Manos bañadas de tierra, coraje, unión. Las hermanas Plácido se llevan 13 meses de diferencia. Viven en Barrio Pascual, San José. La mayor, Mariela, contó a la diaria que siempre soñó con trabajar codo a codo junto a Alba, la menor, pero antes de lograrlo tuvo que ser lavandera y realizar changas. Alba fue trabajadora doméstica; luego de años de esfuerzo, logró arrendar los terrenos donde ahora practica la horticultura. Está buscando transitar hacía un camino más agroecológico y dejar de lado la matriz convencional de producción. Ambas se encuentran en la casa de Rita Portillo, una vecina de la zona que es productora agroecológica. Más tarde se acercaría Silvia Rivero, trabajadora en un tambo. Ellas, junto a otras nueve compañeras, son integrantes de la cooperativa de mujeres rurales Juntas por Más.

Juntas por Más nace a partir de cuestionarse qué hacer con los excedentes de las cosechas. Cada una tiene una huerta agroecológica u orgánica en su casa y cada una pone frutas y verduras para realizar canastas que más tarde serán vendidas. Desde diciembre tienen su propia cocina comunitaria; también forman parte de una articulación de 54 artesanos y están buscando la forma de poder implementar el trueque. “Con una vecina ya tenemos la costumbre de no ver plata: yo te doy algo y vos me das otra cosa”, retrató Alba. Por la emergencia sanitaria no han podido realizar actividades sociales, pero en agosto van a dictar talleres para ayudar a los vecinos a realizar sus propias huertas. Alba planteó que buscan “enseñarle a la gente lo que puede plantar, en qué época y cómo hacer para que no le entren plagas”.

Si bien la integración de la organización es reciente, están juntas desde hace décadas. En 2005, formaban parte de un grupo de productores mixtos que convocó Uruguay Rural, un proyecto del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP). “En aquel momento tuvo el arranque por una política pública. Nos reunieron a los productores chicos para ofrecernos ayuda, después de manifestar nuestras necesidades”, contó Rita. Sin embargo, las mujeres integrantes querían formar su propio grupo. “Los varones no nos apoyaban, pensaban en problemas, y tenía que haber un consenso que no surgía”, recordó. Diez años después, con la aparición del programa Somos Mujeres Rurales, también del MGAP, pensaron: “Esto es para nosotras”. Con la misma idea de trabajar con los excedentes, presentaron un proyecto y consiguieron el apoyo en la compra de una cocina y un freezer en que guardaban la producción y la elaboraban en invierno.

“Nuestro grupo una de las cosas por las que está luchando es que todas nos valoremos y tomemos el lugar que nos corresponde, al igual que cualquier otro ser humano. No quiero que seamos siempre las postergadas. Yo no quiero que ninguna de mis compañeras me diga que no puede. Todas podemos, a distintos tiempos, pero podemos. Podemos estudiar, podemos trabajar, podemos lograr lo que se nos ocurra, aunque sea lento”, transmitió Rita.

Ir por otro camino

“Yo vivo en el campo con mi marido, me crie en una época machista, pero siempre fui audaz, desde que me casé trabajé por fuera, siempre tuve mi plata. Volvimos a lo natural haciendo talleres y conociendo a otros grupos de mujeres rurales”, dijo Mariela. En una de las reuniones se encontraron con otra cooperativa de mujeres en Florida y vieron cómo deshidrataban los excedentes. “Yo les copié todo”, recordó entre risas, y agregó que extraña ese tipo de instancias de intercambio. Ahora también tienen secadoras solares para tratar los morrones, ajos y hasta algunas frutas. De a pasitos han logrado avanzar. En 2016, recibieron ayuda del Programa de Pequeñas Donaciones (PPD), implementado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), y compraron su primer tractor.

Han buscado aprender sobre cómo producir de una forma cuidadosa con el medioambiente. Las integrantes cuentan que las instancias con el PPD y el MGAP fueron fundamentales. “Ahora en mi casa tengo todo orgánico, los obligué, porque el PDD nos hizo entender que estábamos contaminando y nosotros queríamos que nuestros hijos supieran lo divina que es la tierra, porque después se van a estudiar”, aseguró Mariela.

Una de las técnicas que aplican en sus huertas para no tener que utilizar agrotóxicos es la construcción de cercos vivos agroecológicos. Funcionan como una barrera física a la entrada de polvos y otros contaminantes provenientes de calles o carreteras; también impiden el paso de algunos insectos que podrían dañar la producción. Por ejemplo, el cerco de Alba está compuesto por árboles frutales, menta, orégano y albahaca.

Choque con las exigencias

En la cocina comunitaria –o “la sala”, como prefieren llamarla– es donde manejan una parte de los excedentes y crean mermeladas o productos de conservas. “Nosotras queríamos la sala, pero no sabíamos que tenía un vagón de burocracia”, manifestó Rita.

El dinero con el que contaban “fue poco” y se sumó “un block enorme de preguntas y respuestas” sobre el manejo de los productos al que no estaban acostumbradas. “El lugar también fue complicado, no se podía hacer en la casa de ninguna de nosotras. Teníamos que buscar un lugar que pudiéramos ir todas, que nos quedara cerca”, indicó Mariela. Estaba el precedente de que un par de compañeras de la cooperativa se habían apartado por las distancias largas en el medio rural, además de la dificultad en la movilidad. Contó que para construir el comedor necesitaron un arquitecto y el presupuesto se elevó. También sostuvo que las pautas de la Dirección Nacional de Bromatología son “muy exigentes”.

La cocina comunitaria es una cálida piecita construida de isopanel donde está la cocina, estantes para guardar los productos y recordatorios de recetas en las paredes. “La mandamos hacer y estuvo meses en la casa del hombre que la hizo. Teníamos que respetar la higiene, que tenga una entrada y salida correctas, que exista una cortina. También tenemos carné de manipulación de alimentos”, relató Alba. Ahora está ubicada en un predio de la Comisión de Fomento de Barrio Pascual, donde ella es la presidenta. “La salita es divina, pero nos cansó”, sumó su hermana.

Mariela insistió que “cuando le decís el precio a la gente se te ríen en la cara, no tienen idea del trabajo y que lo agroecológico es mucho más caro”. Mientras hablaba señaló la cosecha y agregó: “Demora más; lo convencional vos lo sacás y ponés un producto atrás del otro, pero con el glifosato. Nosotras no lo utilizamos”. Más adelante Alba contaría que a veces se “ataca de la cintura” y tiene un “problema grandísimo en los pies” que la obliga a usar plantales. Si bien bromea con que se va a comprar una silla eléctrica porque no la van a parar, el esfuerzo se nota.

Algo tan simple como un té

El miércoles es el día de armar canastas. Después de que se terminó el trabajo está la hora del té, con la mesa desbordada de comida casera que funciona como excusa. “A mí me daba vergüenza ser mujer rural, pero ahora estoy súper orgullosa. Vos te crias con aquello de que estás en el campo y parecés ignorante a todo, sufrimos marginación de todos los colores: no tenemos un sueldo, como yo me crie así pensé que no tenía derecho. Ahora mis hijos no, ellos empezaron a estudiar”, rompió el hielo Mariela.

Todas tienen experiencias por contar, a ninguna le faltan las palabras. Alba expresó que “hay algunos maridos que no aceptan muchas cosas, porque antiguamente el hombre era el dueño del campo, opinaba, compraba, y la mujer trabajaba toda la vida”. Rita interviene: “La mujer rural que trabaja en casa todavía está sin sueldo y limitada, además, por las exigencias que le pone la propia familia, la compromete a hacerse cargo de las tareas domésticas y de la familia y del cuidado”. “Hasta hoy, aunque parece cuento, sigue pasando”, sumó.

Silvia narró que cuando no hay apoyo familiar “es difícil”, y que muchas veces la propia familia está “en contra”. “Son barreras que tenemos que ir desarmando nosotras mismas. No esperemos que los demás vengan, tenemos que fortalecernos para nosotras seguir adelante. Hay que organizarse y apoyarse, si no puede una, puede la otra, hay que darse fuerza”, respondió Rita. En el grupo varias veces alguien insinuó “dejar el proyecto” y enseguida alguna de sus compañeras aparecía y remarcaba que ya habían “avanzado mucho”.

Mariela contó que la violencia en el trabajo “te va borroneando de a poquito” y “dan ganas de dejar todo por lo que luchaste muchos años”. Pero finalizó: “Menos mal que tenemos esta terapia, porque esta parte del té es terapia, apoyo”.

Nuevas posibilidades

El PPD abrió una nueva convocatoria, hasta el 19 de julio, dirigida a organizaciones de la sociedad civil para presentar ideas de proyectos vinculados a la restauración de ecosistemas, la producción sostenible, el ecoturismo, el turismo rural comunitario y la reconversión hacia prácticas agroecológicas. Las ideas deben estar ubicadas en Cerro Largo, Tacuarembó, Durazno, Flores, el este de Río Negro y el este de Soriano. En Canelones está habilitada la zona de la cuenca de la Laguna del Cisne y la porción de la cuenca del arroyo Solís Grande. Los proyectos seleccionados recibirán entre 10.000 y 20.000 dólares.

La coordinadora del PPD, Sandra Bazzani, trabajó con Juntas por Más mientras recibían el financiamiento. “El laburo, la creatividad y el compromiso de la gente son una riqueza”, aseguró. Señaló que el objetivo de los programas es “fortalecer a la sociedad civil” y “promover y apoyar la innovación a nivel comunitario, fortalecer las organizaciones, las capacidades del territorio y que las personas puedan tener un modo de vida más sostenible e inclusivo” atravesado por una perspectiva ambiental.