Preocupado por las amenazas ambientales, y tras comprobar que la mayoría de los parques y reservas naturales son disfrutados por personas blancas con ingresos superiores a la media, Nelson creó The Trail Posse (trailposse.com), desde donde promueve la inclusión y la igualdad en el acceso a las actividades al aire libre.
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A lo largo de tres meses y medio realicé más de 30 visitas a un nido sorprendentemente urbano: estaba en el centro de Seattle, a la sombra del campus de la Universidad de Washington, donde las ambiciones aumentan y disminuyen tan repentina e inesperadamente como las vidas de algunas de las criaturas que monitoreaba.
El objeto de mi obsesión era una familia de águilas pescadoras, los seductores depredadores alados que, como tantas otras especies residentes del noroeste del Pacífico, se especializan en capturar peces. Tenía la esperanza de que tomar miles de imágenes de un solo tema le diera mayor enfoque a mi fotografía, y también pensaba que las notas y observaciones de mi proyecto darían nueva inspiración a mi búsqueda personal por fortalecer la conexión entre las comunidades no blancas y la actividad al aire libre.
La elección del tema fue obvia: amo a los pájaros. Los he estado alimentando, observando y fotografiando durante décadas. Son el punto de apoyo de una relación en torno a la naturaleza que construí con mi hija menor, Mika, que tiene un trastorno genético; involucrarse con criaturas emplumadas le proporciona una fuente de ejercicio físico y un sentido de conexión que a menudo no puede encontrar en ambientes prejuiciosos y caóticos dominados por el hombre. Además, Paul Bannick, el amigo que ayudó a encender mi pasión por la fotografía de la vida silvestre, es sin duda uno de los principales expertos de este país en otra ave de presa con atractivo masivo: el búho.
Lo que no esperaba era el dramático desenlace del proyecto, algo que no había visto venir, como un puñetazo en el estómago que me dejó aturdido y buscando orientación. Ocurrió un día a fines de agosto, en un rincón de vida silvestre de 30 hectáreas llamado Área Natural de Union Bay. Allí, un voluntario de PAWS (la organización de refugio animal) arrojó una manta Tommy Hilfiger sobre una joven águila pescadora que estaba en la tierra, atontada y probablemente deshidratada. Nunca volví a ver al ave rapaz.
Unas horas más tarde, recibí un mail que comenzaba con esas palabras que nunca queremos leer: “Lamentablente, informamos que...”. A la mañana siguiente, en la privacidad de mi hogar, lloré, larga y profundamente, por una vida aviar que terminó demasiado pronto. Después de procesarlo unas semanas, ahora deseo que el vínculo emocional que sentí se pueda embotellar y distribuir.
Un bálsamo tan poderoso como ese puede ser de ayuda para la causa de nuestras preocupaciones medioambientales y de conservación. En el movimiento para conectar a las comunidades subrepresentadas con las reservas estatales y con asuntos urgentes como el cambio climático, el compromiso local y accesible se ha convertido en el Santo Grial. Y, virtualmente, me habían golpeado en mi propio patio trasero.
Pasé más de 125 horas en Union Bay, tanto tiempo que mi esposa y yo comenzamos a referirnos a mi paradero simplemente como “el nido”. La mayor parte del tiempo estaba solo, esperando, observando y pensando. Quería contar una historia de la naturaleza cercana que, a su vez, pudiera construir puentes hacia lugares al aire libre más distantes y, por lo tanto, promoviera decisiones políticas en un país que experimenta profundos cambios demográficos y ambientales.
Pero cuando uno ve en cámara rápida el ciclo de vida de un solo ser, y es testigo íntimo del baile diario entre la vida y la muerte, el relato se vuelve más intenso y personal.
Nos enteramos de esto gracias a la saga de la madre orca Tahlequah (también llamada J35), cuya “gira de dolor” con su cría muerta cautivó la empatía de muchos. La tragedia de Tahlequah se desató en las orillas de mi ciudad natal, mientras yo estaba con las águilas en Seattle. Parte del atractivo de su situación se basó en que pertenecía a una población en peligro crítico. También contribuyó el escenario público del drama, así como la naturaleza carismática de las “ballenas asesinas”, que en realidad son delfines.
Tahlequah compartía muchas de las cualidades de las águilas pescadoras que vi en Union Bay. Había elegido seguir a estas aves de presa porque, como la atesorada águila calva, se recuperaron del estado de peligro de extinción causado por el uso generalizado de DDT y otros pesticidas. De hecho, se puede argumentar que el águila calva se recuperó gracias al impulso de la ultrarresiliente águila pescadora.
Las águilas calvas —símbolo nacional estadounidense— son fervientes carroñeras, y las águilas pescadoras, con su talento superior para capturar peces, son para ellas lo que Tiffany para los ladrones de joyas. En el acogedor e interdependiente hábitat que observé las grandes garzas azules también establecieron una residencia cercana a las águilas pescadoras, pues los “halcones de peces” ahuyentan a su némesis común (las águilas calvas), desempeñando el papel de ángeles guardianes en el vecindario aviar.
Puede que el águila pescadora y el águila calva hayan encontrado la compatibilidad ambiental. Ambas especies están clasificadas como amenazadas por el cambio climático, según la National Audubon Society. Se proyecta que para 2080 el águila pescadora perderá 79% de su distribución de verano en Estados Unidos, de acuerdo a los modelos climáticos de dicha organización. Su tenacidad y apariencia distintiva, con los ojos vendados y las largas garras largas circulares, hacen que sea fácil ponerse de su lado. Las plataformas artificiales, como las que observé, la han ayudado en su necesidad de establecer nidos abiertos a gran altura, es decir, a sobreponerse a la tala de árboles y al desarrollo de la línea costera. Además, el hábito de anidar en construcciones humanas brinda hermosos espectáculos públicos y abre muchas posibilidades educativas.
La plataforma en Union Bay ofrece una vista particularmente generosa. Está a sólo 12 metros de altura, por lo que no hay que esforzarse mucho para observarla claramente. Aun así, a menudo me lamentaba —pero también me maravillaba— por nuestro aislamiento: éramos sólo las águilas pescadoras y yo. Si hubiera habido seres humanos, creo que hubieran desfilado delante del nido sin dirigirle una sola mirada, incluso cuando las llamadas de las hembras fueran especialmente ruidosas e insistentes. Algunos días, pasaron horas sin ningún tipo de tráfico peatonal. Para mí, se estaban perdiendo un programa mejor que cualquiera de Netflix (si hubiese sido una serie, sería de esas que tienen temporadas largas).
El primer día de mi guardia, a principios de mayo, llevaba pantalones largos y un abrigo de lana. Racimos de niebla persistente se retorcían en el aire matinal, y los conejos parecían los únicos seres vivos en movimiento. Luego vi a un coyote solitario, que desapareció rápidamente cuando bajé mi cámara del trípode para fotografiarlo. En el último día de mi vigilia, 18 semanas después, en agosto, llevaba pantalones cortos y varias capas de protector solar. El cielo estaba envuelto en el humo acre de los incendios forestales que quemaron más de 12.000 kilómetros cuadrados en la Columbia Británica canadiense.
En el medio, vi a la pareja reproductora reforzar el nido, pescar para alimentarse, dar volteretas y chocar con otro par de águilas pescadoras que se encontraban cerca. Constantemente eran acosadas por cuervos, y continuamente persiguieron a un par de águilas calvas que anidaban en el sur y a otra pareja joven un poco al norte.
No pude registrar con mi cámara los dos momentos más memorables que presencié. Una mañana había empacado para ir a desayunar con mi sobrino, cuando escuché un alboroto mientras me alejaba. Al darme vuelta, vi a las dos águilas pescadoras atacando a una de las águilas calvas adultas justo debajo del nido. Otra tarde, me paralicé fascinado por una multitud de cuervos que brotó repentinamente de los árboles cercanos, guiados por un par de halcones peregrinos que gritaban en el aire como si fueran propulsados por un jet.
Sin embargo, la cosa más escalofriante que presencié, varias veces, fue un grupo de jóvenes, equipados con lo que parecían las mochilas de protones de los Cazafantasmas, rociando glifosato en todas partes.
También fui testigo de las idas y venidas de un elenco secundario venido directamente de la cubierta Lido del arca de Noé: además de coyotes aulladores y conejos saltarines había garzas verdes, avetoros americanos, martines pescadores, chorlos gritones, patos hoyuyos, pagazas piquirrojas , tortugas, vencejos de Vaux, rascones de Virginia, cormoranes de doble cresta, esmerejones, mirlos de alas rojas y halcones de cola roja, sólo para nombrar las variedades menos comunes. Una vez, de pie en el borde de la entrada detrás del nido del águila pescadora, me sobresaltó un gran chapoteo; cuando miré hacia afuera vi que era un castor que enviaba una advertencia golpeando su gran cola plana contra el agua.
El 4 de julio no hubo fuegos artificiales, pero claramente la vibra se volvió más seria. Dos crías aparecieron en el nido del águila pescadora. La conversación y la actividad de las dos águilas adultas aumentaron. Había algo fuera de lugar, sin embargo. Me fui a hacer un reportaje a mitad de mes y cuando regresé uno de los polluelos se había ido. El más grande de los dos se quedó.
Para entonces, había detectado ausencias anormalmente largas de ambos adultos; es raro que las águilas hembras dejen un nido con crías, excepto por tramos cortos en elevaciones cercanas. Otros observadores de la zona notaron lo mismo sobre los padres ausentes: Connie Sidles, naturalista y gestora que ha escrito libros sobre el sitio, y Larry Hubbell, quien escribe un popular blog de fotografía sobre la zona, el Union Bay Watch.
Durante las últimas semanas de vida del águila pescadora joven, noté otro cambio marcado. La hembra adulta comenzó a hacer frenéticas llamadas de petición durante hasta 25 minutos seguidos, que no eran atendidas por el macho, supuestamente el indicado para proporcionar comida a la cría y a la madre. Pronto, la hembra comenzó a irse por largos períodos de tiempo. Durante varias de mis estancias de tres a cuatro horas no vi a los adultos. El águila pescadora joven apoyaba su cabeza en el borde del nido, me miraba (o, más probablemente, a mi cámara) y emitía un chirrido. Luché para no antropomorfizar al animal.
Luego, al comienzo de los últimos cuatro días, los adultos parecían estar persuadiendo al águila pescadora de que intentara su primer vuelo fuera del nido. La hembra emitía sonidos hacia su descendencia, y saltaba desde la plataforma de anidación. El macho traía peces al nido pero se los llevaba inmediatamente, para dar un círculo y repetir la maniobra, alardeando de la captura fresca justo frente al joven, y después volaba nuevamente. Había urgencia en el aire.
Debido a que el vuelo inicial parecía inminente, volvía a diario. Lo que planeé como un chequeo rápido en la última tarde se extendió hasta el final. La joven águila maniobraba continuamente hasta el borde del nido, miraba hacia abajo, canturreaba precipitadamente y parecía estar a punto de dar el salto. Cada vez, retrocedía. No estaba lista. Ni siquiera la había visto hacer bien el “helicóptero” (aletear varios palmos por encima del nido), como hacen las águilas pescadoras cuando se preparan para la partida. Me fui cuando se puso demasiado oscuro como para ver bien. La joven águila pescadora no se había alimentado; se había perdido dos turnos de comida.
Regresé a la mañana siguiente —la última mañana—; había programado mi llegada para lo que generalmente era la primera alimentación del día. Una mujer se alejó sacudiendo la cabeza mientras me acercaba. “No hay señales de vida”, dijo con gravedad. Miré hacia el nido vacío y se me estrujó el corazón.
Me quedé esperando un milagro: que la joven águila pescadora hubiera desarrollado en la noche la capacidad de volar. Había pasado tanto tiempo alrededor de estas aves que me sentía en una sintonía especial con ellas. Hubiera sido capaz de localizarlas por su sonido en elevaciones distantes, o en sitios lejanos. Esa conexión me fue útil una última vez. Escuché un débil canto y encontré a la joven águila pescadora en el suelo.
La observé durante varias horas, haciendo lo único que podía hacer por ella: evitar que las personas y los perros la pisotearan. Sus padres finalmente aparecieron; la hembra, absolutamente cacofónica. Se fue y regresó con un pez, primero al nido, y luego a un álamo cercano que los dos adultos preferían. Durante gran parte de esas últimas horas, la joven águila pescadora joven pareció seguirme. Me permití una fantasía antropomórfica optimista: “Apenas puedo esperar a ver el resto de la vida de esta águila pescadora, y tendremos esta conexión para siempre”.
Unos días después, el voluntario de PAWS me escribió para avisarme que su organización rehabilitaba en promedio a un adulto y a un águila pescadora joven cada año. Sin embargo, en este caso, su equipo veterinario no había tenido el tiempo ni los recursos para realizar una evaluación post mortem. Hubbell, Sidles y yo nos quedamos para comparar notas con Jim Kaiser, el experto de renombre nacional en aves rapaces que había instalado la plataforma de Union Bay.
Sobre la base de nuestras observaciones, Kaiser especuló que habíamos presenciado un caso de “estrés alimentario”. Los peces en el lago Washington eran lo suficientemente abundantes, incluso con el aumento de la temperatura, dijo. El desafío probablemente fue la maduración de un par de águilas calvas juveniles que anidaban cerca, así como también de otras que no detectamos, pero que eran conscientes de la presencia de las águilas pescadoras. La mayoría de ellas probablemente fueron robando y golpeando a la pescadora macho con más y más impunidad. Yo había notado que el macho había regresado al nido varias veces con las manos vacías. No le di mucha importancia, pero Kaiser dijo que eso era una elocuente prueba.
“El águila pescadora debe pagar impuestos al símbolo nacional”, fue la forma en que lo expresó.
Tiene sentido. En algún momento, el instinto de supervivencia en las águilas pescadoras adultas se activó, e hizo un cálculo frío sobre la propagación de la familia o, en mayor medida, de la especie. Eso explicaría las ausencias prolongadas de los adultos, especialmente de la hembra. Primero tomaron riesgos para alimentar a sus crías, y esos riesgos se intensificaron ante la necesidad de alimentarse a sí mismos. No me gusta el resultado, pero es la explicación que he decidido aceptar.
Causa de la muerte: la vida.
A veces vuelvo a ver un video que hice de mi emplumado amigo difunto. Con su madre mirando desde la entrada al nido, el águila joven llama en lo que puede interpretarse como un tono alegre. Luego agita sus alas salvajemente, yendo a ninguna parte, pero absolutamente determinada. Me hace sonreír y siento algo además de felicidad. Es una esperanza colectiva, creo. Porque cuando se apaga esa esperanza, ya sea en la forma de una cría de águila pescadora o de orca, en el duelo sentimos nuestra conexión como seres del mismo mundo.