Cuando acababa de comenzar el gobierno de Tabaré Vázquez, parecía que el Frente Amplio se fagocitaría la política nacional. Parecía que la mayor fuerza electoral de este país desde 1999 prolongaría su avance incontenible. Parecía que no había con qué darle.

Tanto parecía, que los fans del presidente tardaron menos de tres meses en proponer una reforma constitucional reeleccionista. El triunfalismo se mantuvo en alto durante tres, casi cuatro años. La enorme popularidad de Vázquez y de su gestión les sugería que la victoria en primera vuelta estaba asegurada. El buen manejo de la economía (con viento a favor al principio o en medio de la tormenta internacional después), el descenso de la miseria y el desempleo, los exitosos programas de asistencia social, la reanudación de los Consejos de Salarios, el Plan Ceibal, la afiliación de miles de pobres al sistema de salud, el aumento del ingreso de las familias, etcétera, etcétera, etcétera, hacían olvidar a los frenteamplistas un dato persistente de la historia reciente: es muy difícil que cualquier oficialismo termine un período de gobierno con más votos de los que tenía a su inicio.

Pero el ascenso constante del caudal del Frente Amplio entre 1971 y 2004, junto con una buena dosis de wishful thinking, les hizo pensar que podrían zafar del desgaste lógico que impone el ejercicio del poder.

Por lo tanto, la mayoría de los dirigentes supusieron que un recrudecimiento de la lucha interna por la candidatura presidencial no les infligiría mucho daño. Supusieron mal, e hicieron peligrar sus muy buenas chances de romper el maleficio que pesa sobre los oficialismos nativos. José Mujica también le erró, al creer que su campaña para suceder a Vázquez sería pan comido si explotaba el personaje que construyó a golpes de inspiración desde su salida de la cárcel.

Todos esos cálculos fallaron porque obviaron los conflictos domésticos y las debilidades e indiscreciones del candidato, que, sin embargo, no lograron demoler un edificio bastante firme. El Frente Amplio no ganó en la primera ronda, pero por muy poco. Obtuvo mayoría parlamentaria. Mujica está mejor ubicado que su rival, el nacionalista Luis Alberto Lacalle. Hasta tiene alguna posibilidad de prevalecer sin cambiar de hábitos. Ahora bien, si lo que quiere es afianzar el triunfo le convendría corregir el libreto. El que se sabe de memoria le ha servido para liderar un movimiento político y una corriente de opinión. Puede resultarle insuficiente para llegar a la presidencia de un país y para ejercerla. En la conferencia de prensa que ofreció el domingo, luego del cierre de las urnas, dio una señal de voluntad de cambio: tenía en las manos un papel con apuntes y los lentes puestos para evitar improvisaciones arriesgadas. Eso fue más elocuente que cualquier traje de Mutto.

La candidatura de Mujica tiene sus fortalezas. Su electorado es menos veleidoso, o está más cautivo, que el de Lacalle. Es poco probable que simpatizantes de Astori se inclinen por Lacalle en la segunda vuelta, y bastante factible que unos cuantos de Jorge Larrañaga elijan la fórmula frenteamplista después de apoyar a su líder en la primera. Y una minoría de los votantes colorados preferirá al Frente Amplio antes que devolver la gentileza de 1999, cuando el Partido Nacional apoyó a Jorge Batlle en el balotaje.

El oficialismo tiene logros que exhibir, si bien la oposición insiste, con razón o sin ella, en atribuirlos apenas a la buena suerte. En cambio, el eslogan “con los blancos se vive mejor” se ha instalado como un chiste en el imaginario ciudadano, pues está bien claro que las políticas económicas latinoamericanas de los años 90 alimentaron las crisis subsiguientes. Mujica y Astori se han esforzado en mostrarse como un buen tándem, a pesar de todos los conflictos anteriores, y pueden incluso salir airosos en un debate entre las dos fórmulas. Del lado nacionalista, por el contrario, Lacalle se encargó de acaparar el volante y de asignar a Larrañaga el papel de francotirador.

Nacionalistas y colorados proponen ahora combinar una presidencia de centroderecha, que gobierne por decreto, con un Parlamento de mayoría opositora e izquierdista. Es decir, una reedición de la “máquina de impedir” frenteamplista que, según ellos mismos, ahogó la gestión de presidentes anteriores con bancadas más reducidas. Eso, sumado a las consignas anticomunistas bien demodés que exhibe la militancia blanca, promete volatilidad para el próximo período. Mientras, el Frente Amplio ofrece armonía entre poderes con gabinete multicolor, y su militancia entona un discurso que, acertado o erróneo, suena sólido y está bien aprendido.

Los dos candidatos que pasaron a la segunda ronda son impredecibles. Mujica correrá con ventaja si opta por ser menos Mujica y más Vázquez, más Astori, más Frente Amplio y más Parlamento. Lacalle, pobre, no tiene quién lo contenga.