado y comentó que, sacando un chillidito de la homocinética que iba a tener que arreglar, andaba como tiro.

Me dijo que salíamos a las diez de la noche de la puerta de un hotel en Punta del Este. Eran brasileros, todos hombres. Que la ruta la decidía yo, él manejaba nomás.

Como había llegado temprano de la tarde, dio el tiempo de sobra para distendernos y ponernos a punto. Me estuvo contando de las jodas que tenía cierto precandidato que había debido pasar un breve período tras ventajosas rejas, cosa de la cual no me había enterado porque, como en lo de los Randasso Strzswiuckiuk tenían DirecTV, no miraba los canales locales ni en pedo. Más bien me dedicaba al estudio de las ligas europeas. Pero, me dijo Vasil, igual no lo iba a saber porque en los canales de acá no salió nada. Él tuvo el dato por un viejo amigo que laburaba en la intendencia, perteneciente a un partido que no era el del precandidato y que contaba con regocijo la noticia, aunque ironizando acerca de la leve pena que le cayera al estafador que, por más datos, había comprado su título de abogado en una universidad privada que estaba frente a un hotel. De eso sí había escuchado hablar; fue la vez que estuve por comprar un terreno y el tipo que nos llevó hasta ahí era una máquina de tirar mierda para todos lados, a tal punto que no quedó nadie de pública notoriedad en condiciones higiénicas. No le pregunté a Vasil por sus noviecitas porque se encargó de contármelo él solito en términos pragmáticos y satisfechos. Interrogado sobre similares materias, caballeroso y honesto, le referí mis hazañas con “una señorita de la sociedad”, sin detallar que se trataba de Isabelita Cullen McTits, parienta en algún grado de Emma Murphy Collins de Randasso Strzswiuckiuk y muy cercana a “las chicas”, con quienes ejercía verdaderos concursos ocultos de sacadas de cuero, difamación y juicios lapidarios. Casi todas tenían en alguna parte esos apellidos ingleses, como si se los hubieran comprado en alguna tienda exclusiva dentro de sus barrios privados. Pero a Isabelita, por más que la tuvieran prometida a Juan Segundo Rindelli Watson de Ojeda, le gustaba el jaleo y algunos de sus detalles técnicos que no me guardé a la hora de contárselos a mi amigo y ahora conductor. Los festejó como más tarde a los goles del partido de Peñarol de ese día, que nos llevó a viejos tiempos. Le dije que hacía rato no veíamos un partido juntos, que la ocasión ameritaba. Entonces, sin mayores vueltas, fui hasta el almacén de los viejos López, de donde fuera habitué y cuya hija me arrastrara el ala con sutilezas evidentes que fueran por mí capeadas con sonrisas distantes. Compré unas papas fritas, unos maníes, un pedazo de queso, un salamín, una flauta y tres Patricias, no fuera cosa que se nos secara la garganta o me diera disfonía, yo que iba a precisar mi voz.

Le sacamos la voz al televisor, obvio, para no calentarnos con Scelza, y pusimos 13 a 0; ahí me impuse, que a Julio Ríos no lo trago ni en figurita. El placer de la vida de un tipo depende de sus elecciones, generalmente de que escoja lo prohibido o que puede hacerle mal. El sazonado colesterol del salamín enfrentándose en duelo estético con la rubia helada, mirar a Peñarol en vez de ver un partido de fútbol. Estar ahí con mi amigo veterano en vez de hacer playa o de haber aceptado el convite carnal de Isabelita, que esa tarde tenía libre del novio. Después de todo, la noche anterior habíamos tenido varios rounds y hasta el más tenaz amante uruguayo tiene sus límites. En fin, empanturrarse de comida y mamarse un poco un rato antes de hacer el primer city tour de nuestro nuevo emprendimiento. Total, Vasil se conoce las calles de memoria. No, nuestros turistas no iban a asustarse por el olor a alcohol porque nos concentraríamos unos quince minutos antes de salir en lavarnos los dientes y masticar chicles como si nuestra vida se fuera en ello.

Peñarol ganó y nos sentimos flotando en nuestros gritos alegres. Luego de hacer el protocolo de desodorización, nos trepamos a la Boxer y le dimos por Bulevar, que es la vía más rápida para llegar sin atascos a la península. Por suerte el hotel quedaba antes de llegar al tubo trancado de Punta del Este. No revelaré, por ética profesional, dónde está ni cuál es, sabrán comprender.

Estábamos medio toquiños, pero supimos guardar una compostura profesional impecable. Vasil tenía en la casa unas camisas y unos pantalones que bien podían funcionar como uniformes. Se los había arrimado el hijo, que trabajaba en el Conrad. Estuvimos ahí a la hora convenida. Bajé yo de la camioneta, ya que Vasil es medio bagual para las relaciones públicas. El recepcionista era un flaco conocido del Dancing Pamelita, uno que decían que había intentado retirar del meretricio a la Leidy, pero que ella le dijo que todo bien mi amor, pero con lo que ganás vos en el hotel no me compro ni las bombachas, si por lo menos laburaras de crupier. Se lo dijo a toda jeta frente a varios, que después se encargaron de repartir, eso sí, de manera respetuosa, considerando la situación del hombre enamorado y de las necesidades de la Leidy y que ellos mismos eran clientes suyos, que les hacía descuento por habituales. El flaco bien, que se entienda. No hizo escándalos ni nada y le siguió pagando por un tiempo, hasta que apareció otra que estaba más buena y después cerró el Pamelita y nos desbandamos todos. Nos conocimos en seguida y nos saludamos como lo hacen dos tipos que han frecuentado hace un tiempo el mismo ambiente. Le pregunté de qué venía la cosa, qué tal la gente que íbamos a pasear, qué era lo que querían. Me dijo que habían pedido un recorrido de los mejores puntos de la noche.

Empezaron a salir los tipos y a juntarse en el lobby. Algunos venían con sonrisitas.

Esa noche, me di cuenta con el tiempo, inauguramos un tipo diferente de city tour. Creo que en parte por azar y por desconocimiento del negocio. Con el pasar de las temporadas, me fui documentando. Fue así que supe cuáles eran los recorridos hechos por los paseos convencionales que, en general, mostraban mucho la rambla. Había un discurso moldeado con pizcas de historia, detalles de actualidad y chistes mechados que salvaban la plata de cualquier guía, que únicamente podía verse contra las cuerdas por las preguntas de esa señora inglesa que lo anotaba todo en una libretita y que, al final del paseo, se acercaba para confirmar la ortografía de cierto topónimo que había sido nombrado al pasar. El itinerario tenía un ritmo bastante predecible, con algunos puntos clave donde la gente se maravillaba, demoraba en volver o se sacaba fotos. Terminé por saber los nombres de las playas y de los monumentos. Y por dominar las variantes establecidas por las distintas empresas, para las que vendía mi trabajo mercenario, ya sin el ánimo desbrozador de los tiempos de Vasil, cuando todavía no había nacido Henning, mi hijo, ni había pasado todo lo que pasó con su madre, hasta la inevitable separación que nos uniría de por vida. Porque esas primeras temporadas con Vasil fueron de pura creación, como si escribiéramos un libro de aventuras.

Recuerdo tener la sensación de dejarnos llevar por una especie de corriente en medio de la cual íbamos resolviendo las situaciones de maneras a veces realmente increíbles, incluso hasta para el propio Vasil, que había participado en su momento en algunas de las reconstrucciones del Dancing Pamelita, por ejemplo aquella vez que robaron tablas de unos galpones de la intendencia después de emborrachar al capataz de los galpones, a quien, como era muy mal tipo, no vacilaron en mandar al frente y que sólo consiguió mantener su laburo, en otra repartición, gracias a la gruesa cuña política que lo había llevado hasta ahí, siendo que no tenía más capacidad para el trabajo que ser el cuñado de.

Los brasileros fueron saliendo con cara de veinteañeros, pese a que se los notaba en los cuarenta y pico. Los gestos eran inequívocos. Los tipos querían joda. Me di cuenta antes de hablar con el líder, un tal Marquinhos, y de que me dijera cuál era el city tour que querían. Dijo que ellos les habían dicho a sus respectivas mujeres que iban a visitar los casinos y que habían contratado la camioneta porque calculaban que iban a chupar bastante y de esa manera lo podrían hacer tranquilos. Explicó que esa era la versión oficial. Agregó que querían saber “la verdad de la noche”, frase que, mirada fuera de contexto, suena como a título de novela policial. En ese momento, le hice un gesto interrogativo al brasilero. Me explicó que el glamur no les importaba. Que para eso se hubieran quedado en São Paulo, que ahí había más y mejor. Y que lo que les pasaba a ellos era que meterse en el bajo mundo paulista tenía demasiados riesgos para unos padres de familia de clase media. Me pregunté si querrían hacer un recorrido a vuelo de pájaro o si les interesaría visitar algún lugar en profundidad. Decidí no preguntárselos.

Le comenté a Vasil lo que querían los muchachos.

—¿Los llevaremos a los quecos? —pregunté, como sugiriendo.

—Tú mandas, mijo —dijo, con el mate yendo hacia la boca.

Y enfilamos rumbo al barrio donde están todos, o casi todos. Fuimos derecho, con unas pocas cuadras para que yo me diera el gusto de hacer un minidiscurso introductorio como imaginaba que debían hacer los guías turísticos. Expliqué, en el mejor portugués del que fui capaz, que Maldonado gozaba de la mejor escena prostibularia del país, gracias a una única combinación del popular y pueblerino “quilombo” y las casas más refinadas, cuya existencia era claramente propiciada por el turismo internacional. La última parte de la oración anterior se vio interrumpida por las miradas de extrañeza de nuestros pasajeros, que preguntaron qué podían tener que ver las comunidades de africanos escapados en Brasil y su líder Zumbi con los puteros locales. Imagino que deben haberse llevado una interesante opinión del guía, que les explicó cómo la palabra había migrado conservando solamente su carga peyorativa, la cual se preservaría más tarde cuando, en vez de la organizada actividad sexual, pasó a significar lío o desorden. Temí aburrirlos, así que hice una rápida transición hacia lo visual. Les señalé las luces rojas, esas que parecen unos baldes de playa mirando hacia abajo con una lamparita adentro. Dije algo así como que eran las puertas del templo del placer. Un lugar común. Bajamos.

Para mi sorpresa, entraron como quien entra a un museo. Me quedó la imagen de uno de ellos que tenía las manos atrás del cuerpo, con gesto de mayordomo inglés. Las muchachas hacían lo suyo, pero los tipos ni se inmutaban. A lo sumo hacían algún comentario en voz baja, como quien mira por primera y última vez un cuadro que no conocía, no entiende y olvidará. Había pensado que era una apuesta segura, pero en quince o veinte minutos estaban todos en la entrada con actitud de turista que quiere ir al próximo paseo a ver si lo divierte más que el que están dejando. Pensé en lo que había hablado con su delegado y resolví sacarlos a dar una caminata por el barrio.

Así, fuimos entrando sucesivamente en los establecimientos de la cuadra y de la manzana, donde apenas si mostraron mínimos gestos de interés, por lo que resolví redoblar la apuesta y los guie hacia Aparicio Saravia, donde la iluminación empeoraba pareja en proporción directa con la calidad de los productos ofrecidos. Llegamos hasta la esquina del Hípico y dimos la vuelta hasta la rotonda de la Ancap, donde tomamos las últimas cuadras del circuito para enfilar de nuevo rumbo a donde habíamos dejado a Vasil tomando mate en la camioneta. Escuché comentarios que me hicieron pensar que nuestros clientes estaban desconformes. Noté que esperaban algo mucho más truculento.

Cuando volvimos, vi que Vasil conversaba con un vago bulto femenino que se había arrimado a la puerta, mientras mantenía una indiferencia que no sé si sería fingida y chupaba el mate. Saludé sin enterarme nunca de qué se trataba.

—Che, Vasil, ¿pa’ dónde los podemos llevar a estos tipos? Parece que no se les mueve un pelo con nada.

—Y... acá a las cortas la única que nos queda es el comité...

Hay cosas que se escuchan a la pasada y quedan ahí, como los cascotes que terminan enterrados en el lugar donde después va el pasto cuando se ha construido una casa. Entonces uno va y los descubre cuando está haciendo el pozo para plantar el arbolito, cuando se te presentan dos opciones. Una es quedarse ahí, sin sacar la piedra que te tranca, y encontrarle una vuelta para que el arbolito quede plantado de cualquier modo. La otra es, como puede adivinar cualquiera con imaginación, espíritu emprendedor o las dos cosas juntas, terminar por darlo vuelta todo y olvidarse por completo de lo que uno iba a hacer porque se dedicó a seguir el contorno ignoto de la piedra inexplicablemente grande y ver si la puede sacar, y si lo hizo, descubrir lo que hay abajo o, por lo menos, el agujero que quedó donde uno suponía la existencia de mera tierra. Hay cosas que uno oye y les percibe más el carácter folclórico que la posible verdad, sobre todo cuando quien las ha dicho es un tipo propenso al adorno verbal, que les pone boina y vino tinto a todas las palabras, un barniz constante que las enlentece y les da un relieve que difumina el posible referente. Pero eso es seguro que no sucede con Vasil, para quien las palabras son rótulos en el mueble donde se guardan repuestos de camión. No habla al pedo, y si te cuenta una historia es posta. Nada de adornos. Podría decir sin miedo a meter la pata que, la mayor parte de las veces, te la hace vivir. De hecho así fue lo del comité, que lo conocí nadando en el desconcierto, antes de saberle la historia, pero, como soy menos didáctico que mi amigo, voy a contar la historia primero.

A mí me había desconcertado un poco ese lugar una vez que entré al estacionamiento del supermercado que está en frente. Escuché los cantos a coro y me dije que qué cosa, cómo proliferaban esas iglesias. Las había visto surgir como hongos en cualquier lugar en el que se pudiera disponer una suerte de altar y un auditorio. Una casa vieja, un garaje, eso sin mencionar los antiguos cines o supermercados. Esa vez eran como las ocho de la tarde en verano. Venía de la playa y tenía que comprar algo. Escuché los cantos cuando entraba al supermercado y vi la pintura de la fachada cuando salía. Lo más llamativo es que decía “Socialistas 90”, en clara alusión a los anteriores ocupantes del local. Debo haber sonreído —alguna gente me ha dicho que a veces me río solo por la calle—, pero del lado de adentro de la cabeza lo que se dibujó fue un signo de interrogación, que vino a enderezar con las pinzas de la verdad el conocimiento de las catacumbas aquella noche y el relato de mi amigo, que se encargó de explicarme, por ejemplo, por qué meses más tarde el local ya no tenía una iglesia y sí, de vuelta, un comité del Frente, aunque de otra lista, si bien no se molestaron en repintar los carteles. Cualquier propagandista podría cuestionar la eficiencia de una situación así, pero obviamente los publicistas no son del interior y no entienden nada. Tampoco saben lo que me contó Vasil, ni lo que vi. Me dijo que el local tenía dueño, pero que no se identificaba quién era. Estaba a nombre de una asociación civil sin fines de lucro. Contó que, cuando circularon rumores, estos hablaban de vínculos oscuros con los masones o los rosacruces, pero que se trataba de la patraña más ubicua cuando había algo que los giles de siempre ignoraban algo y querían evitar admitirlo. Explicó que sabía de la organización porque él pertenecía por línea paterna a ella, aunque no fuera de sus miembros más activos, y que todo estaba tapado, además de por el secretismo natural, por la carencia notoria de gente de Maldonado en Maldonado, donde la mayoría somos de otras partes. Estaban pensando en cambiar algunas de las normas para la transmisión del conocimiento a causa de esa situación demográfica y —me lo dijo como al pasar— él estaba pensando en mí para pasarme la posta. No se sabía con exactitud cuándo se había formado, pero sí por qué. Las actas al parecer eran premeditadamente deficientes. La razón de alquilar el local era financiar las actividades. Y, muchas veces, ni siquiera era alquilado sino llenado artificiosamente por los integrantes como modo de no llamar la atención. Había sido una iglesia porque era muy común que surgieran esos templos. Era comité en todas las elecciones, habían estado todos los partidos políticos, excepto el Independiente porque sí habría sido llamativo: siempre elegían un comité del partido que más cantidad de locales tuviera, lo cual se convertía en un indicador que bien podía usarse para saber quién sería el ganador de la elección, cosa que los integrantes sabían de otras maneras. En la época de los milicos hubo boutique, panadería, florería y hasta carnicería, y también fue un quiosco de revistas que canjeaba historietas. El local es, como ya cualquiera se imagina, una tapadera. Porque en el patio, sorprendentemente grande, hay una puerta cuya llave no se entrega a los inquilinos y a la que se accede por una entrada secundaria que tampoco usan los que ocasionalmente tienen el local. Por allí se ingresa a unas escaleras que bajan. Y, por ellas, a un túnel húmedo con paredes hechas de unas piedras que hoy no se encuentran.

Cuando olí y toqué, recordé las palabras ceremoniosas del que hacía los cuentos de los túneles de Maldonado. Y empecé a saber que ahí adentro había otras cosas. Me parece que a Vasil le importaba una mierda complacer a los turistas brasileros y que, en realidad, pensó que ellos se olvidarían del detalle, que no sabrían a ciencia cierta qué habían visto o no se animarían a contarlo pero que a mí me iba a cambiar la vida saber qué o quién se encontraba ahí. Después de haber entrado, puedo decir que la historia de cuando construimos el Dancing Pamelita con costaneros entre todos es un poroto.