En un país de mayoría musulmana, los cristianos coptos aseguran ser los habitantes originales de la tierra bañada por el Nilo. A fin de cuentas, copto significa “egipcio”. Sus iglesias, sus ritos, la amenaza de la violencia y la ubicuidad del polvo que llega del desierto en un viaje al corazón de la ciudad del Señor de los Dragones.

Escala previa en Jerusalén, Santo Sepulcro. La iglesia, que en verdad es un racimo de iglesias —adosadas unas a otras desde la época de los cruzados—, está envuelta en el humo del incienso y el olor de los aceites rituales. Un rumor de voces mezcla los rezos con multitud de conversaciones amortiguadas. Todos los sentidos están puestos en juego. La vista rebota desde los peregrinos católicos, que van trepando la estación del calvario, hasta los que bajan al altar subterráneo de los armenios. Después se detiene un buen rato en los ortodoxos rusos que esperan para entrar a la que se cree que es la tumba de Cristo. La mayoría son mujeres. Bellezas de Sebastopol con los rostros enmarcados en pañuelos que se han puesto para entrar con recato a lo sagrado. Las iluminan delgadas velas encendidas que resaltan sus rasgos a la manera de Tarkovski. Sus novios, amigos o hermanos las acompañan pesadamente, aburridos y en bermudas. Hace tanto calor que el gusto se flagela con la sal de la transpiración que rezuma y se cuela en la boca. La piedra donde se dice que se preparó el cuerpo recién bajado de la cruz brilla lustrada por los fieles que se abalanzan sobre ella en un éxtasis místico: dan ganas de saciar la sed en su espejismo de enorme barra de hielo achatada.

En medio de todo, llega el reclamo del tacto. Acuclillado, un monje, o alguien que parece ser un monje, llama al visitante que deambula por su cuenta.

—¿Quiere tocar la piedra donde Cristo apoyó la cabeza? —pregunta, y por unas monedas permite entrar a una capilla en la que apenas cabe una persona agachada. Hay un altarcito y un hueco. Por ahí se puede meter la mano y tocar algo que podría ser piedra. Es la parte trasera del Santo Sepulcro. En el complicado reparto de ese racimo de iglesias de Jerusalén, las confesiones con más fieles obtuvieron la mejor tajada. Católicos franciscanos, armenios y griegos ortodoxos son los dominantes. El equilibrio entre los tres es precario, al punto que cuando se cierra la puerta, al final del día, las llaves las tiene una familia musulmana, se dice que para evitar que una confesión ocupe ilegalmente las capillas de otra, como alguna vez ha ocurrido.

Los coptos, siríacos y etíopes ortodoxos juegan en una liga menor, aunque también han tenido sus problemas. El más reciente fue en octubre del año pasado, cuando el techo de la capilla que desde hace siglos se disputan coptos y etíopes ortodoxos tuvo un derrumbe parcial. Dado que ni unos ni otros aceptaban hacerse responsables de la reparación, Israel intervino de facto, lo que originó fotogénicas sentadas de monjes intentando impedir el ingreso de los restauradores. En todo caso, a los coptos les ha ido mejor que a los etíopes ortodoxos, a quienes les tocó la azotea; los coptos al menos tienen la capilla del cielorraso derrumbado y ese hueco desde el que se puede palpar lo que creen divino.

El destino de la huida

Pese a lo modesto de su presencia en Jerusalén, la Iglesia copta tiene 65 millones de fieles en todo el mundo. Aunque la mayor parte está en Etiopía (no confundir a estos etíopes coptos con aquellos etíopes ortodoxos de Jerusalén), el “Vaticano copto” es Egipto, donde tiene incluso su propio papa.

En el origen está la leyenda que los niños occidentales recrean cada 6 de enero. Cuando los magos de Oriente iban siguiendo la estrella que anunciaba el lugar del nacimiento de su mesías, fueron recibidos por el monarca de Jerusalén. En el banquete hablaron de más. No dijeron el lugar exacto del parto, pero la información quedó vibrando en las paredes del palacio. El rey Herodes no quiso arriesgarse a coexistir con otro rey, ni siquiera con uno ajeno al trono de este mundo, así que mandó matar a todos los niños menores de dos años.Al parecer a ese dios no le importaban demasiado los hijos de los demás, así que en vez de detener a Herodes, como hubiera hecho una divinidad seria, como Zeus o Poseidón, el dios cristiano envió a un ángel con un soplo para José, el tutor del recién nacido. De ese modo, la llamada “sagrada familia” pudo escapar a tiempo, en dirección a Egipto.

A la entrada del barrio copto de El Cairo la presencia militar es contundente. Una vez que se pasa ese primer filtro, se camina unos metros, se desciende cuatro escalones y hay un pequeño ingreso para pasar a la zona interior, más amurallada todavía. Ahí la revisión está a cargo de dos policías y un detector de metales. El control se repite en la puerta de cada iglesia: de nuevo dos policías, de nuevo un detector de metales.

La preocupación no es infundada. Estamos en junio de 2017 y unos días antes, a 200 kilómetros de la capital, un ómnibus de coptos fue atacado camino a un monasterio. Desde tres camionetas, milicianos del entonces poderoso Dáesh (autodenominado Estado Islámico) dispararon sobre los peregrinos y mataron a 28.

El Señor de los Dragones

Un pequeño muro curvo adosado a una pared le da el aspecto de un aljibe cercenado por la mitad. En verdad es una recreación, un entorno para que la canilla no sea solamente una canilla. Sobre el borde del semicírculo hay un vaso de plástico amarillo que invita a beber. Si se levanta un poco la vista aparece una pintura que muestra a un Jesús adulto descansando junto a una mujer que sostiene una vasija. Un cartel pegado en una esquina del cuadro anuncia que la canilla está conectada con el pozo de san Jorge, el mismo del que bebió la sagrada familia en su viaje a Egipto. “Fue encontrado en la antigua iglesia y muchos milagros ocurrieron por su bendición”. Aunque la pintura no respeta la lógica interna del relato —Jesús era un niño pequeño al tomar de esa agua—, un peregrino con aspecto de oficinista lanza los dados de la fortuna y se empina el vaso hasta la última gota.

Unos pasos más allá está el convento de san Jorge, hogar de las monjas coptas que custodian las reliquias del santo especializado en dragones. Fragmentos de sus huesos y un ícono antiguo reciben la alabanza permanente de los fieles, que se ven diminutos al lado de la enorme y delgada puerta. También hay una cadena que se dice que fue tocada por la sangre del venerado. Los fieles se envuelven con ella en busca de salud y buena fortuna. Lo hacen de manera tan festiva que dan ganas de abandonar la objetividad y participar en el carrusel. Pero es sólo un impulso. El respeto vence la partida. Quizás el hecho de que estén tan amenazados y que a pesar del peligro —unos cuantos policías y detectores de metales no han de ser disuasión suficiente para un atentado en regla— decidan ir igual a sus iglesias hace que toda ironía quede suspendida en esa forma atávica de la admiración que siempre despiertan los valientes.

En el hall del convento, una hermosa joven con los brazos cruzados sobre el pecho, como una muerta, y la palma del martirio en una mano observa con los ojos bien abiertos. Es una imagen de santa Filomena, “virgen, mártir y hacedora de maravillas”, habitante del siglo X cuya historia le debemos a una monja que dice haberla escuchado de una voz divina 900 años más tarde. El emperador de Roma —el dálmata Diocleciano, perseguidor del cristianismo— quedó prendado de Filomena y pidió su mano a su padre. La familia accedió, pero ella había hecho votos de monja. Ante la negativa, la joven recibió prisión, torturas y condena a muerte. Intentaron ahogarla, quemarla y atravesarla con flechas, pero un escudo de ángeles la protegía. Sólo la decapitación, como suele ocurrir en estos casos, logró el objetivo. Las monjas coptas, para las que el martirio —como sugiere la amenaza del Dáesh— no es una lejana hipótesis mística, la veneran en íconos y estampas. Los profanos pueden comprar imanes y pulseras con su imagen en la tienda de recuerdos.

No hay que gastar todo el dinero, es necesario reservar una parte para la entrada al museo copto. Vale mil veces lo que cuesta. Al menos hasta que se inaugure el nuevo Museo Egipcio, este es el mejor de El Cairo; piezas de la antigüedad romana, íconos que recorren siglos de arte oriental religioso y piezas rescatadas de iglesias destruidas por el tiempo o el fanatismo están ahí para probarlo.

Enemigo

El nombre de la ciudad —lo dicen con orgullo todos los folletos— significa “la victoriosa”. El Cairo ha de haber ganado muchas batallas a lo largo de su historia, como lo testimonia la fortaleza de los mamelucos que se ven apenas se llega desde el aeropuerto, pero ninguna de ellas fue contra el polvo de fines de mayo. Invasor con el poder de la invisibilidad hasta que ya está posado, irremediable, sobre todo, en especial los días de viento, el polvo es tan omnipresente que eleva cualquier intento de limpiarlo a una postura filosófica, verdadera metafísica de lo inútil que resulta cualquier esfuerzo de imponer un dominio provisorio sobre lo que hay alrededor. Podría decirse trabajo de Sísifo, pero eso sería limitarlo a un asunto entre un hombre y los dioses. Aquí la escala es mayor. No hay manera de lidiar con su dimensión. Los autos se encapotan por las noches y a la mañana las lonas amanecen enterradas. En los mercados la fruta ya no se moja para mostrarla más sabrosa, y al amanecer las gargantas se ahogan antes incluso del desayuno. Sólo la vista del Nilo, imponente y fresco, se le opone como un conjuro.

En el barrio copto, al salir del convento de san Jorge e iniciar el rumbo hacia la iglesia de Abu Serga, la presencia del polvo es testimoniada por el largo corredor de la calle de los libreros. En un intento de preservar sus páginas, las guías y textos sagrados se exhiben en bolsas de plástico. Si milenios atrás los esclavos cortaban la piedra y trasladaban los bloques para armar con ellos las pirámides, hoy los vendedores de libros combaten a su enemigo con un plumero.

Abu Serga es el nombre informal de la Iglesia de los Santos Sergio y Baco. El templo tiene un segundo apodo, la iglesia de la cueva, porque se ha construido sobre el albergue provisorio de José, María y Jesús. La planta principal es un correcto diseño de ladrillos con un cielorraso de madera bellamente taraceada. Íconos con leyendas en árabe despliegan imaginativas instantáneas de la última cena y el bautismo de Cristo. En el dedicado a la resurrección de Lázaro, todos los personajes secundarios se tapan la nariz mientras Jesús hace su trabajo.

Los monitores de las cámaras de seguridad, ubicadas enfrente de algunas reliquias, como la piedra de la cueva original, empañan un poco el halo místico del conjunto. Sin embargo, no está acá arriba lo que vienen a buscar los creyentes.

Al bajar al subsuelo se accede a la iglesia “del tiempo de los apóstoles”, como reza una indicación. El espacio no tiene mucho más de diez o 12 metros cuadrados. Seis columnas delgadas y un altar diminuto rodean una zona del piso cubierta por un vidrio que muestra lo que está más abajo todavía: la cueva donde se refugió la sagrada familia.

Es una solución arquitectónica habitual, a la que también apela la monumental iglesia ortodoxa griega que está a una cuadra de Abu Serga. Trepada en una altura —aunque no tanto como la más célebre de las iglesias coptas cairotas, “la colgante”—, la basílica griega parece una cúpula gigante que cubre un queso de roca. Debajo está su tesoro: una serie de nichos tallados en plena caverna. Ahí, en los huecos porosos que ha labrado la erosión de siglos, los acólitos de san Jorge colocan papeles plegados con sus ruegos. Los adoban con algún billete de libras egipcias, que dejan entre el vidrio y el marco de los íconos.

Vecinos de Caronte

Están a un par de kilómetros del barrio copto. Se las llama “las ciudades de los muertos” y no es una metáfora. Los cementerios de la urbe moderna han sido adaptados como barrios residenciales para este mundo. Hasta existen paseos guiados preparados para turistas. Quienes allí habitan no son invasores. La convivencia está pactada. Los primeros en hacer sus casas allí fueron los cuidadores de las tumbas principales (las hay imponentes, como el mausoleo de la familia de Mehmet Alí). Luego de que se instalaron los guardianes, se produjo el “efecto llamada” y vinieron otros. Hoy son decenas de miles quienes han hecho su hogar entre las lápidas.

Si no se los puede derrotar, queda aceptar su señorío. Entonces los más pobres, aunque quizás no sean los más pobres entre los pobres, se alían con los muertos para vivir debajo del polvo. De eso somos y en su magma amniótico viviremos. Quizás estar en una urbe que tiene como principal atractivo turístico las cercanas pirámides de Guiza, que no son otra cosa que tumbas gigantescas, hace que vivir entre los muertos no sea algo tan extraño. Sólo queda esperar el momento en que el parásito que somos respecto del planeta se funda con el huésped parasitado, en una eternidad que no transmigra en nada.