En la noche del cuatro de mayo de mil novecientos setenta, un varejón de eucalipto, mocho y fileteado a machete, algo verdoso aún en los pliegues de la cáscara, se incrustó como lanza en el ventanal delantero del bar Encarnación, llevándose puesto una mesa sin comensales y dos o tres casilleros de cerveza, repiqueteando el vidrierío sobre el piso de madera y despertando de un sueño profundo al bolichero Gregorio Aldao, que, habiendo clavado la cabeza sobre el mostrador de cármica, soñaba con la mujer de un rematador de ganado que conoció una vez. Simultáneamente, en varios puntos del pueblo, otros sucesos se concretaron en conjunción: la campana de la iglesia comenzó a sonar sin que nadie le estuviera dando al badajo; un surco de tierra atravesó de punta a punta la plaza, dando vuelta los canteros de florcitas y haciendo tambalear algún banco; el techo del depósito de forraje se desprendió limpito; la ropa colgada en las cuerdas sobre los patios de todas las casas se liberó de los palillos y echó a volar; los tres escalones de pórtland mal terminados en la entrada de la comisaría se pulverizaron, y en los gallineros de Paiva, a la salida del pueblo, una chapa decapitó a las gallinas ponedoras que dormían el sueño de los justos. Sobre la medianoche, la oscuridad cerrada de aquel otoño revenido se disipó de golpe, y una luna amarilla y barrigona alumbró de tal forma las cosas que muchos nos dimos cuenta, espantados, de la contundente cercanía en la que estábamos viviendo.

A la tarde siguiente, tras dar una vuelta por el pueblo para constatar otros incidentes de la noche, ninguno de nosotros pensó en la maleta repleta de baratijas coloreadas y accesorios minúsculos que había sido abierta y cerrada en los patios varios días atrás, ni mucho menos en un ser atemporal con la cola azufrada. Luego de la inspección nos dejamos caer por el bar como lo hacíamos siempre, en manada, conformando una legión casi invisible alrededor de la mesa de billar, los reservados y el cuarto de baño. Aunque los vidrios habían sido barridos, el varejón seguía empotrado en el ventanal. En el mostrador, el comisario Cesarín Lestido estiraba una caña, mirando sin ver los estragos, mientras tamborileaba con los gordos dedos sobre la cármica desgastada. La gorra colgaba desteñida de la empuñadura del arma de reglamento y una porción de camisilla blanca aparecía, honrosa, bajo la tela de la camisa, allí donde un botón había cedido al impulso colosal del abdomen. A su lado, del otro lado de la barra, Aldao se esforzaba con una lapicera sobre una libreta espiralada, con tal ímpetu que al principio creímos que estaría redactando una relación de los misteriosos sucesos nocturnos pero que, al acercarse uno de nosotros, supimos que no era más que una acumulación de rayas sin sentido.

La puerta se abrió con estrépito y entraron dos hombres.

Barbaridad, dijo el más viejo contemplando el varejón, mientras el otro se quitaba la boina para rascarse con saña la cabeza, no en un gesto de extrañeza sino de simple picazón. El viejo se llamaba Aquino y era un tambero de Las Brujas; al de la boina no lo conocíamos, pero supusimos que sería empleado del otro. Ninguno de los dos reparó en nosotros, asimilados como estábamos a la opacidad del ambiente. Los cuatro hombres se estrecharon maquinalmente las manos. A mí echame un espinillar y a este ponele una caña, dijo Aquino, y serví la vuelta acá para el comisario. Agradecido, dijo el uniformado sin dejar de tamborilear.

El bolichero sirvió las copas con una parsimonia que parecía adrede, para volver luego a los rayones en la libreta.

El tiempo está malo, dijo Aquino tras el primer trago.

Como nadie le respondió, uno de nosotros carraspeó y largó en procesión la referencia a los misteriosos sucesos nocturnos, en un mejunje de nombres y datos que provocaron en el rostro de Aquino, hierático por naturaleza y de un rojo macizo, resultado de una acumulación de soles inmemoriales que unificaba hasta desaparecer accidentes y expresiones, algo muy parecido al asombro.

Primero miró al de la boina, que parecía desentendido de todo hasta el punto de no registrar lo antes hablado, y luego enfocó la vista en el comisario, que cortó de golpe el tamborileo y asintió a lo dicho con gravedad. El viejo le pegó un trago al espinillar y se restregó las manos como si, de golpe, lo hubiera abrazado una corriente de frío.

No queda otra, dijo entonces el comisario como para sí mismo pero con la suficiente fuerza para ser escuchado por los demás, que esto sea cosa del vendedor.

Todos evocamos entonces la figura vulgar que, algunos días atrás, cargando una maleta de cuero atada con una correa, había aparecido por el pueblo para vender chucherías casa por casa. Vestía un traje de franela desgastada, un sombrero panamá con varias abolladuras y unos zapatos polvorientos, a los que era imposible adivinarles el color. Había alquilado una pieza en lo de Mariana y por dos o tres días se había dedicado a recorrer el pueblo, ofreciendo a nuestras madres y abuelas un muestrario de pequeños objetos, innecesarios y ridículos, caros y chillones, que representaban, según él, el último grito de la moda en Montevideo y Buenos Aires. Su fenicia prédica se encontró, sistemáticamente, con el desinterés y el rechazo de nuestras madres y abuelas, que, tras escuchar desde los patios el champurreado de virtudes y beneficios de los abalorios, lo despedían con un portazo. A la tercera o cuarta mañana se había dejado caer por el bar Encarnación, donde tras beber una Coca-Cola ante la mirada bueyuna de Aldao, acomodándose el pantalón de franela y arrastrando la maleta, había salido diciendo una frase lapidaria: “Qué pueblo de mierda”.

Aquella última tarde, el vendedor había vuelto a la ruta de los días previos pero no para ofrecer su mercadería sino para contemplar con una sonrisa desencantada los rostros de las mujeres que volvieron a abrirle las puertas. No decía nada, sólo reía. A la segunda o tercera cuadra alguien fue a avisarle a Lestido, que sesteaba en su oficina en semipenumbras, y el comisario, tras lavarse la cara en una palangana en el pasillo, le había pedido al milico de guardia que le trajera la patrulla para salir luego él mismo a buscar al vendedor. Lo había encontrado en la plaza, recostado contra un plátano, y sin bajarse de la camioneta le había pedido que subiera. El otro había acomodado la maleta en la caja y subido sin chistar, el comisario había arrancado el motor y luego habían salido del pueblo. Esa fue la última vez que vimos al vendedor.

Lo llevé hasta la Curva de Brando, dijo entonces el comisario, como si estuviese repasando el periplo de aquella tarde para sí mismo y necesitara al mismo tiempo que un auditorio lo oyera y se lo confirmara. No habló nada en todo el viaje, sólo miró por la ventanilla las poblaciones que pasaban y cuando ya no hubo casas para mirar se entretuvo con los árboles y las vacas.

¿Y usted qué le dijo?, preguntó Aldao deteniendo unos instantes la lapicera sobre la libreta.

Le dije lo que le tenía que decir: que este es un pueblo tranquilo y que no toleramos a los revoltosos, a los haraganes, a los que se llevan las leyes por delante y a los que molestan a las mujeres.

Bien dicho, dijo Aquino. Ni yo lo hubiera dicho mejor.

El comisario esbozó una sonrisa bajo el crinudo bigote. Cuando llegamos a la Curva, paré y le dije que se bajara. Me bajé yo mismo y le alcancé la maleta. Le pregunté entonces si le había quedado claro lo que le había dicho y que no lo quería ver más en el pueblo.

Bien dicho, dijo Aquino, sí: bien dicho. Ni a mí me habría salido mejor. ¿Y?

Lestido le hizo un gesto a Aldao para que le sirviera. El tipo empezó a reírse, dijo, a reírseme en la cara. Y entonces me calenté.

No era para menos, acotó Aquino.

Ahí nomás me saqué el cinto y lo curtí a cintazos por el lomo, dijo el comisario mandándose la copa de un trago. A cada golpe que le daba, el fulano se reía más y más. Paré cuando la franelita aquella se hizo tiras y el tipo, arrastrándose entre los yuyos, callado ahora, intentó alcanzar la maleta. Fue entonces cuando me dijo que una noche de estas volvería y que todos en el pueblo nos enteraríamos de su poder.

El comisario miró por primera vez en la tarde hacia donde estábamos nosotros, que le devolvimos la mirada con asombro y perplejidad, pues habíamos captado en los ojos abotargados del hombre más fuerte del pueblo una pátina fugaz de miedo. El que habló, entonces, fue el tipo de la boina, al que dimos en suponer empleado del viejo Aquino y que hasta el momento no había pronunciado palabra, concentrándose todo el tiempo en el vaso con caña.

Lo que dijo fue tan confuso que ninguno de los que estábamos allí pudo encontrarle algo de sentido, pues mezcló en su discurso, que pronunció sin mirar a nadie, algunas historias oídas en fogones de estancias con las picardías de un Satán joven en la Tierra. Sólo a la noche, cuando les contamos todo aquello a nuestras madres y abuelas, comenzó a filtrarse por entre las voces de las más viejas una titilante y apaciguadora luz de entendimiento.