Cuando el elefante Dumbo, en la clásica película de Disney, se ve forzado por el inescrupuloso empresario circense a saltar desde lo alto del mástil central de la carpa descubre que aun sin la pluma mágica que le dio su único amigo, el ratón Timothy, puede volar. El modelo dominante de producción y consumo de bienes y servicios también se basa en plumas mágicas que nos dan otros ratones para hacernos creer que es real lo imposible: el crecimiento continuo en un planeta con recursos finitos. Ya está siendo hora de entender que en la vida real no existen las plumas mágicas, que los Timothy no son nuestros amigos y que los elefantes no vuelan.

Que ese modelo único esté tan fuertemente arraigado, plenamente naturalizado y visto como inexorable, aun entre sus detractores, no es casualidad. Obedece a un proceso de centurias que fue edificando nuestra matriz de pensamiento y moldeando el sentido común de las sociedades al punto de que se lo reivindica como el mayor logro social responsable del bienestar de la humanidad (pese a la triste realidad de las enormes y crecientes diferencias de riqueza entre países y personas).

Tal vez la forma más descarnadamente explícita de defender el modelo haya sido la de la escritora ruso-norteamericana Ayn Rand en su novela La rebelión de Atlas. Excepto por el puñado de influyentes acólitos del laissez faire -tan fanáticos como despreciables-, afortunadamente la novela fue definida por la crítica como una “burrada execrable”, “atravesada de odio”, “notablemente tonta” o que “sólo devaluando el término podría ser considerada una novela”. Fue el sacerdote anglicano inglés Giles Fraser, vicario de la iglesia de Saint Anne de Londres, quien la definió con mayor precisión: “La rebelión de Atlas es pornografía barata del lado más repugnante del capitalismo”.

El crecimiento exponencial infinito es la trampa del modelo planetario basado en una extracción de materiales que crece a un 2,8% anual, crecimiento que supera en casi tres veces el aumento poblacional.

Fuera de extremismos como los de Rand y sus poderosos seguidores, que buscan construirle licencia moral al egoísmo más crudo y abyecto, es importante comprender que la base del modelo -la expoliación de los recursos materiales del planeta- es el común denominador de nuestra civilización y atraviesa transversalmente sin diferencias todas las formas de gobierno que la humanidad viene ensayando.

Porque más allá de cómo se repartan los beneficios, el asunto es que el crecimiento continuo con el que todos comulgan sólo es viable mientras es posible expandir la disponibilidad, uso y/o sustitución de recursos (mano de obra, territorios, combustibles, minerales, agua, etcétera). Probablemente, quien mejor definió ese proceso de siglos es el historiador y sociólogo norteamericano Jason Moore, que propuso el concepto de Capitaloceno, que no es otra cosa que un orden social y ecológico que se basa en la extracción y transformación sin restricciones de recursos naturales, además de la explotación de la mano de obra.

Nuestra civilización comenzó su fase máxima de expansión, aceleración y perfeccionamiento del modelo gracias al uso de los combustibles fósiles, en particular a partir de mediados del siglo XX, al punto que el funcionamiento de nuestra sociedad industrial-tecnológica se basa en el uso creciente de esos combustibles que fueron fuentes abundantes, baratas, controlables y energéticamente muy concentradas. Aun hoy, pese a la efervescencia de las energías verdes, los combustibles fósiles representan en torno al 85% de la energía primaria que consumimos. Somos una humanidad energívora que cada año consume una cantidad de hidrocarburos que al planeta le llevó diez millones de años generar.

Ese consumo creciente de combustibles fósiles va asociado a la extracción también creciente de otras materias primas, haciendo que en tan sólo cinco décadas prácticamente se haya quintuplicado el volumen anual extraído llegando a casi 100.000 millones de toneladas. Un rotundo mentís a la teoría del desacople de la economía de los recursos materiales. De hecho, en esas mismas cinco décadas la correlación entre producto bruto mundial y consumo de energía no sólo es lineal, sino que tiene un r2 (coeficiente de determinación) de 0,99. Es decir, una asociación tristemente perfecta.

Esa presión descabellada sobre los recursos es lo que tempranamente llevó al economista inglés y presidente en 1968 de la American Economic Association, Kenneth Boulding, a incorporar en sus escritos temas como la conservación de la naturaleza, la sostenibilidad y la necesidad de repensar los modelos económicos considerando los límites ecológicos. Se le suele atribuir una frase que nunca dijo, pero que resume muy gráficamente sus preocupaciones: "Quien crea que es posible un crecimiento exponencial infinito en un mundo finito es un loco o un economista".

Justamente, el crecimiento exponencial infinito es la trampa del modelo planetario que hemos creado basado en una extracción de materiales que crece a un 2,8% anual, crecimiento que supera en casi tres veces el (también desmedido) aumento poblacional. Somos más seres humanos que, en promedio, también cada uno consumimos más. Vale aclarar que es en promedio, porque la realidad indica que la diferencia en el aumento del consumo entre ricos y pobres también es exponencial. Tal vez de similar magnitud a la diferencia en las responsabilidades sobre la aceptación/imposición del modelo.

En forma análoga al adicto a las drogas, no vemos otra forma de superar el síndrome de abstinencia que volver a consumir. Al igual que el adicto irrecuperable, el modelo precisa aumentar la dosis -consumir más- para seguir funcionando. Que creamos en esa pluma mágica del crecimiento exponencial como único camino viable (y saludable) sólo se comprende por la incapacidad de nuestro cerebro de visualizar las implicancias de un crecimiento exponencial; incapacidad que ocurre aunque sepamos lo que es la función exponencial.

Aprovechando este tiempo de sequía en el que todos estamos mirando al cielo esperando ver caer una gota, tal vez con un ejemplo pluviométrico podamos calibrar lo que implica la función exponencial.

Supongamos que empieza a llover sobre Uruguay, pero lo hace de una manera curiosa. Es una lluvia que llamaremos lluvia del economista, porque, como la panacea que nos proponen, crece de manera continua al 3%. Tan particular es esa lluvia, que al principio cae una única gota sobre toda la República; un segundo después cae otra gota, pero que tiene 3% más agua que la anterior, y un segundo después cae una nueva gota que tiene otro 3% más de agua que la inmediata anterior. Y así, sucesivamente, a cada segundo llueve 3% más que en el segundo anterior.

De esta forma, al primer segundo de esta lluvia extraña lo precipitado equivale a la 0,58 millonésima parte, de la millonésima parte, de la millonésima parte de la milésima de 1 milímetro. Como sigue lloviendo de ese modo tan curioso (en el que a cada segundo cae 3% más de agua que en el segundo anterior), transcurrido el primer minuto la lluvia caída sobre todo el país equivale a 0,47 millonésimas partes, de la millonésima parte, de la millonésima parte de la décima de 1 milímetro. Creció en dos órdenes de magnitud, pero convengamos que seguimos con seca.

Al minuto 5 de haber empezado a llover la precipitación caída equivale a 69 millonésimas partes, de la millonésima parte de la millonésima de 1 milímetro y a los 10 minutos de haberse largado el aguacero toda el agua caída hasta ese momento equivale apenas a 490 millonésimas partes, de la millonésima parte, de la milésima de 1 milímetro. La pucha que está dura la seca, dirá alguno. ¡Vamos a tener que esperar años para poder juntar un vaso de agua en este país!

Sin embargo, resulta que a los 18 minutos de iniciada esta lluvia del economista, miramos el pluviómetro y vemos que ya cayó 1 milímetro. Claro, en medio de la seca 1 mm de lluvia es lo mismo que nada. Pero a partir de acá empieza a hacerse evidente lo increíble del crecimiento exponencial. En el minuto 20, o sea, apenas 2 minutos después, ya tenemos 25 milímetros de agua y apenas un minuto después, en el minuto 21, resulta que ya llovieron 145 mm. ¡Se terminó la seca, gritará otro! Pero quien conozca la función exponencial le avisará que se apure si no quiere morir ahogado porque sabe que 4 minutos más tarde, en el minuto 25 desde que empezó esta peculiar lluvia del economista, la altura del agua será ya de: ¡175 metros!

Esa es la potencia y la gravedad del crecimiento exponencial, el mismo tipo de crecimiento en el que se basa el modelo de producción y consumo de bienes y servicios de nuestra sociedad. Luego de una primera fase relativamente larga en la que aparentemente no ocurre nada y en la que todo parece estar bajo control, el asunto se desmadra de golpe casi sin tiempo a reaccionar.

Pues bien, ocurre que en materia de extracción de recursos materiales y biológicos, de pérdida de biodiversidad y de aumento de contaminación, ya pasamos el minuto 20. Ahora que pudimos ver cómo se comporta la función exponencial sabemos que no es mucho el tiempo que como humanidad nos está quedando para dar vuelta la pisada.

¿Se puede dar vuelta la pisada?

La pisada se puede dar vuelta, por supuesto. Pero no se puede lograr si seguimos haciendo lo mismo que nos trajo a este punto de la civilización. Sencillamente no lo podemos hacer porque el colapso por escasez es inminente, aunque la afirmación suene tremendista y se dé de nariz contra la cantinela de los buenoides materialistas (al decir de Quino) que siguen operando la defensa del modelo haciendo malabares con sus plumas mágicas para distraer la atención. Y también hay que luchar contra el humano negacionismo, que es una forma (ingenua) de defensa psicológica cuando nos enfrentamos al abismo.

Pero lamentablemente los números son contundentes y las soluciones de moda para que la locomotora siga a todo trapo -las energías renovables y las tecnologías de la información (TIC)- tienen debilidades indisimulables, aunque curiosamente no se las menciona.

Entiéndase bien: por supuesto que es imprescindible el desarrollo de las TIC y la transición de la matriz energética a renovables. Bueno fuera que alguien afirmara lo contrario. El asunto es que el camino no es color rosa porque no existe capacidad física de sustituir los combustibles fósiles por energías renovables ni de desarrollar las TIC como se promociona si, además, no cambiamos los patrones de consumo de energía (léase: si no disminuimos drásticamente el consumo de energía), además de otros cambios imprescindibles.

Lo único que lograríamos en caso de seguir consumiendo como lo venimos haciendo es pasar de ser dependientes de unos pocos y cada vez más escasos combustibles fósiles a ser dependientes, además de a esos mismos combustibles fósiles, de una multiplicidad de minerales críticos necesarios para las TIC y la transición a renovables, que son igualmente escasos, crecientemente costosos y, paradojalmente, altamente dependientes de los combustibles fósiles para su extracción. Y eso es así porque los recursos, mal que nos pese, son finitos.

Lo sabemos bien con el petróleo crudo convencional: a principios del siglo pasado, para extraer 100 barriles de petróleo se invertía la energía equivalente a 1 barril de petróleo porque el petróleo era abundante y estaba fácilmente disponible. Hoy se precisa la energía de unos 5-10 barriles para poder extraer los mismos 100 barriles (esa tasa de retorno energético empeora para la extracción de petróleo no convencional).

Por eso no podrán ser extraídos buena parte de los 7,3 trillones de barriles que se estima que todavía quedan. No sólo por limitantes tecnológicas y de calidad del crudo, sino por el costo energético de extraerlo, ya que está en sitios y profundidades cada vez más inaccesibles. La realidad es que el peak del petróleo crudo convencional ocurrió hace más de una década y lo que explica que la producción siguió en aumento es que se empezaron a extraer petróleos no convencionales, más caros, de peor calidad y más contaminantes (fracking).

Con ese antecedente tan vívido resulta inentendible que podamos creer que los minerales tendrán un comportamiento diferente. Debemos saber que los requerimientos de minerales para la transición a renovable eólica y fotovoltaica, así como para las aparentemente etéreas TIC, implica enormes incrementos en los ya excedidos volúmenes de extracción de muy diversos minerales cuyas leyes en los yacimientos son cada vez menores.

Entre esos minerales críticos se encuentran algunos tan conocidos como el cobre, plomo, cobalto, níquel o litio, pero también otros menos conocidos como el telurio, tantalio, neodimio disprosio, indio y germanio, pasando por plata, oro, platino y estaño, entre otros.

Para hacerse una idea de la magnitud de la demanda actual de minerales, tal vez el cobre sea el ejemplo más ilustrativo. Siendo un mineral que los humanos utilizamos desde hace más de 5.000 años (Edad del Cobre), en lo que va del siglo XXI hemos extraído más cobre que en esos 5.000 años. Algo similar ocurre con otros conocidos minerales de los que en estos años del siglo XXI hemos extraído proporciones altísimas en relación a todo lo consumido antes por la humanidad: oro (50%), zinc (80%), níquel (120%), cobalto (160%), etc.

Estos materiales, junto a una larga docena de otros minerales, están en una fase exponencial de crecimiento de la demanda, al punto de que la demanda de algunos de ellos ya ha excedido las reservas y para antes de 2050 lo mismo ocurrirá para muchos otros.

Por si fuera poco, conforme la ley de esos minerales se va reduciendo, las necesidades de energía fósil para su extracción crecen de manera exponencial (análogo a lo que vimos con el petróleo). En diez años la extracción de cobre aumentó 30%, pero la energía necesaria para su extracción aumentó casi 50%.

Pero resulta, además, que la demanda de energía para extraer minerales -que necesariamente es y seguirá siendo fósil a pesar de las quimeras simplistas de energías inagotables- no es el único efecto deletéreo de la actividad. Hay que recordar los volúmenes de agua, contaminación y avance sobre ecosistemas -por no empezar por las condiciones de trabajo y de vida de los mineros en muchos de los países involucrados- que implica el desarrollo de la minería a estas escalas.

Como condimento adicional, la distribución mundial de algunos de esos imprescindibles minerales críticos -por ejemplo, los que integran el grupo de los 17 minerales que conforman las denominadas tierras raras- hace suponer el aumento de la probabilidad de conflictos geopolíticos: la mitad de los 130.000 millones de toneladas de las reservas mundiales de óxido de tierras raras están en China (44.000 millones) y Rusia (22.000 millones). Y lo mismo ocurre con otros varios minerales imprescindibles.

Es imposible abarcar en esta columna las muchas y variadas consideraciones que se podrían hacer sobre este verdadero cambio de época que estamos atravesando, sin perjuicio de lo cual vale la pena reseñar alguna otra arista sobre uno de los asuntos de moda: el hidrógeno verde (H2V).

Sustituir por H2V el consumo de combustibles fósiles en usos no electrificables (responsables de casi el 30% de los GEI), que ronda los 2.000 millones de toneladas de petróleo equivalente/año, implica la producción de unos 1.000 millones de toneladas anuales de H2V. Ocurre que sólo para producir esos 1.000 millones de toneladas de H2V se precisa destinar para la hidrólisis el doble de toda la energía eléctrica que el planeta consume anualmente, de la que únicamente la cuarta parte es energía eléctrica renovable.

Por lo tanto, si, además, quisiéramos que esa energía eléctrica fuera renovable, deberíamos multiplicar por ocho la actual producción eléctrica mundial en base a renovables (recuerdo que implica destinar toda esa energía eléctrica mundial exclusivamente para producir H2V). Si esa energía eléctrica renovable quisiéramos producirla con energía fotovoltaica o eólica, sería necesario multiplicar unas 350 veces la capacidad mundial instalada de la primera, o multiplicar por 400 veces la capacidad instalada si optáramos por la eólica.

Ya vimos la dependencia de minerales críticos y de combustibles fósiles que tiene la producción de los componentes para la generación de energía fotovoltaica y eólica, a lo que hay que agregar el avance sobre tierras productivas, paisajes culturales y ecosistemas sensibles no sólo de la minería asociada, sino de esos parques eólicos y fotovoltaicos. A las innegables consecuencias ambientales negativas se agregan los efectos sociales del efecto NIMBY, por ejemplo. El efecto NIMBY -Not in my Back Yard (no en mi patio trasero)- es la natural resistencia de las comunidades en los territorios para aceptar transformaciones de estos en, por ejemplo, un interminable monótono de paneles y molinos (u otros usos), debido a los posibles impactos negativos en el ambiente, riesgos para la salud, cambios en la calidad de vida, devaluación de propiedades, etcétera.

¿Y la economía circular?

Al igual que con la transición a las energías renovables o al desarrollo de las TIC, es imprescindible avanzar lo más rápido posible hacia la economía circular. Pero, al igual que con esas tecnologías, el camino no es color rosa como lo pintan y requiere también cambios radicales para que tenga sentido. A sabiendas, de todas maneras, de que la economía circular será siempre sólo una utopía, por definición, inalcanzable. En el mejor de los casos podemos esperar llegar a una economía espiral en la que el esfuerzo sea ralentizar al máximo la inevitable reducción del diámetro de cada ciclo.

Por voluntad y esfuerzo que la humanidad le ponga a la economía circular (voluntad y esfuerzo que todavía no han comenzado), la situación anterior es inevitable porque obedece a leyes universales que no son las que se votan en los parlamentos. Obedece a las leyes de la termodinámica, en particular a la primera y segunda ley.

Lo cierto es que a las restricciones que imponen las leyes de la termodinámica se le suman el nulo, o escaso, para ser más benévolo, voluntad y esfuerzo real que la humanidad está poniendo en la economía circular. Y eso es así porque sigue operando bajo la lógica del modelo dominante que, de manera artificial e insustentable, continúa poniendo el funcionamiento de la economía por encima (o por fuera) de las leyes físicas y de la naturaleza. La recuperación de materiales escasos, de difícil o energéticamente costosa extracción, no puede estar supeditada a la conveniencia económica de hacerlo, conveniencia que surge porque la economía clásica omite valorar las externalidades negativas del modelo, con lo que el resultado de su cuenta economicista dice que es más barato extraer que reciclar.

Más allá del afán de los negacionistas ocultando la crisis inminente del modelo, lo cierto es que el sol no se tapa con el dedo y el desafío de las mentes lúcidas es decidir si vamos a enfocarnos en cómo gestionar la escasez o lo dejaremos librado a la rebatiña del más fuerte. Mientras la economía no entienda que sólo puede existir nuestra civilización si genuinamente acepta que no es racional fomentar un modelo económico que no funcione de verdad como un subsistema de la naturaleza -supeditado a sus tiempos y sus límites- no habrá futuro posible para la humanidad, porque en un planeta finito no entran ambiciones infinitas.

Gustavo Garibotto es ingeniero agrónomo.