Si tales experiencias no son percepciones genuinas o verídicas de una cosa real “fuera” de la mente, entonces deben producirse enteramente dentro de la mente (o del cerebro); tramadas de manera artificial, pero lo suficientemente próximas a la realidad como para confundir a la propia mente que las inventó.

Daniel Dennett, La conciencia explicada

Dicen que en la vida todo se conecta en una gran red de causas y consecuencias coherentes, previsibles. Ante una acción, un efecto. Yo no creo que sea así. Creo que la vida es un caos sin sentido; que cada acción dispara infinitas posibilidades y, adivinan bien, siempre, por mala suerte o falta de inteligencia, desembocamos en la menos esperada. Por eso, cuando hace unos días, mientras regresaba a casa caminando por Avenida del Libertador y la llovizna tenaz se iba filtrando por cada hebra de mi ropa, metí las manos en los bolsillos de mi pantalón y encontré un encendedor, supe que esa red estaba a punto de amargarme el día.

De los objetos que podría haber en mis bolsillos (llaves, monedas, caramelos, gomitas para el pelo, tarjeta de crédito, tarjeta de bus, documento de identidad, carnet de la biblioteca, ticket de supermercado, boletos, pañuelos descartables, alguna dirección en un papel, el celular), el menos viable sería un encendedor. No tiene razón su existencia en ese lugar, no para mí. No tiene cabida alguna en mi pequeño universo de muchas cosas que podrían entrar en mis bolsillos. Quedé entonces parada en una esquina. Veía que el semáforo no me permitía cruzar y que incontables vehículos avanzaban frente a mí. Miraba a la vez el encendedor en la palma de mi mano izquierda como si sondeara el infinito; un encendedor negro, pequeño, sin marca. Un objeto ajeno que por algún excepcional accidente se depositó, no sé ni nadie sabrá cómo, en mi bolsillo. Giré a la derecha y vi que ahí el semáforo me permitía cruzar una de las calles que desembocaban en la avenida. Sin pensarlo, atravesé esa, vacía. Un temblor parecido a un escalofrío comenzó a agitar mi respiración. Había una estación de gasolina en la esquina. Algunos autos salían de allí, así que me detuve en la vereda, cerrando los ojos con una pesadumbre nueva, desconcertante, esperando que pasaran. Conservaba bien apretado en mi mano el objeto extraño. Estas situaciones insólitas despiertan recuerdos persistentes capaces de causarme los peores malestares. Siempre son los mismos. Cruzo la calle desde mi puerta a la casa de mi vecina. Un gatito quiere jugar conmigo y me sigue. Cuando toco el timbre de mi vecina lo veo cruzando la calle. A la madre de mi vecina no le gustan los gatos. Es verano. El calor intenso se siente de este lado. Le grito al gato que se vaya a casa; lo quiero espantar con un gesto. Se detiene, temeroso. Pasa una moto. Lo pisa. Odio a mi vecina, odio a su familia y me odio a mí misma también. Escucho el chillido de un cerdo. Un grito casi humano, terrible. Alguien le corta el cuello y me invita a mirar. Lo veo pataleando, luchando por vivir sobre una mesa de piedra. Un vecino dispara chumbos a los pájaros. A veces baja a los pichones de sus nidos y los aplasta despacio con sus pies. El crujido de la muerte es desgarrador.

Un bocinazo me devolvió al presente. Tuve que avanzar porque impedía que un automóvil entrara en el local de venta de nafta. Caminé con lentitud, intentando no apurarme demasiado, como para molestar al conductor, quien, por cierto, siguió con sus bocinazos. Esos recuerdos, repulsivos, tétricos, logran hacerme llorar a veces. Son peores que lo que puedo llegar a describir a través del lenguaje. Creo que la palabra que debería utilizar es inenarrables, pero ni siquiera esa se aproxima al concepto. Me pregunto qué hace que exista gente capaz de tanta crueldad. Fue en ese momento, a la vez que me volvía para mirar el rostro del hombre de los bocinazos y discurría entre estas nimiedades del pasado, que la vi. Era una casa gigantesca, antigua, monstruosa. Diría que era una casa imposible. Quedé paralizada, perpleja. Miré el nombre de la calle; observé la esquina por donde había cruzado hasta allí. Unos veinte metros me separaban de la avenida por la que había transitado cientos de veces en mi vida; nunca había visto esta casa ni la calle donde ahora estaba. La examiné como quien ve finalmente aquello que sabía que se avecinaba: con la quietud resignada e imperturbable de la sorpresa a medias. Consideré que tal vez había quedado parada en una especie de límite entre dos mundos.

El encendedor seguía en mi mano izquierda. Lo miré una última vez y lo dejé en un cesto de basura sobre la vereda. Tenía mi teléfono celular en un bolsillo anterior del pantalón, así que lo preparé para tomar una fotografía de la casa. Era una mole sobre cuya puerta central, la más alta, se veía una inscripción en la piedra: “Fundada en 1901”. Debajo de esta había algo más escrito en letras pequeñas. El resto de la fachada estaba totalmente cubierto por azulejos con figuras romboides en colores lila y bordeaux. Eran rombos concéntricos que alternaban uno y otro color, dando la ilusión óptica de desprenderse de la pared. En el centro de cada uno de ellos un diminuto círculo negro, parecido a una pupila inmóvil, rompía con la simetría monótona y lineal, y parecían puntas que iban a atacar los ojos del observador. Puertas y ventanas estaban sobre la calle; no había vereda, por lo que cualquiera que quisiera entrar o salir debía mirar muy bien el peligro.

—Este lugar, esta casa, esta calle, esta circunstancia no existen.

Algún gesto raro hice o dije todo eso en voz muy elevada, porque un conductor desaceleró frente a mí y entrecerró sus ojos como para verme mejor. Cuando levanté el celular para tomar una fotografía se fue apurado, quizá temiendo aparecer en ella. Era tan ancha la construcción que opté por tomar una de esas fotos panorámicas para poder abarcarla. Toda ella causaba estupor e incomodidad. Regresé hasta la esquina observando la fotografía. Cuando crucé la calle y quise contemplar la construcción de lejos, ya no la vi más.

A veces todo se embrolla en segundos. Ya lo dije: el universo no tiene un orden lógico previsto. Agrego que tampoco tiene una finalidad. Lo bello de cerca es desazón. Lo que nos mantiene ilusos se esfuma. El aire mata. Quedé estupefacta porque fui consciente de que había alucinado ese lugar y sentí un terror profundo que soy incapaz de explicar en un relato.

Miré hacia allí, e intentando cambiar de ángulo di pasos confusos buscando una perspectiva mejor. La llovizna había cesado y un vaho caliente empezaba a subir desde el asfalto húmedo. Sin entender cómo, desperté sentada en la vereda, rodeada de personas que querían incorporarme mientras me sujetaban de los brazos. Me toqué la nuca; sentía un fuerte dolor allí. Cuatro o cinco voces me explicaban a la vez que me había acercado hasta el borde de la vereda y me había desvanecido, en una especie de convulsión repentina. Una vez leí que las personas epilépticas cuando se les estimula la parte del cerebro que almacena recuerdos pueden reconstruir la memoria de las alucinaciones de toda índole (visual, olfativa, auditiva, táctil) que han tenido durante esos ataques. Tal vez sean memorias implantadas por una enfermedad, sin relación aparente con la situación real del individuo. Me preguntaba si estaría enferma y si los delirios serían una advertencia. Pensaba en esto a la vez que las personas que me rodeaban se iban dispersando. Quedaron dos que insistían en llamar a una ambulancia o un taxi. Les agradecí sinceramente. Tendemos a creer que si nos ocurre algo nadie nos ayudará; no obstante, ahí estaba, con dos extraños que hacían esfuerzos por socorrerme. Cuando nos despedimos, uno de ellos, una señora de baja estatura y con una bolsa de esas que aquí llaman “chismosa” colgada en su antebrazo me alcanzó mi celular, que se había quedado en el suelo tras la caída. La pantalla estaba algo sucia y rayada. No podía esperar menos con un golpe así. Lo limpié con la palma de mi mano derecha y lo froté luego por mi pecho con suavidad. La mujer me miraba fijamente. Reparé en su peinado; el cabello gris, corto y con ondas tenía un tul de esos con encaje adornándolo. Su saco de paño y sus zapatos parecían sacados de una película de los cincuenta. Se despidió molesta por mi negativa a recibir más ayuda. Me resultó increíble no poder imaginarme su edad. El hombre que aún estaba parado junto a nosotras, irritado, le dijo algo, y se retiraron ambos ofendidos. Él aparentaba ser unos años menor y vestía un traje demasiado ancho que ni siquiera parecía ser de su talle.

—Bueno, estoy alucinando, sin dudas.

Todavía frotando mi nuca como para aliviar el dolor, crucé rumbo a donde debería estar ubicada la casona. Desde la misma estación de antes pude observar que allí no había nada más que un par de casitas con grandes patios frontales y un predio abandonado, repleto de basura, como todos los que hay en la ciudad. No sé si estaría decepcionada o aliviada, pero durante un rato, con mis manos apoyadas en las caderas, estudié ese panorama triste y descuidado. Decidí irme a casa de una vez. Comencé a andar y metí las manos en los bolsillos mientras miraba la vereda pensando en lo que me había ocurrido. Palpé entonces, con mi mano izquierda y un desconcierto aterrador, el encendedor, nuevamente. Un fuerte bocinazo me hizo saltar. El hombre que antes había huido de mi fotografía pasaba frente a mí, alertándome porque estaba cruzando la calle sin fijarme en nada a mi alrededor. Se llevó un índice a un párpado inferior y con sus labios pronunció lentamente y sin emitir sonido la palabra ojito. Llevaba puesto un sombrero trilby y su auto era un Chevrolet bastante viejo, aunque bien conservado. Deduje que él no tenía idea de lo ridículo que se veía. Calculé que viviría en esa cuadra. Tal vez fuera un actor o un músico de jazz y estuviera disfrazado para algún espectáculo. Alertada por su gesto, giré sobre mis pasos para subir la vereda. De pronto el mundo se detuvo con mi respiración. La casa imposible estaba ahí otra vez.

Supongo que la curiosidad es un deseo altamente perjudicial para cualquier ser vivo, pero no pude evitar cruzar y pararme en el primer escalón de la puerta principal. Me quedaban cuatro más para llegar y tocarla; los balcones permanecían cerrados. Mientras ascendía, evaluaba la causa y pertinencia de lo que estaba haciendo, pero todo era demasiado extraordinario como para dejarlo pasar. Llegué a la aldaba y, cuando la toqué, me di cuenta de que tenía la forma de un uróboros; la sostuve un momento antes de golpear. Cerré los ojos y sentí el peso del bronce entre mis dedos. “Es real”, me dije, mientras palpaba las escamas del diseño con mis yemas. “Es real”, y la solté con suavidad. Empecé a descender de espaldas a la calle. Me fui corriendo hasta la esquina. Recordé la fotografía que había tomado hacía un rato y la busqué en mi celular. Allí estaba, imposible y nítida, esa casa. Cuando quise volver a mirarla desde la esquina, había desaparecido otra vez. Agrandé un poco la imagen, como para leer qué decía la inscripción en la piedra bajo la fecha. Un muchacho pasó delante de mí sobre una patineta eléctrica. Llevaba un morral con un parlante que lanzaba una canción muy molesta a todo volumen. En ese instante me mareé e intenté agacharme, previendo que iba a desmayarme. Cuando desperté estaba en la cama de un hospital. Había una enfermera preparando algo sobre una mesa. Le pregunté cómo había llegado hasta ahí, si tenía algo grave. Un dolor penetrante cruzaba mi cabeza desde la frente hasta la nuca. Apreté fuerte los ojos, quise descansar en la almohada, pero un chillido familiar me hizo incorporarme violentamente.

—¡Es un cerdo, eso es el sonido de un cerdo, lo están matando! —grité horrorizada, mientras que la mujer me miraba con idéntico semblante. Salió en busca de ayuda y yo seguía bramando espantada. Entró seguida de otro enfermero. Intentaban calmarme, pero yo saltaba y me movía por toda la habitación arrojándoles lo que encontraba a mi alcance. No quería entender razones. De pronto, por una ventana vi la estación de gasolina por donde había estado caminando antes. Me llevé ambas manos a la boca y me derrumbé en el suelo. Ellos me levantaron a la fuerza. Me subieron hasta la cama y me cubrieron con unas mantas. Asustada, les explicaba que no entendía qué hacía allí o qué me había pasado. No lograba percibir el sentido de sus palabras y las mías salían a su vez avasallantes, sin ser comprendidas. Recordé que el tío de un amigo había tenido un tumor en el cerebro que le impedía comunicarse con normalidad. Solíamos burlarnos mucho porque ese hombre había estado casi toda su vida de misionero jesuita en una colonia francesa en África y cuando sus compañeros de congregación lo visitaban, en lugar de decirles cristianos les llamaba cretinos. A Dios, mientras oraban, le llamaba dudas; a Jesús, Judas. Aquellos camaradas se escandalizaban, mientras nosotros reíamos hasta el llanto o la asfixia. Veíamos su rostro desconcertado ante las reacciones, hasta que un día, cansado de no poder controlar las palabras, con el bochorno de saber que algo no estaba haciendo bien, dejó de hablar para siempre. Juzgué en el fondo de mi mente que tal vez era eso lo que me ocurría. Era posible que delirara y no pudiera comunicarme. Así que me dejé acostar en silencio, intentando calmarme.

Me hundí repetidas veces en una ilusión que iba de la profundidad de la cama a la esquina de la calle, donde veía una y otra vez a los rostros de ese día en que todo se enmarañó. Hasta que, con los ojos cerrados, detenida ante la puerta, con la aldaba entre mis dedos, abrí los ojos otra vez. Pude ver la gigantesca fachada; sentí vértigo al levantar la vista y notar la inmensidad de sus paredes. Vi sobre el dintel una fecha tallada que sobresalía en la piedra con un viejo letrero que tenía el nombre de un médico. Más abajo aún decía algo como “Colonia de alienados”. Creo que resbalé y caí por las escaleras cuando quise dar un paso atrás. Los recuerdos se tornan sumamente confusos y los rostros aparecen observándome sobre mi cabeza en la cama de la habitación de hospital. Por momentos he querido convencerme de que todo lo que ha estado aconteciendo es una especie de pesadilla. Una ilusión creada por mi mente. Maldije a Berkeley y sus ideas estúpidas sobre la realidad en un ataque de risa que creo que fue mal interpretado, porque desperté sujeta a la cama con cintos de seguridad que me impedían moverme. Tal vez haya blasfemado un poco contra Kant, también. Ese recuerdo es menos nítido, pero de todas maneras esta gente no entiende lo que digo, y si fuera una creación de mi mente podría, por ejemplo, evitar sentir el dolor de las agujas en mis venas o quitarme esta migraña punzante que me hace gemir.

Me han inyectado fuertes sedantes en las últimas horas; sin embargo, el dolor en mi cuerpo persiste y ya no tengo fuerzas para moverme. Un rostro conocido se acercó mucho al mío. Es la mujer del tul que me alcanzó el celular en la calle. La miro a los ojos y le sonrío. Ella le habla a alguien que está a la izquierda de la cama. Es el hombre que la acompañaba antes. Ahora están los dos de blanco y parecen médicos. Me muestran el celular. Intuyo que me preguntan algo y se lo pasan de un lado a otro, como si no entendieran qué es o cómo funciona. Vuelven a colocarlo frente a mi cara, intentando que diga algo, aunque sólo balbuceo. Otro hombre de traje con un trilby en sus manos se sienta a los pies de la cama y me habla. No distingo idioma en sus palabras. La mujer le alcanza el encendedor y él lo observa abatido; girando la rueda, logra hacer salir una llamita que deja apagar al instante. Sacude la cabeza, negando, rendido, consternado. Me ve con unos ojos infantiles e incrédulos, de la misma manera que, con seguridad, yo los miro a ellos. Ya no quiero saber si esto es real o no. Escucho un chillido agudo que va creciendo en mi cabeza. Cierro los ojos y me dejo llevar.