Por lo menos tres notas de apariencia luctuosa en este número. La investigación de tapa, obviamente, sobre la forma en que se viene procesando el derecho a la muerte digna. También está el cuento de Virginia Mórtola, que habla de un embarazo interrumpido. Y está el reportaje de Glenn Nelson sobre una familia de águilas pescadoras cuyo pichón —y “Pichón” se titula el cuento de Mórtola— muere debido a cambios en su hábitat ocasionados por nuestra civilización.

Pero decía “apariencia”. Quizás sea este último artículo, el de las aves, el que con optimismo militante muestra de manera más directa la relación entre el fin de una vida y la reacción positiva que puede llegar a desencadenar. De modo similar, el debate sobre la muerte digna ilustra no sólo sobre circunstancias terminales, sino en cuanto a cómo se ha avanzado en distintas partes hacia lo que debe considerarse un derecho humano básico. (No quiero arruinar el final del relato de Mórtola).

En cambio, la crónica de Berlín de Agustín Acevedo resulta más melancólica de lo que cabría esperar según el tópico del viaje. Ya es más difícil encontrar el “lado luminoso” en el reportaje de Luciana Rodríguez Sacco sobre el grupo de campesinos paraguayos condenados tras un proceso que careció de las garantías mínimas y que parece más bien castigar su activismo por los derechos de los trabajadores rurales. Tampoco parecen favorables las perspectivas para los habitantes de Belfast, una ciudad donde la segregación nacionalista se asemeja a la de Palestina, como muestra el reportaje de la belga Marika Dee.

En el otro extremo, en la zona reluciente, están, además de los humoristas gráficos —Langer, Andrés Alberto, el retornante Sala—, dos perfiles distantes: el de Alicia Berardi, la primera corredora uruguaya de maratón, y el de Sassy Science, una drag queen española que se dedica a la divulgación sobre nanomateriales. Como decían los Stranglers —¿a pesar de su nombre o por causa de él?—, siempre es el sol.