Durante todo el viaje de avión, invadido por la extraña sensación de estar un 6 de febrero con una campera Alpha atada a la cintura, lo que más ocupaba mi cabeza era el frío, el miedo al frío, pero lo primero que me recibió cuando pisé Berlín fue el blanco enceguecedor del cielo.

Mis anteriores visitas a Berlín habían sido, por mera casualidad, en pleno otoño. Allí, una asombrosa gradiente que iba del amarillo más pálido al rojo más sangriento se tendía entre los árboles como las ropas de un vecino excéntrico colgadas en las cuerdas de un pozo de aire. A diferencia de París, donde todos sus espacios verdes son tratados como el cabello laqueado de una señora en un salón de belleza (diría Jean-Claude Carrière: “París es una anciana llena de joyas que cuenta una y otra vez historias de antiguos amantes”), Berlín deja que sus parques jueguen a ser bosques, que crezcan desordenadamente, abriendo grietas en el suelo, recostándose contra los canales, entrando en recovecos de estaciones de tren como un gato que se mete por la banderola del vecino. Es difícil creer que todo ese espectáculo rojizo tan lleno de vida sólo es el comienzo del fin, el último deshoje antes de que el invierno se desplome sobre todo.

Siempre me había tocado ir antes de que cayeran las últimas hojas, pero ahora, mirando la ciudad a través de un vidrio polarizado mientras el taxista me cuenta de la vez que tuvo a Gina Lollobrigida maquillándose con un pequeño espejito en el asiento trasero, es que veo por primera vez el cielo de invierno sobre Berlín, un cielo blanco y pelado que desciende sobre esos edificios de vidrio, cemento y ladrillo como una gigantesca pieza de Tetris. Sólo unas semanas atrás había estado en Lima, también famosa por su cielo encapotado, pero, a diferencia de la capital peruana, donde el efecto de esa garúa perpetua genera una extraña sensación de embovedamiento, en Berlín el gris del invierno sin ningún otro color que le haga contraste hace ver al cielo más alto, provocando una sensación de vértigo invertido, como si la tierra y los edificios gotearan y se escurrieran hacia arriba en una ósmosis interminable.

Cuando se abordan las diferencias de sensibilidad entre los germanos y los franceses, es paradigmático el caso del doble bautismo que tiene la película más insigne de la carrera de Wim Wenders. La mayoría de los cinéfilos que conozco optan por el título francés Las alas del deseo (Les Ailes du désir), pero yo siempre preferí el alemán El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin), un título más literal, pero extrañamente poético dentro de su sencillez. En la película, dos ángeles recorren todos los rincones de la ciudad aún dividida por el muro y recogen detalles y pensamientos de los mortales mientras los acompañan en sus momentos de mayor angustia. Su vida transcurre en blanco y negro, sin hambre, sin sueño, como si fueran una mera caja negra de todos estos registros que pasan completamente desapercibidos para el simple ojo. Pero Bruno Ganz se enamora de una trapecista y decide dejar su condición angelical para convertirse en un humano. Es ahí, en el mundo de los mortales —el mundo del frío, del hambre, del dolor, pero también del amor y del placer—, que Bruno empezará la vida de cero, capaz de sentir todo lo que en un momento le era meramente contado.

La coexistencia de los dos títulos es crucial, porque en esa elección de foco podríamos desmontar, como en un corte axial, dos mundos igual de legítimos y vitales que conviven en el film. Como una lámina de Rorschach que para ciertos pacientes es una mariposa y para otros un murciélago, Las alas del deseo es para quienes buscan en ella la historia romántica del ángel que renuncia al cielo, los pasajes poéticos y los retazos más fantásticos; El cielo sobre Berlín, por el contrario, es para los que encuentran en el film un ensayo cuasi documental de ese crisol de pensamientos y realidades de una ciudad dividida que se solapan. Dos títulos: ficción versus documental, poesía versus fenomenología, el substrato emocional y filosófico de dos países que toda su vida se dedicaron a invadirse mutuamente.

Pienso en esto mientras el taxi bordea el Tiergarten, ese auténtico bosque en el medio de la ciudad en donde los nobles solían ir de caza y ahora van a hacer jogging, el mismo que fue arrasado en la Segunda Guerra Mundial para volver a florecer al poco tiempo. Mucho más allá, entre las ramas quebradizas, en el centro mismo del parque, se erige la Columna de la Victoria. Desde lo lejos, Victoria, con su ramo de laurel en una mano y la lanza en la otra, es apenas un destello dorado. En tan sólo unos días nos enteraremos de la muerte de Bruno Ganz, ahora pudiéndolo imaginar como un auténtico ángel que nos vigila a todos desde arriba.

El taxi dobla por Ebertstrasse hacia el sur y pienso si lo que siento en el pecho es el jet lag desovando debajo de mis costillas, o si la mano de un ángel está acariciando mi espalda, atenta a todos estos pensamientos que se fugan por la ventana semiabierta.

Estoy en Berlín en el marco de lo que se llama The Visitors Programme, una iniciativa llevada a cabo por la Federal Foreign Office de Alemania y el Goethe-Institut. La idea es formar un grupo multicultural con el que, tras variadas actividades, se muestre cómo funciona desde dentro la Berlinale. En realidad, la principal función es, a partir de la sinécdoque del festival de cine, revelar a extranjeros la realidad de un país, mostrar una cierta forma de hacer las cosas a la alemana, y cómo esto puede servir para exportar el modelo a las realidades de otros países.

En la cena introductoria, una larga mesa en forma de U permite vernos todos y compruebo cuán serios fueron los alemanes cuando se referían a lo “multicultural” de la experiencia. Hay una ronda de presentaciones y ahí conozco a cineastas, productores, ejecutivos de venta, distribuidores y programadores de festivales de países tan distantes como Malawi, Namibia, Tayikistán, Letonia, Japón, Islandia y Malasia.

Como siempre me pasa ante grupos tan diversos, escucho las presentaciones de cada uno y nos imagino como sobrevivientes de un naufragio. Veo sus labios moverse y conjeturo quién sería el primero en desaparecer misteriosamente, quién sería el que sabe construir refugios, quién intentará hacerse con el poder a la fuerza, quién tiene un oscuro pasado que intenta mantener oculto, qué bando optará por comenzar a formar una comunidad en la isla para aguardar la llegada de los aviones de rescate y qué bando sugerirá construir una balsa y aventurarse en alta mar.

Dentro de este grupo tan variado, descubro que los únicos que nos dedicamos exclusivamente a la crítica de cine somos Sunchica, una periodista macedonia, Valur, un gigante islandés con una voz tan grave que la escuchás con el estómago, y yo. Hay algo inherentemente particular en el hecho de ser un crítico perdido entre otras personas más vinculadas a hacer y distribuir material cinematográfico. Lo máximo que los críticos podemos esperar de la Berlinale es conseguir ver las películas que tenemos subrayadas con flúor, entrevistar a alguna figura, o consumir la mayor cantidad de alcohol gratis en los eventos. En cambio, a los realizadores (especialmente a los productores) se les nota el hambre, esa marca que indica que tienen un objetivo entre ceja y ceja. La más hábil es Lisa Wickham, una productora de Trinidad y Tobago que conduce un magazine matutino y que podría venderles hielo a los esquimales. También está Paakhi, una encantadora directora, actriz y productora india a quien me da un poco de vergüenza llamarla por el nombre, por la similitud con el término racista (paki) con el que suelen referirse los ingleses a las comunidades indias.

Más allá de esta extraña sensación de desorientación, conozco a Rhidian, un director del British Film Institute —con el que no tardo en ponerme a hablar de los años dorados de las raves en Camden—, Anisa —una directora de Tayikistán que con sólo 26 años dirigió un aclamado cortometraje, tuvo que escapar temporalmente de su país y tiene un curso en adiestramiento de armas— y Jacob, un guatemalteco con quien, ni bien terminada la cena, emprendemos la búsqueda de un bar para lograr ver el segundo tiempo de Barcelona contra Real Madrid.

Caminamos encogidos sobre nosotros mismos, con las manos bien enfundadas dentro de los bolsillos y pasos cortos y rápidos para driblear el frío. Sin embargo, ahí, de golpe, me inunda una extraña sensación que sólo me había ocurrido durante mi primera noche en el festival de Róterdam, mientras meaba de forma triunfal en la nieve, siete años atrás: la extraña euforia del anonimato, la certeza de que mi rostro se desvanecerá en la retina de cualquiera que se cruce conmigo. No es la mera alegría de sentirse libre del escrutinio de los otros, más bien es una extraña sensación de ingravidez, la misma que me rodeaba cuando tenía seis años y me levantaba en la noche para ir a servirme un vaso de agua en la cocina: sabía que no debía salir de la cama y, para evitar despertar a mis padres, caminaba en puntas de pie por el corredor que conectaba mi cuarto al de ellos. Con el tiempo perfeccioné mi caminar, cada vez menos audible, pero lo que sentía en el fondo era la extraña sensación de, a cada paso insonoro, estar de a poco disolviéndome en la oscuridad.

En todos los bares —la mayoría de ellos custodiados por turcos en camperas de cuero que miran nerviosos la sucesión de televisores empotrados a las paredes para ver si sus apuestas darán frutos— están pasando el partido del Hertha Berlín. A las 20 cuadras nos rendimos y entramos al primero que encontramos. Hablamos de nuestros países, de la cumbia guatemalteca ejecutada con marimbas, de los toques de queda en boliches después de la una y de si es cierta la fama de cojinche constante de la universidad de cine de San Antonio de los Baños, en Cuba. Me muestra en su celular fotos de su hijo y yo le muestro la mini Polaroid que mi novia escondió en mi billetera antes de que me fuera en el avión. Es un cliché, casi un gesto ritual, pero tiene un significado bien claro y sencillo: ya somos amigos.

Vuelvo al hotel y me tiro en la cama king size, mientras lleno las sábanas de restos de papas chips y veo un capítulo de Seinfeld doblado al alemán. Es absurdo, pero conozco el capítulo tan bien que me río, aun cuando las palabras y las voces no coinciden en absoluto con la versión original.

La mezcla entre el Sazerac, el Gin Tonic y el Old Fashioned que me tomé en el bar por fin surte efecto y el sueño cae sobre mí como una hojarasca.

—Vamos a decirle algo por las dudas, porque yo soy de familia griega, y en Grecia ser puntual es casi una descortesía; en Alemania, llegar en hora es caer cinco minutos antes. Si llegás en punto, no hay problema; si caés cinco minutos tarde, es bastante molesto; si te pasás por diez minutos ya es un escándalo —nos advierte Katerina, una de nuestras guías en el festival. Aunque habla con una sonrisa estampada en el rostro, sabemos que está siendo dead serious.

Berlín, a diferencia de muchas ciudades de Alemania, es notoriamente amigable con el extranjero. Hasta cálida, se podría decir. Se da en la ciudad una virtuosa mezcla entre cosmopolitismo, población joven, corrección política, y a su vez un diseño urbanístico pensado para tres veces más población de la que tiene. A diferencia de otras grandes urbes como Nueva York, París, Londres o Roma, donde siempre hay una sensación de calles atestadas, en Berlín los gigantescos bulevares, la densa vegetación y los espacios vacíos usualmente lo dejan a uno caminando en soledad.

Sin embargo, no lleva mucho advertir que esta armonía está sostenida sobre un complejo sentimiento de responsabilidad compartida. Si en París el rígido mantenimiento de las formas (el bonjour siempre que uno entra a un local, el excuse-moi cada vez que se pregunta por direcciones en la calle) funciona casi como una formación reactiva a una tensión social que se siente como el zumbido desesperante de una heladera, en Berlín parecería que uno puede ahorrarse las formas, que todo eso es innecesario, siempre y cuando se haga lo que se debe hacer. Es algo que no se pone en cuestión, y uno se da cuenta de que toda la maquinaria social se mantiene en funcionamiento por el eslabonamiento de responsabilidades compartidas de todos los que viven en la ciudad. En esos pequeños instantes uno se descubre más latino, con su mente sumergida en las diversas formas de hacer trampa, con el temor de la joda del otro que nunca llega. Para un latino, este correcto hacer se siente algo asfixiante y maquinal. Sin embargo, ni bien uno empieza a jugar según las reglas, la responsabilidad se convierte en costumbre y deviene en algo adictivo, que borra de la ecuación a uno y sus caprichos. Casi podría decirse que en todas estas obligaciones uno va hallando una extraña libertad que se condice con una nueva sensación de identidad y autonomía: “No hay excusas para nada, yo soy el único artífice de todo lo bueno y malo que me rodea”. Esa sensación de autoafirmación y pertenencia a algo mucho más grande es el único terreno posible para una nación que se reconstruyó innumerables veces, pero también el único caldo de cultivo en el que algo como el nazismo pudo haber existido.

Es por eso que cuando, a las nueve de la mañana, tenemos que estar en Potsdamer Platz, ya son las ocho y mis ojos se abren sin la ayuda del despertador, nervioso por llegar a faltar a mi palabra.

Todo el sueño que acumulás se va con el primer golpe de frío que llega al subir de la escalera del subte. Potsdamer Platz será nuestro centro de reunión diario, el mismísimo corazón del festival de Berlín, la punta de un compás en cuyo radio se encuentran las oficinas de acreditación del evento, el gargantuesco Sony Center —con las salas de Cinemaxx—, la productora UFA y el centro comercial Arkaden.

Así visto, salvo para algún estudiante de Arquitectura fanático de lo moderno, Potsdamer Platz no vendría a tener nada demasiado interesante: tan sólo una conjunción de megaedificios desperdigados en un gran espacio abierto. Sin embargo, cuando subo por las escaleras y mi cara da con el viento gélido, escucho una voz que con el tiempo he ido conociendo bien. Esto va a parecer delirante, o al menos ridículo, pero en momentos de ansiedad o angustia a veces escucho la voz de Dan Bejar, de Destroyer, comentando cosas que me rodean. Es un raro sentimiento, pero la voz de Bejar en realidad no suele decir frases sino más bien palabras, y todo lo que él nombra de golpe se ve envuelto de un halo mágico y dulcemente melancólico. Es ahí que escucho su voz repitiendo “Potsdamer Platz” y sé que, sin importar lo poco interesante que me pueda parecer la plaza, algo en ella cambió: la voz acaba de convertirla en una gran metáfora, no sólo de Alemania, sino de mí mismo.

Veo salir de mi boca el vapor cuando imito la cadencia ensoñada de Bejar cada vez que digo “ Potsdamer Plaaaaatz”, y pienso que aquella parada de subte es algo mucho más grande, algo que está intrincadamente asociado a la historia de Alemania. Ahí, parado en la gigantesca explanada mientras mi cuerpo tirita, veo los modernos edificios y mi mente comienza a proyectar el pasado sobre ellos. Ahí aparece la Potsdamer Platz de entreguerras, el centro del comercio y la cultura de Alemania y el lugar de uno de los primeros semáforos de Europa (una torre de ocho metros de alto, operada por 11 policías a diario), casi anticipándose en esta gestión del tráfico a la separación imaginaria entre este y oeste, la falla geológica de Europa y el mundo, mucho antes de que existiera el muro. Proyectados ahí sobre los vidrios de modernísimos edificios, el café Josty, cuna del expresionismo alemán y el Haus Vaterland, que entre 1928 y 1943 fue el café más grande del mundo, un domo gigantesco donde convivían un montón de restaurantes temáticos de otros países que se germanizaron conforme ascendía el nazismo. Pienso en Haus Vaterland, la Vaterland simpática de día y la Vaterland llena de prostitutas de noche, y me cuesta contrastar los colores grises, metálicos y sobrios de los edificios actuales con los rojos tan intensos como una infección en la Berlín del cuadro Metrópolis, de George Grosz, o esos verdes putrefactos en los rostros de las mujeres de Potsdamer Platz, de Ernst Ludwig Kirchner (ambos pintores habían sido convocados para la Primera Guerra Mundial y, si bien no llegaron a servir en el campo de batalla, lo que vieron los alejó del optimismo en el progreso vinculado a la ciudad). Vaterland como una metáfora dentro de una metáfora, el bar que siguió en funcionamiento durante toda la guerra hasta que un bombardeo lo redujera a apenas una fachada de hierro retorcido y ladrillos. El Vaterland a través del cual se montaron negocios sobre su fachada derruida poco tiempo después de la derrota del nazismo, el Vaterland de la Alemania dividida, devenido en mercado negro entre este y oeste. El Vaterland de Potsdamer Platz eventualmente convertida en una zona muerta, y dejado morir ahí después de un incendio, tapiado, acumulando ratas hasta que en los 80 un grupo de artistas decidió montar carpas circenses.

Sobre el cemento gris e impoluto mis ojos proyectan la línea blanca que inmediatamente después de la guerra separaba a la región comunista de la gestionada por Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Más tarde el muro, y después toda esa gigantesca explanada, abandonada por ambos frentes, como un no-lugar entre dos bandos, una sucesión de charcos y pastizales que crecían entre las grietas, haciendo olvidar a todos que en un momento existió algo así como Potsdamer Platz. Y después, la caída del muro, el concierto de Roger Waters, Potsdamer Platz vendida a un grupo de inversores, convertida en el mayor terreno de construcción de toda Europa: el eterno retorno.

Veo a Katerina y parte del colorido grupo de The Visitors Programme salir de una de las bocas del metro. Según mis cálculos, justo ahí se erigía, orientado hacia Berlín Oriental, sobre una torre de 25 metros de alto, un cartel del periódico Die Freie Berliner Presse Meldet que reproducía en su tablero de 2.000 bombillas las noticias del Berlín de la República Federal. Durante años hubo una guerra armamentista de luces, con los comunistas intentando tapar las noticias de occidente con el brillo de otros carteles que bloqueaban al gigantesco competidor, y con los capitalistas cambiando la altura y orientación de aquel armatoste para seguir llegando a las retinas del “otro” pueblo alemán. Se me ocurre que la orientación de los carteles habla sobre las relaciones entre derecha e izquierda en el siglo XX: una apuntando los eslóganes del mundo libre hacia el este, la otra con sus propios carteles apuntando hacia adentro, intentando tapar las noticias con su propio brillo.

You look sharp, man! —me dice Matthew, un productor ugandés que a veces falta a cenas para encerrarse en su cuarto de hotel y ver partidos de su amado Manchester United, mientras choca sus puños contra los míos al cruzarnos en la cola de la ceremonia de apertura de la Berlinale. Nunca he podido ponerme sacos (ni siquiera sacos sport) sin que su uso se convierta en un acto autoconsciente para mí. Así, cuando uso un saco, alterno mis pensamientos entre imaginarme como un asesino a sueldo, un niño que asiste a su primera comunión o un escritor frustrado devenido en profesor de escritura creativa (las coderas de este saco inclinan la balanza hacia la última opción).

En un cine repleto vemos la ceremonia de apertura que sucede en otra sala aun más inmensa y atestada. Pienso en una extraña matrioshka de salas donde en otro cine, un poco más pequeño, hay gente que ve en vivo cómo presenciamos los premios, y así una eterna cadena que culmina en cinco viejos en la antigua sala Dos de Lorenzo Carnelli que observan lo que ven lo que ven lo que ven lo que ven lo que ven los otros alemanes.

La rubia Anke Engelke (la voz de Marge Simpson en la televisión alemana) conduce la ceremonia con una habilísima alternancia entre alemán e inglés, y tiene un asombroso timing cómico, aun cuando a veces ni siquiera entiendo lo que dice. Tiene ese ahora común —pero impensable antes de la conducción de Ricky Gervais de los Globos de Oro de 2010— estilo de llevar el show sacándoles el cuero a un montón de los allí presentes, generando una mezcla de miedo, excitación y risas nerviosas. Sólo que en este caso, la mayoría de a los que les toma el pelo no son cineastas, actores o productores, sino figuras políticas de Berlín. La cámara a veces los enfoca mostrando sus reacciones, y por momentos vemos sus rostros en el pretil del enojo, pero nunca, tan germanos ellos, termina de configurarse del todo la expresión. Tanto las celebridades como los políticos están entrenados para las críticas, pero la forma en que son expuestos suele ser regida por reglas diferentes. Ver a los políticos sometidos a este escrutinio festivo genera una extraña sensación de democracia, un raro momento carnavalesco de inversión de roles.

Luego de 18 años de trabajo ininterrumpido, la 69° es la última edición con Dieter Kosslick en el cargo de director creativo. Responsable de la modernización del festival de Berlín y de eventos cruciales como la proyección abierta en la Puerta de Brandeburgo de la versión definitiva de Metrópolis, Kosslick —bigote blanco casi translúcido sobre el labio— es tímido, pero a la vez rinde perfecto ante las cámaras. Invita a pasar al frente a Juliette Binoche —presidente del jurado de esta última edición—, y al pedirle que diga unas palabras sobre la importancia de los premios la francesa cuenta que su hijo suele jugar con las estatuillas que ella ha ganado a lo largo de su carrera, y que con el tiempo su Óscar a mejor actriz por El paciente inglés se fue pelando hasta revelar un interior gris opaco. Conclusión: más allá de todos los premios que uno pueda recibir, el oro sólo puede estar dentro de nosotros

La película de apertura es The Kindness of Strangers, de Lone Scherfig. Es un film que podría pasar desapercibido en la grilla, pero que resulta pedestre para la apertura de un festival de la personalidad de la Berlinale. La película, armada de una forma innecesariamente coral, narra las peripecias de una madre que escapa con sus hijos de la violencia de un ex esposo. Ahí, en la gélida Nueva York, luego de una serie de dramáticos eventos desafortunados, encontrará el apoyo incondicional de varios desconocidos, hasta lograr emanciparse de aquel yugo explotador y formar una especie de familia sustituta. El malo es malísimo, los buenos son de una pureza incontestable y los violines y chelos están agazapados, listos para lanzarse a sonar a todo estruendo en cualquier situación mínimamente emocionante.

En cuanto a lo cinematográfico, mi pasaje por las salas de la Berlinale será igual de accidentado que la emancipación de la chica de la película. Entre extensas jornadas organizadas por la Foreign Office, casi siempre estamos cargados de actividades (algunas de ellas interesantísimas, como la visita al museo de la UFA, el principal estudio de cine alemán durante la República de Weimar y el Tercer Reich) hasta las cinco o seis de la tarde. Podemos coordinar la mayoría de los ítems de nuestra agenda fílmica a partir de esa hora, y si uno no reserva entradas con un día de antelación, en la mayoría de los casos no podrá entrar.

Así, mi periplo festivalero se sumerge en una extraña dinámica, en la que a veces elijo las películas por descarte, por rumores, por mera intuición, por pura casualidad o por accidente. A su vez, mi exceso de uruguayismo me lleva a caer en punto a ciertas funciones para confirmar dos cosas: ser puntual, tal como dijo Katerina, es llegar antes, pues a todas las películas que voy siempre queda lugar sólo en la primera fila, y ver una pantalla IMAX en las butacas más próximas es una experiencia extraña, en la que lo que se presenta frente a uno es tan grande que a veces se debe elegir qué porción de lo proyectado ver; y segundo, pero más fundamental: la afluencia de público no sólo es notable (la Berlinale, con un promedio de 300.000 entradas vendidas por edición, es el festival de cine con más taquilla del mundo), sino que genera una extraña sensación de pertenencia entre la gente, la ciudad y los films, con rondas de preguntas y respuestas con los directores caracterizadas por su extensión, respeto y coherencia (estos últimos dos ítems son fundamentales, frente a un montón de otros festivales en los que la mano levantada del público se vuelve un juego de ruleta rusa).

Gracias a Dios, de François Ozon (competidora de la selección oficial), es, junto con The Golden Glove (Fatih Akin), de las películas más anticipadas del festival. Sin embargo, el retrato coral de varias víctimas de abuso sexual silenciadas por la Iglesia Católica nunca parece despegarse del mero relato de los hechos. Están la emoción, los vericuetos del miedo, la vergüenza y la culpa que rodean al silencioso acarreamiento de semejante carga, pero en Gracias a Dios hay poco de esa energía rebelde que suele percibirse en el cine de Ozon.

Voy a ver Temblores, un poco porque mi amigo guatemalteco Jacob trabajó en el film y otro por lo impactante que fue en su momento Ixcanul (ambos de Jayro Bustamante), y me encuentro con una película que comienza con una trama, dirección de actores y fotografía cercanas a una telenovela (planos y contraplanos tan cerca de los intérpretes que a veces uno no sabe bien qué está mirando), para ir convirtiéndose en algo distinto. En la historia de Pablo (Juan Pablo Olyslager), padre de dos hijos que decide salir del clóset, vemos cómo su familia, de honda religiosidad, comienza a cerrarle todos los caminos, en un sistema legal guatemalteco en que la homosexualidad está prácticamente homologada a la pedofilia, hasta llevarlo a un centro evangélico donde intentan reconvertirlo a la heterosexualidad (un internado que, por su parte, tiene un montón de actividades ridículamente homoeróticas, como hacer lucha seudogrecorromana para afirmar la virilidad). Es curioso, pero el lente, a medida que la película adquiere más complejidad y retrata una realidad más amplia que la familiar, adquiere mayor profundidad de campo, dando más aire a los planos, pero aun así manteniendo la impresión de que es imposible escapar. Temblores de alguna manera dialoga con la también estrenada Divino amor, de Gabriel Mascaro (el excelente director de Boi Neon), en la que se plantea un futuro donde una iglesia evangélica administra, casi en la clave distópica de La langosta (Yorgos Lanthimos), la vida sexual y amorosa de sus miembros. De esta conjunción, queda una sensación de que la vuelta de los fascismos a Latinoamérica ya no viene administrada con la lavada de cara canchera del neoliberalismo, sino como una nueva medievalización. Y, más que nada, la idea de que ese futuro distópico ya llegó.

Tras una serie de películas entre decepcionantes y desconcertantes (Celle que vous croyez, con el rol protagónico de Juliette Binoche, es un film sobre los vericuetos de la identidad y el romance en tiempos de redes sociales con tantas absurdas vueltas de tuerca que haría ver a Shyamalan como un sobrio documentalista, y Flatland, una especie de Thelma & Louise trash y sudafricana en la que hay un montón de errores o experimentos fallidos que uno nunca llega a entender del todo si están hechos con ánimo camp o por pura impericia) asumo que cualquier cosa que tenga a Agnès Varda haciendo de ella misma funciona (Agnès por Varda) y por mera casualidad —una entrada intercambiada con otro compañero de The Visitors Programme como si fueran figuritas en un patio de escuela— me encuentro frente a una extraña joya: Hellhole, de Bas Davos. Dan la película a medianoche, y termino de verla con párpados plúmbeos. Sin embargo, el cansancio genera un extraño efecto que funciona sólo con unas pocas películas: las imágenes del film se licúan con los pensamientos, y de a poco ya no se sabe si lo que aparece en la pantalla es lo que uno ve, o si es una extraña mezcla entre su inconsciente y el producto fílmico. Así, me es difícil explicar qué es lo que me fascinó de Hellhole, salvo una escena crucial. En una ocasión, un señor custodia con su hermana a su padre moribundo, y la cámara (hipnotizantemente dirigida por Nicolas Karakatsanis) emprende un lento movimiento circular a través de la casa. Son casi las siete y todo está bañado por la semiluz pálida de la madrugada, y lo que vemos dentro de la casa apenas se ilumina con algunas bombillas que vemos en el interior. Davos y Karakatsanis, en el lento y distanciado travelling alrededor del hogar, logran contar la historia de los últimos minutos de vida de alguien, y para ello consiguen que cada ventana sea una viñeta, un subescenario de lo que hacen o les pasa a los tres familiares. Veo la escena y, sumergido en la butaca, vuelvo unos meses atrás, cuando mi padre me contó que había muerto mi abuelo, y mi mente también me acompaña en el plano secuencia de escuchar la noticia con el teléfono encastrado entre el hombro y mi oreja, mi cuerpo sentado en el living, terminarme el hígado a la inglesa que me preparaba cuando recibí la noticia, mi caminata hacia la casa de mi abuelo, sentarme en su living, la llegada de los camilleros, ayudar a cargar la bolsa con su cuerpo.

Al poco tiempo de comenzado el festival, el insomnio se apodera de mí. A veces duermo tres horas por día —pero con agitados despertares—, y hay algunas noches que ni siquiera llego a conciliar el sueño. El extraño estado mental potencia esa sensación cuasi oniroide de la percepción de las películas. Pero por sobre todo, afecta la concentración, y con ella, la memoria. Fui a Berlín preocupado por cómo con el tiempo mi capacidad de recordar cosas se afectó por completo. No ya cosas prácticas —siempre ofrecidas para el cómodo olvido—, sino cosas que hice o que me pasaron a mí. De alguna manera, los viajes son de los pocos espacios en los que no me olvido de nada, porque mi mente comienza a grabar en cincel cada detalle, cada palabra, cada imagen o cada pensamiento alrededor de una esquina o lugar. Viajar es como comprar parcelas en la memoria y tender un campamento ahí para custodiarlas, como un ejército norteamericano a un pozo petrolero en Oriente Medio.

En un año de sequía de escritura, mi miedo a no poder escribir se entremezcló con el terror de todas estas memorias que a diario se me escurren entre los dedos, pero los viajes siempre eran ese otro lugar seguro. Pero con el insomnio el almacenamiento flaquea, y sólo le queda la escritura para guardar los recuerdos. Ahora, ya en Montevideo y frente a la computadora, Berlín vuelve de a poco y me sorprende descubrir todo lo que creía olvidado antes de ponerme a escribirlo.

Desde la primera vez que la visité, Berlín ha sido una ciudad que viví una vez que me había ido de ella. No recuerdo haber sido feliz en el tiempo en que recorrí sus calles, pero al tiempo mi memoria reconstruía la ciudad de otra forma, como un espacio lleno de recuerdos que me obligaban a volver, y que de alguna forma explican este eterno retorno.

Sin embargo, en este festival, con todas las actividades centradas en Mitte, hay algo de mis recuerdos previos, casi todos asociados a Kreuzberg y Friedrichshain, que permanecían huérfanos.

Una noche decido, después de una visita a Wolf Kino, un hermoso cine-bar barrial de Neukölln que en muchos sentidos tiene mucho de lo que es, o podría ser, la nueva Cinemateca Uruguaya, ir por mi cuenta al Ankerklause. El Ankerklause, pegado al puente Kottbusser, con un deck suspendido sobre el Landwehrkanal, es un bar de motivos marineros, cálido, sin demasiadas pretensiones, con un barman germano súper parco y otro tipo más alegre que siempre pone reggaes tempranos en una rockola vieja. Hay bares más insignes, hay bares más elegantes, más contraculturales, históricos o novedosos, pero hay un extraño anudamiento entre el Ankerklause y mi reconstrucción personal de lo que es Berlín. La razón de este amarre va en cómo funciona mi memoria y cómo conocí el bar.

En 2011, luego de visitar varios rincones de Europa, con mi novia de aquel tiempo decidimos viajar a una Berlín de la que todos nuestros amigos nos habían hablado. A diferencia de otras ciudades para las que nos habíamos preparado, o que eran obvias en su diagramación territorial, Berlín nos desconcertó, en su cualidad de ser una ciudad geográficamente estirada, algo contraintuitiva, armada más para los que la conocen que para turistas inexpertos. Así, los primeros dos días caminamos kilómetros, entre atracciones turísticas evidentes y algunos lugares interesantes que nos topábamos casi por accidente. Sin embargo, no llegábamos a entender o entendernos dentro de la ciudad. Fue a la tercera noche que un uruguayo nos citó ahí, en el Ankerklause, para tirarnos varios piques de lugares para visitar. Se podría decir que las recomendaciones nos salvaron el viaje, y que de alguna manera Berlín empezó ahí, no sólo a partir del momento en que el tipo sacó una servilleta y se puso a garabatear un mapa, sino en ese mismo lugar, la piedra fundacional de lo que es mi construcción de esa ciudad.

Ahí, sentado en el deck, aún en la oscuridad y niebla de este jueves de febrero, me doy cuenta de que en la frontera de mi memoria Berlín comienza ahí, y tomo un sorbo de whisky y la ciudad comienza a crecer alrededor de mí; es como rebobinar la implosión de un edificio y ver cómo el polvo se reabsorbe y los ladrillos se elevan desde el suelo hasta encastrarse todos como legos perfectos.

Es nuestro último día en Berlín y esta es la última página que tengo permitido escribir antes de sobrepasarme de forma irreconciliable con el límite de caracteres de una nota como esta. Parece una comparación metaperiodística un tanto pomposa, pero la sensación de quedarte sin páginas y de que sea tu último día y no saber si podés decir que realmente estuviste en esa ciudad son muy similares.

En el desayuno me encuentro con Moses, un productor y director de Namibia que cada vez que puede se me pone a hablar de Mujica, y me muestra en la tablet que lleva a todos lados una foto suya. En la foto está él, de camisa blanca, jeans y sombrero, sentado con tres mujeres embadurnadas en una sustancia terrosa, los pezones puntiagudos apuntando a este y oeste, las rastas pesadas sobre los hombros, una pasta espesa del mismo color marrón rojizo. Son sus primas, pertenecientes a la tribu himba, que viven lejos de la ciudad, bien internadas en la zona más desértica del país. Durante una semana todos hablamos de nuestros proyectos, de similares problemas que conviven en varios de nuestros países, de angustias homólogas, de bandas, de películas y series de televisión que escuchamos o vemos desde distantes lugares del globo casi al mismo tiempo. Los festivales generan esa extraña noción de una familia de desconocidos que de golpe se parecen mucho a vos, y que podrías visitar en cualquier lugar al que vayas, sin importar cuán raro sea o lejos quede. Y sin embargo, veo la foto (Moses hincado, radicalmente diferente a sus primas, pero aun así cómodo, a gusto, sin esa cara de éxtasis progre que suelen tener los turistas blancos cuando se sacan fotos con niños africanos) y de golpe una extraña sensación rompe esa ficción de universalización que nos rodeaba a todos. Es la primera vez en todo el viaje que alguien parece completamente diferente a mí, y a su vez esa diferencia me permite sentirlo cercano de una manera más real.

Tenemos nuestra última cena en un bar llamado Der Hahn ist tot! (“el gallo está muerto”), y luego de tomar varias botellas de vino, el canadiense Tom nos dice para ir a un bar griego en Charlottenburg, donde un amigo suyo tocaría varios temas con la guitarra. El bar está vacío, pero ahí estamos los que nos atrevimos a ir pese a nuestros tempranos viajes de regreso. Nos bajamos una botella de Tsipouro (una bebida griega parecida a la grapa), y el amigo de Tom lo invita a cantar unos temas de Leonard Cohen. Coreamos a gusto y, después del tercer tema, el guitarrista invita a alguno más de nosotros, como si fuera un karaoke, a elegir una canción. Valur se levanta y pide, ya que andamos con Leonard Cohen, el tema “Famous Blue Raincoat”. Desde los primeros dos versos —“It’s four in the morning, the end of December / I’m writing you now just to see if you’re better”— todos nos quedamos congelados, viendo a Valur cantar poseído, con los ojos fuertemente cerrados, el gigantesco puño rodeando el micrófono. Durante la Berlinale, la enorme complexión del islandés le daba un aire a oso manso caminando entre todos los invitados de The Visitors Programme, pero ahora, en la encarnación de aquel hombre engañado de “Famous Blue Raincoat”, con una voz cavernosa y un sentimiento que más que a Leonard Cohen lo hacen parecer al Nick Cave de The Boatman’s Call, parecería duplicar su tamaño, convertirse en un extraño fenómeno de la naturaleza. Canta “Oh, the last time we saw you you looked so much older / Your famous blue raincoat was torn at the shoulder”, y cuando dice shoulder (hombro) su mano tironea dramáticamente de la credencial de The Visitors Programme que lleva colgada a su cuello y yo, que sólo puedo estar parado a dos metros de él, sin poder dejar de filmar aquello que iba a ser sólo un simple video de un karaoke, me pongo a pensar en si era que uno debía correr o hacerse el muerto cuando se enfrenta a un oso en medio de un bosque. La canción sigue, Valur continúa relatando esa amarga carta al amante de su mujer, y ahí recuerdo la primera charla que tuve con él en el bar de su hotel, su novia que lo había dejado ese mismo día, su decisión de no volver a escribir novelas autobiográficas para no lastimar a nadie. Y ahí está él, desparramando su corazón con las palabras de otro hombre, y me doy cuenta de que por primera vez siento a Berlín no como un recuerdo, sino en presente, Berlín latiendo y saliendo a borbotones en esa voz que siento con el estómago, más que con los oídos.

La noche sigue por distintos periplos. Más alcohol, más bares, terminar en el Roses (un conocido bar gay con una hiriente luz roja y paredes peludas), seguirla en una cantina, volver en pedo al hotel, tratar de que entre todo en la maleta, ir sin escalas a la sala de desayuno —aunque falten dos horas para que salga el taxi al aeropuerto— y aguantarse unas extrañas ganas de llorar, sin saber si es simplemente la falta de sueño o si es la comprensión fugaz del peso de lo que es vivir, y pensar a dónde van a parar todos los recuerdos.

Unas horas después, sentado en el aeropuerto rumbo a Madrid, anoto en una libreta las cosas que vi en esta semana, sólo para sentir que realmente viví aquello, sólo para certificar que estuve ahí: “En un ómnibus, los nudillos de una niña se pusieron blancos del esfuerzo de cargar un hormiguero; una señora con la cabeza envuelta en un pañuelo cruzó Skalitzer Strasse arrastrando un pino de navidad; a las dos de la mañana, un hombre se subió a un vagón vacío, sacó su trompeta, tocó entero un standard de Bill Evans, volvió a meter la trompeta en su estuche y se bajó, sin pedirle plata a nadie —porque no había nadie—; los ojos rasgados de una chica de Singapur miraron hacia los hielos de un vaso cuando me confesó que no sabía nadar; un senegalés salió de las profundidades de los arbustos del Görlitzer Park para ofrecerme marihuana, y cuando le dije que no ninguna expresión se dibujó en su rostro: volvió a esconderse, sin girar sobre sus talones, como si hiciera un moonwalk de nuevo hacia el follaje; un perro que corría por el Treptower Park se quedó en súbito silencio cuando se enfrentó a la estatua del soldado soviético que parte una esvástica con su espada; una vendedora de Oranienstrasse creía que nadie la miraba y movió sus hombros mientras sonaba en una radio de su tienda una canción de Marvin Gaye; vi a un viejo y su mujer en una parada de ómnibus, los dos tiritando pero sin expresión de sufrimiento, y me imaginé a ella diciéndole ‘no entiendo, ¿por qué nos pasa esto?’, y a él respondiéndole ‘¿y por qué no?’: alemán, estoico, atravesado por el frío de la historia”.