Marta estaba decidiendo si se prepararía una o dos tostadas cuando sonó el timbre. Al abrir la puerta encontró a un veterano de barba blanca, con cara de bueno. Temió el mangazo.

—En este momento no tengo nada.

—Tranquila, Marta. No estoy aquí para recibir sino para dar.

Ella no recordaba que el timbre tuviera un cartelito con su nombre.

—Va a tener que disculparme, estaba a punto de merendar.

—Es un segundito. Solamente venía para entregarle la palabra del Señor.

Extendió unos folletos con su mano derecha. Marta se quedó quietita, sin mover un dedo.

—¿Es alguna clase de broma?

—No sé por qué lo dice.

—Los folletos tienen su cara.

—Ah, jejeje. Eso. Es que cambié de agencia de marketing y me sugirieron que hiciera un acercamiento más personal a mis fieles. O mejor dicho, a mis fieles potenciales.

—¿Usted es Dios?

—¿Vio lo que le digo? Mi hijo no puede salir a la calle sin lentes negros porque lo atomizan con pedidos de milagros, multiplicación de comidas... Quedan pocos leprosos en el mundo, pero le juro que da dos pasos y se le tiran encima.

—Lo imaginaba más gordito.

—Por eso Papá Noel se viste de rojo, para diferenciarse de mí.

—Bueno, ahora parece que los dos van casa por casa.

—Jajaja. Es buena. ¿Le interesa entonces recibir mi palabra?

—No sé. Antes de usted pasaron un montón de veces con la misma cantinela.

—Ya no habrá más intermediarios. Tuve muy malas experiencias con ellos. ¿Sabe que pedían dinero en mi nombre?

—De eso se tratan todas las religiones organizadas.

El creador del universo se llevó una mano al pecho, como sujetándose el corazón.

—¡No lo puedo creer! Como si yo precisara dinero para algo.

—Bueno, para mantener los templos, alimentar a los pastores...

—Soy todopoderoso, Marta. Puedo crear cualquier cosa que necesite.

Para demostrarlo, hizo una mueca similar a la del cinco de la muestra en el Truco y junto a él apareció una bolsa de plastillera desbordante de billetes de cincuenta, cien y doscientos setenta y tres dólares. Estos últimos tendrían validez siempre y cuando Él lo quisiera. Repitió el movimiento nasal y los billetes se esfumaron.

—¿Me cree?

—Supongo que sí. ¿Y la mujer? ¿Lo de tratarla como un ser de segunda también fue idea de ellos?

Las mejillas de Dios se enrojecieron.

—Tuve una adolescencia muy solitaria, y confieso que le eché la culpa de mi virginidad a las hembras que no respondían a mis galanteos. En realidad la culpa era mía, por vengativo y por cruel. Fíjese que veía un par de pueblitos gozando del sexo y los destruía de pura envidia.

—Y tengo que creerle que ahora cambió.

—Ahora no, hace más de dos mil años. Conocí a una chica, confieso que bastante menor que yo. Gracias a ella fui padre, y entre mi hijo y las personas que lo rodeaban aprendí un montón de cosas.

—Los que me golpeaban la puerta no parecían haberse enterado.

—Quédese tranquila que hay un lugarcito cálido y oscuro que los está esperando.

Ambos sonrieron.

—Ahora sí, ¿le interesa mi folletería? Tengo también estos stickers, y todavía me queda alguna remera.

La prenda de vestir tenía estampada la frase “El Señor golpeó mi puerta”, y más abajo en letra pequeña “Literalmente”.

—Supongo que no me haría daño enterarme un poco de lo que usted realmente piensa.

—Muy bien. Sírvase —le dio las cosas—. Ahora solamente tiene que firmar aquí.

—¿Qué es esto?

—Es un documento para asegurarme de que sus comentarios en las redes sociales sean adecuados.

Marta miró el contrato de varias páginas.

—Disculpe, pero sigo sin entender.

—La información que tengo dice que a usted la siguen más de mil personas en las redes sociales.

—Saco buenas fotos, no lo voy a negar.

—Con más de mil seguidores califica como microinfluyente. Eso quiere decir que si hace mención al contenido de los folletos, o aparece en una foto con la remera, debe seguir esta guía y revelar que recibió la información de mi parte. El mensaje debe ser fácilmente perceptible y difícil de pasar por alto. Por ejemplo, “Dios me entregó material acerca de su palabra”, o simplemente el hashtag #PatrocinadoPorDios.

—Eso para asegurarse de que hable bien de su creación.

—No necesariamente. Es libre de dar su opinión sincera. Si va a utilizar lenguaje soez, mande un correo electrónico y se lo apruebo.

—Mire, espero que no se ofenda, pero esto es demasiado para mí.

Le devolvió los folletos y la remera, que Dios volvió a doblar y guardó dentro del morral que cargaba.

—¿Está segura?

—Entiendo que en estos tiempos haya que reglamentar todo, simplemente prefiero mantenerme al margen.

—Agradezco su honestidad. Voy a continuar predicando en la casa de al lado. Buenas tardes.

—Buenas tardes.

Marta preparó las tostadas y sintió calor, así que se sacó el buzo de algodón que llevaba puesto. Descubrió que debajo tenía puesta una remera con la cara del diablo, que la semana anterior habían dejado junto a su puerta. Ni siquiera le gustaba el diablo, pero era mucho menos quisquilloso.