En una esquina de Belgrano R, donde los árboles no están taponados por el caos de la ciudad, vive —¿quién lo diría?— la persona que conectó a Argentina con el punk. A los 74 años, Juan Carlos Kreimer, pelo blanco y anteojos redondos a lo John Lennon, es un hueso duro de roer. Soportó un infarto silencioso y los rayos X de una pequeña quimioterapia. También sobrevivió a los recitales de los Sex Pistols en Londres, a hacer la primera revista de espiritualidad de Latinoamérica (Uno Mismo), cuando todavía referirse a espiritualidad era motivo de brote psicótico o esotérico, y a una larga estadía en Búzios en la que no quedó una caipiriña sin tomar.

Kreimer es historia viva de la contracultura. Un hombre de ningún lado que hoy camina para comprar el pan y anda en bicicleta, pero al rebobinar su película se lo ve instalando (antes que nadie) la palabra influencer. Se fue de una punta a la otra. Primero explicó qué era ser punk —su libro Punk: la muerte joven fue el primero en abordar el tema en español—, después de qué se trataba la meditación —e hizo un Krishnamurti apto para todo público—, y puso en cuestión el modelo de masculinidad patriarcal que terminó impreso en el psiquismo del género por una estructura educativa que hace varios años atrás parecía inquebrantable.

Las esquirlas de esa contracultura que desprendían sus acciones a mediados de los 70 no le caían bien ni a la derecha ni a la izquierda. Y si bien su huida del país no fue un exilio forzado, la incomprensión del binarismo dominante no le ofreció alternativas. “Los roqueros éramos molestos no sólo para el sistema sino también para la gente de izquierda. Los confrontábamos mucho. Les decíamos que los estaban usando y que no se daban cuenta y nos tildaban de hippies, drogadictos, nihilistas”, cuenta Kreimer sentado en uno de los ambientes de la casa a la que acaba de mudarse —todavía hay cajas sin desembalar—, donde una biblioteca revela su pasión por la reflexión. A sus espaldas, una ventana abierta de par en par muestra las calles Melián y Sucre.

Hoy el hombre de ningún lado no para. La editorial Interzona le publicó un libro en el que narra por primera vez aspectos perdidos de su vida. Los textos fueron reunidos bajo el nombre de Prosa caníbal, pero ya iremos a eso. Y el año pasado editó, junto con Pil Trafa (cantante de Los Violadores), Más allá del bien y del punk, un libro de conversaciones que hace una reconstrucción de la movida en Argentina y de los distintos contextos políticos que la acompañaron.

En 1976, tras cobrar una indemnización del diario La Opinión, Kreimer se fue de Argentina y emprendió un viaje con legado beatnik. Su primer destino: Francia. Se enroló en un grupo de estudio de Guy Debord, Spont’Act, e hicieron intervenciones por toda la ciudad. Fueron a la embajada argentina y dejaron grabadas sus siluetas en el asfalto, como muestra del horror que se vivía en el país que gobernaba María Estela Martínez de Perón. “Otra vuelta salimos a la calle, fuimos al subte con unos espejos y le decíamos a la gente que se mirara la cara de oveja que tenía cuando volvía del trabajo. Eran todas movidas que confrontaban a la gente”, cuenta ahora con tono de confrontador incansable.

Cuando terminó su estadía en el país del Mayo francés recaló en Inglaterra. Gracias a su vínculo con los situacionistas tiene tema de conversación cuando va a visitar a Malcolm McLaren, el notorio mánager de los Sex Pistols. “Haber estado en ese grupo me benefició porque se pensó que era importante dentro del equipo de Debord”. Se hicieron amigos. Su economía no era la mejor. Hizo colas para barrer salones. Trabajó de acomodador en un teatro y lavando platos. Vivió en un hotel y en piezas de casas de familia.

La desesperación se combinó de forma perfecta con la escritura y mandó una novelita a la editorial española Bruguera, pero se la rechazaron por su tono desesperanzador; a cambio, le pidieron que escribiera un libro que contara qué estaba pasando en la música de la época. Así nació Punk, la muerte joven. “Me había prometido no escribir más sobre rock, pero estaba en la lona y me hicieron una oferta interesante. Era la primera vez que me contrataban para hacer un libro”, revela.

En menos de un mes Kreimer se convirtió en un antropólogo que supo meterse en el territorio donde estaba naciendo la semilla del no future. Tomó nota de todo lo que escuchaba entre el público, habló con los jóvenes del momento y terminó sacando una radiografía completa del movimiento punk, que incluyó aciertos y contradicciones. Este trabajo lo llevó a cursar de forma acelerada las materias completas de una tendencia que terminó siendo un caballito de batalla de la industria. “Los Sex Pistols eran medio bobos. Se dejaban usar porque Malcolm les había metido muchas cosas en la cabeza. Años después, leyendo la biografía de Johnny Rotten, me di cuenta de que fue una pena que no haya dicho todas las cosas que cuenta en ese entonces. Parece un chico piola”.

Sí, se codeó con todos, desde la banda de Rotten hasta los Siouxsie and the Banshees, y se dio el gusto de entrevistar a una de las artistas que más le partieron la cabeza: Patti Smith. “Era la más literaria. Ese día tenía un libro de Ronald Laing, un antipsiquiatra. Había trabajado en una librería y sabía mucho de libros. No fue un reportaje de rock, fue medio caótico. Sus canciones me daban vuelta. No sólo por la lírica. No era buena cantante, pero tenía una polenta... No encontré ninguna otra mina así, con actitud poética, militante de la causa”, recuerda Kreimer de aquel encuentro con la cantante y poeta estadounidense que terminó publicando en la revista española Vibraciones.

Era 1982. El beatnik que se había paseado por todos los suburbios ingleses decidió cambiar de traje, y fue por algo que describe como “la higiénica”. “Cuando regresé a la Argentina ya no me interesaba el punk. Fui a ver a Los Violadores, pero ya estaba en otra. Estaba buscando la espiritualidad y limpiarme de toda la mierda que me había metido”, explica Kreimer. Tiempo después nació la revista Uno Mismo, y en esas páginas entregó todo. La escritura, la corrección y la logística, todo para y por él. Pero así como empezó, su motor después dijo “basta” con la ayuda de Sai Baba. “La revista se me había escapado de las manos. Se había vuelto un catálogo de servicios: tenía más avisos que notas, era un supermercado espiritual. No podía hacer nada porque con esos avisos nos pagaban el sueldo”, dice, ofuscado con el destino comercial que había tomado su emprendimiento. “Hasta que un día, en la redacción, en una especie de arcada que había, lo vi a Sai Baba. Se me presentó como si fuese un holograma y me dijo: ‘Te tenés que ir de acá, ya cumpliste tu tarea’”, recuerda de aquella visita del gurú de la India.

Kreimer es un presidiario de la palabra escrita y un emprendedor de proyectos que lo tienen a él como instrumento para comunicar. Trabajó en distintos diarios y revistas, además de que formó una propia, y se educó por fuera de las instituciones. “Vos podés ir por la calle y solamente ver los coches, pero yo entraba en las librerías. Iba al Lorraine y me veía todos los ciclos de [Jean-Luc] Godard. Iba al Lorca y estaba en las revistas literarias. En aquella época siempre había un libro debajo de la axila”, dice, y parece hacerse a un lado de la palabra data. “Actualmente hay mucha gente que tiene un montón de data y de información, pero conocer es cuando leés algo. Lo otro es saber qué autor hizo tal o cual película o escribió tal o cual libro. Tener el conocimiento es cuando viste la película y la analizaste bien para saber qué es lo subyacente de eso”, explica.

—¿Cómo te reconocés: periodista o escritor?

—Desde que leí El extranjero, de [Albert] Camus, Moby-Dick o El cazador oculto, siempre quise ser novelista. Ser comunicador era mi modus vivendi; ahora, si me decían ‘te damos una beca’ y me preguntaban qué quería hacer decía ‘escribir una novela’. Esa ansia me llevó a ser culto.

El hombre de ningún lado siguió sus impulsos de escritor y la libertad de su marginalidad, de poder entrar y salir de donde fuera en cualquier momento, le dio soltura a una escritura que se materializó en novelas, ensayos, artículos, en dirigir una colección de libros “para principiantes”. Sin verse atrapado en ninguna etiqueta, hace poco publicó un libro que transgrede todas las trampas genéricas: Prosa caníbal es su título y en la portada una cara con dos lápices como colmillos retrata la anatomía de Kreimer, un cazador de historias. Ahí está el ansia de escribirlo todo. Diarios, cuentos sin terminar, charlas con Olga Orozco, las redacciones con Antonio Di Benedetto y Tomás Eloy Martínez. Su amistad con Miguel Grinberg —otra historia viva de la contracultura—, sus amores, su aventura con Dioni, la empleada doméstica que lo cuidaba y se lo cogía, los talleres literarios con Juan Forn y Guillermo Saccomanno. “Miro el mundo a través de lo que escribo. Sólo así puedo soportarlo”, se lee sobre el final de uno de los capítulos.

Ya no hay reflexión sobre lo que escribe. No hay búsqueda por ser alguien. No hay escritor. Hay un hombre que escribe por necesidad. Que le sangran los dedos. Hay un ser que se deshace de las formas y los textos resultadistas. Hay una persona sentada en el living de su casa, cruzada de piernas, que mira para atrás y no se enferma de nostalgia, que tiene más libros, proyectos a medio terminar, talleres y cursos de escritura en una fundación. “Nadie me quita el goce de la escritura. No lo hago por mi ego ni para figurar. No vivo de esto”.

Hay una leyenda viva, un pionero contracultural, un sobreviviente a todo, que, para la gente de Belgrano R, es simplemente otro vecino con su bolsita de pan.