Traducción, narración, periodismo: Rosi Lázaro se mueve entre las disciplinas —lo ha hecho desde el principio en Lento— y también entre geografías. Aquí, una crónica de un viaje desde el sur de Brasil hasta el este de Uruguay que repite desde hace tiempo.

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He ganado experiencia en os pampas del sur del territorio brasileño. Sé manejar con Creedence retumbando en el auto, o con el silencio azul del Taim a 40 kilómetros por hora, para no llevarme puesto un carpincho. La visión alterna entre la lejanía de los camiones que a veces rasgan el paisaje, la media distancia de esos autos que se acercan como si fuera un acontecimiento y los datos del panel. Manos a las diez y diez sobre el volante. Ropa cómoda. Descalza, si el clima lo permite. 1.141 kilómetros separan mi casa en Florianópolis de La Paloma, Rocha, de donde creo que soy, aunque cada vez dude más de estos sentimientos. Es un viaje cotidiano. Traigo libros. Llevo libros. Dulce de leche para un lado, mandioca, paltas y mangos para el otro. Todo entra en el auto minúsculo y sin aire acondicionado, que se mueve casi que solo a través de la planicie.

Ya me manejaron, ya alterné el volante con conductores (duchos, en esto hay selección estricta) y ya manejé para otros. También he hecho el viaje sola, de un tirón, sin noche en Porto Alegre y con intermitentes dosis de cafeína en estaciones de servicio cada vez más desoladas a medida que se acerca la frontera uruguaya. Decir “sola” es una inexactitud, lo reconozco, porque el perro siempre viene en el asiento de atrás. Está acostumbrado al trayecto. No se queja. Suspira de vez en cuando. En las estaciones de servicio es como si alguien le hubiera enseñado a gruñirle a cualquier ser humano que se nos acerque. De vuelta en el asfalto, nos miramos por el espejo retrovisor: a veces le hablo y pienso que contesta. En el auge del tedio, y ahí por el minuto cuatro de “Ramble Tamble”, aullamos con todas nuestras fuerzas, aunque las suyas anden mermadas y ya no se acerque a las notas altas que lo caracterizaban en sus años mozos. Hoy es un cuzco viejo y barbudo con el mismo bagaje de carretera que cualquier ómnibus de Ega.

Hay algo hipnótico en esos 1.141 kilómetros a bordo de un auto, que vivo como operadora de viajes interplanetarios. El viento entra por las ventanillas abiertas. Los audiolibros alternan con música del pendrive. Una vez vine escuchando El olvido que seremos narrado por el propio Héctor Abad Faciolince. Al llegar a Castillos creí que éramos algo así como parientes cercanos. Lo había oído durante horas contando la historia de su familia. Lloré la muerte de su hermana con aquel rosario de tumores de piel, tan joven ella, así como lloré la muerte de su padre, asesinado a quemarropa, aquel al que Abad en el libro trata de una manera tan empalagosa como conmovedora.

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Aunque la planicie pampeana ofrezca el mayor desafío (el tedio), este viaje tiene varias fases. Al salir de la isla de Nossa Senhora do Desterro abundan los morros verdes, como el Cambirela, que una vez escalé en sus mil y pocos metros con sabor a Everest. También empiezan las curvas acentuadas y la intensidad de una BR-101 que es arteria del organismo vial brasileño. Antes era de un solo carril, y recuerdo a mi padre sudando la gota gorda para pasar los camiones cuando veníamos de vacaciones a la tierra del pão de queijo. Una maestra de la escuela 52 se estrelló contra otro auto y sobrevivió para contarlo. Al marido pasaron tiempo sacándole vidrios del cuerpo. Los dos carriles hasta Porto Alegre le descontaron la cuota de muerte a la 101, aunque demoraron años en estar listos. Hubo quien juró votar al Partido de los Trabajadores de nuevo solamente si la obra estaba terminada para 2010, pero no cumplió su palabra (el gobierno entregó la obra más tarde, aunque el jurador terminó votándolo igual). En el panorama contemporáneo, eso parece una menudencia. Entre los últimos trechos inaugurados está el puente de Laguna, allá por los pagos de Anita Garibaldi, que se cruza dos horas después de salir de casa. Cables amarillos seccionan un cielo a veces azul. El viento es constante en esos parajes, aire encajonado entre los morros, tanto que hace poco un camión volcó en pleno puente debido a la fuerza de un pampero transnacional.

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De Laguna hacia el sur la temperatura empieza a bajar. En Criciúma es preferible cerrar un poco las ventanas. Los carteles de ropa con nombres terrajas, como Buneka Loka o Gostosa e Sensual, alternan con el olor dulzón y ácido de las fábricas de fécula de mandioca. Hay también una mina de carbón y el ferrocarril que lo transporta. Cierta vez diluviaba e íbamos tarde rumbo a Porto Alegre. Sonaba “The Great Gig in the Sky”. La lluvia era fina, pero insistente. Veníamos a más de 100 por hora, cuando hubiera sido sensato bajar la velocidad para no salir planeando. De pronto, en pleno solo de Clare Torry, dos perros blancos idénticos se nos cruzaron en la ruta. Los vi nítidos, ajenos a nuestro auto y al que venía al lado. Creo que llegaron a torcer el cuello para mirarnos y todo. Éramos un bólido de acero imparable. Uno se salvó porque quedó en el espacio entre los dos autos, al segundo lo impactamos neto y quedó atrapado en el radiador. Entre el ruido de la ruta, la lluvia y los aullidos de Torry se escuchaba bajito el quejido del animal. Cuando lo sacamos del radiador, todavía estaba vivo y se nos murió en los brazos. Ese sería el punto de inflexión hacia otras muertes, aunque en ese momento era imposible saberlo.

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En general, los trayectos son menos dramáticos. Como se sabe, la comida determina que cualquier viaje tenga sentido. Cerca de Torres hay un parador notable, que además de servir café espeso como petróleo y pasteles de maíz fritos tiene un enorme árbol en el estacionamiento. Sus gajos son gruesos y ondulantes; sería perfecto para hacer una choza ahí arriba. Abajo hay bancos y sombra. Se puede tomar café mientras el perro pasea por entre las flores. Según la opinión de los gaúchos en el vehículo, para ese entonces ya se transita la ruta más linda del mundo, justo pasando Torres. Es tierra de lagunas, ananás y bananeras. Se suceden los espejos de agua, pueblos de tres o cuatro casas con jardines primorosos, túneles que bucean en las entrañas de los morros, molinos de viento y puestos de productos caseros (coloniais, les dicen). Es decir que entre esa opulencia de naturaleza nada anticipa la fealdad de Porto Alegre, a menos de dos horas de camino.

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Por varias razones, la capital de Rio Grande do Sul corta el viaje transpampeano en dos. Un poco porque queda en la mitad del camino (en realidad no exactamente), y otro poco porque allá empiezan las planicies que Brasil comparte con Uruguay y Argentina. Las tierras de pasto y vacas. Espacios bajos e inundables. Una vez que Porto Alegre pasa sin gloria, aparecen clubes de veleros al lado de favelas. La gente acampa junto a la ruta cuando hay inundaciones. Suben los colchones, la ropa, las motos y esperan que el agua se digne a bajar. Enseguida aparecen ciudades satélites, demasiado industriales, y peajes frecuentes como la corrupción que los comanda. Alguna aldea indígena, cada vez más acorralada. Los morros dejan paso a una llanura progresivamente monótona, al tiempo que la ruta se vuelve angosta y sube la tensión. La duplicación del trayecto Porto Alegre-Pelotas ha demorado una eternidad, mientras el tránsito de camiones rumbo al puerto de Rio Grande aumenta y aumenta.

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Pasar camiones con un auto 1.0 es todo un arte. No se cuenta con un motor dispuesto a todo. Paciencia y determinación, le dicen. Rebajas de cambios. Las revoluciones a tope. Pero es una tarea infinita, porque siempre hay un camión por delante, con el desasosiego que eso acarrea. En algunos tramos, el auto se transforma en un pez más de un cardumen de vehículos apiñados tras un gigante lento. Respiran cerca. El cuerpo exhausto pide café y todavía faltan 361 kilómetros para la frontera. Con el paso de los años me he inclinado a parar en lugares con sombra, árboles inusuales, bancos donde sentarse. En el parador de Cristal, en vez de esperar junto al auto (y a un árbol), una vez mi perro se quedó impávido frente a la puerta automática. Abre, cierra, abre, cierra. Tanto tiempo estuvo que la puerta se terminó saliendo. El vidrio cayó al suelo con estrépito y el perro no se inmutó. Antes le habían dado comida, porque las personas tienden a creer que es de la calle y, ante la duda, lo alimentan.

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Un poco más adelante está el Homem das Facas, que parece un homenaje a Jack the Ripper y no un mero artesano de cuchillos. Van ocho horas de viaje y faltan por lo menos seis más. En Pelotas (la ciudad de la bromita de siempre), al doblar a la izquierda justo enfrente a la fábrica de Oderich la sensación pampeana se acentúa. Para seguir hacia el sur hay dos puentes. Uno no funciona. Al parecer lo usaron hasta que se dieron cuenta de que no soportaba el peso al que lo sometían, pero no deja de ser lienzo para magníficas declaraciones de amor. Los dementes deben de colgarse de los postes del puente y balancearse a más de 30 metros para inmortalizar sus mensajes. Seguro funcionan, porque siempre surgen nuevas inscripciones. Al mirar hacia el otro lado se ve la ciudad de Pelotas, que parece una ficción: los edificios altos irrumpen como si nada en medio del paisaje raso, y así se desvanecen. Lo que viene en adelante es una oda al aburrimiento desolado y francamente sublime.

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Por alguna razón, la imagen preponderante del viaje es la del trayecto entre Pelotas y el Chuy. No es que sea el trecho más largo, pero sí el más monótono. Como regla general, maneja quien tenga menos sueño. El acompañante le conversa al conductor o reverencia los silencios (con los ojos abiertos). Ceba mate. Cambia la música. Hasta se admiten momentos de filosofía. Esas son las reglas implícitas del viaje. La curva hacia la derecha antes de llegar a Rio Grande inflama el alma. Ahí cerca nos paró el Ejército una vez. Era una madrugada congelante de junio. Pidieron los papeles, revisaron todo el auto y conversaron entre sí. Al rato nos dejaron ir. El perro no se cansó de gruñirles. Los uniformados arguyeron que el gobierno central los había enviado a cuidar los territorios fronterizos, en una época en que también había desplegado tropas en el Amazonas. Así y todo, por lo general no anda nadie por esos parajes, menos cuando se acerca el amanecer.

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El sonido áspero de “Whistlin’ and Moanin’ Blues” se adhiere a las imágenes agrestes que pasan. Por ahí aparece el Bañado de Taim. Antes hay que comprar la Coca-Cola más helada del planeta, en una tienda que en realidad es el living de una casa, y tomarla de a sorbitos mientras se observa el paisaje. Es eso o el mate, ya lavado. La ruta a través de la reserva es una línea recta y artificial construida sobre un terraplén que divide las aguas. Carpinchos, yacarés, cuervos y cigüeñas habitan esa planicie inundable. Permanecen ajenos a los autos que pasan, especialmente los racimos de crías de carpincho, redondas y marrones, salpicando el bañado. Los carteles indican desacelerar para no pisarlos, porque a veces se les antoja cruzar la ruta como perico por su casa. Dunas de arena a lo lejos anuncian que el mar está ahí nomás, ese mar desabrido y ventoso, aunque esta apreciación sea de comentarios ajenos y no de mi propia experiencia. Algún día iré a esa playa arisca, me digo.

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Podría afirmarse que los pueblos hasta el Chuy casi que parecen uruguayos. Los pobladores pronuncian la erre neta y usan palabras reconocibles hasta para el oído distraído (ante la duda ver la edición anotada de Contos gauchescos, de Lopes Neto). No es novedad que tomen mate, aunque los orientales veamos con desconfianza esas calabazas desproporcionadas que llevan medio kilo de yerba por mateada. En eso, y a pesar de nuestros despechos, los gaúchos reconocen el parentesco pampeano con menos reservas y mucho más orgullo que los uruguayos. Siguen los caballos, las vacas y los molinos. En un momento hay un cartel que indica que no habrá estaciones de servicio en los próximos 100 kilómetros, como si fuera necesario recordarnos a los viajeros lo expuestos que estamos a la inmensidad del territorio. Los cielos hacen su parte, transparentes, gigantes, remotos.

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Nunca nadie me convencerá de que la ruta 10 entre Aguas Dulces y La Paloma no es la más linda del universo (nacionalismo y pico, lo admito). Tampoco nadie me hará dejar de preferirla antes que a la anodina ruta 9, que dicen que es más segura. En la época en que estaba llena de pozos supe rebotar en el auto en plena noche, así como ver de casualidad los ojos brillantes de un ternero suelto que pude esquivar. Las noches de luna estampan los palmares contra el cielo, mientras los faros de la costa atlántica avisan que el cabo de Santa María no está demasiado lejos. A esta altura el auto es una extensión de los sentidos, una prótesis del cuerpo, que nunca correrá tan rápido.

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La Paloma. Entro por la terminal, tomo la calle Los Molles y doblo a la izquierda. Los perros palomenses anticipan la llegada del auto. Apago el motor. El vehículo descansa.

Foto del artículo 'Ramble Tamble'

Foto: María José Pita