En el comienzo de la campaña hacia el balotaje han cobrado especial destaque, como es lógico, las referencias a la situación política instalada en la primera vuelta, que dio mayoría absoluta a los legisladores frenteamplistas en ambas cámaras. El oficialismo señala las obvias dificultades que eso implicaría para una eventual segunda presidencia de Luis Alberto Lacalle, mientras que el Partido Nacional alega, por el contrario, que lo más aconsejable en estas circunstancias es votar por su fórmula el 29 de noviembre, a fin de que el próximo gobierno se desarrolle con “equilibrio” entre las distintas propuestas que se presentaron a las elecciones nacionales. Parece darse por evidente que los parlamentarios del FA y los de los lemas llamados tradicionales sólo podrían lograr acuerdos de importancia si no hubiera más remedio. Pero la experiencia indica algo muy distinto.

En el período de gobierno que termina, con mayoría frenteamplista en ambas cámaras, se aprobó una cantidad muy inusual de leyes relevantes con votos opositores, tras negociaciones de las que el oficialismo pudo haber prescindido, y también a partir de iniciativas blancas o coloradas. Normas referidas a cuestiones laborales, jubilatorias, de protección social, productivas y sanitarias; a la reforma de cartas orgánicas de varias instituciones públicas, a la creación de otras nuevas y a la descentralización; a nuevos derechos y a muchos otros asuntos, entre ellos la integración regional, la matriz energética, las quiebras y concordatos, el funcionamiento de los partidos y la implementación del Estatuto de Roma, que creó la Corte Penal Internacional.

Por lo tanto, la percepción de que estamos condenados a un clima de balotaje perpetuo es ante todo ideológica. Responde a prédicas sostenidas desde sectores oficialistas y opositores, acerca de un país irremediablemente polarizado entre dos coaliciones permanentes con diferencias insalvables, que derivan de sus propias identidades y que son necesarias para reafirmarlas.

Esa percepción explica que gran parte de la ciudadanía acepte como algo natural cambiar su preferencia electoral entre grupos muy distintos del FA, o de colorados a blancos y a colorados de nuevo, pero no conciba la posibilidad de saltar sobre la gran zanja nacional. Es la visión ideológica de quienes pensaban que el gobierno de Tabaré Vázquez debía desembocar en una gran catástrofe que escarmentara a sus votantes. O de quienes piensan que el FA debería seguir creciendo, elección tras elección (¿hasta llegar al 100%, después de ahorcar al último blanco con las tripas del último colorado?).

Sin embargo, los legisladores se han puesto de acuerdo a menudo, y no sólo para ponerles nombre a escuelas. Tuvieron voluntad de negociar, de construir puentes y de cruzarlos, en busca del máximo común denominador. Fueron blancos y colorados que renunciaron a la comodidad de no asumir responsabilidades; frenteamplistas que no desdeñaron los aportes ajenos; parlamentarios, en general, dispuestos a ceder posiciones para que las normas ganaran en calidad, legitimidad y permanencia. Unidad Nacional, el sector encabezado por Luis Alberto Lacalle, no tendrá durante el próximo gobierno ni siquiera la quinta parte del total de legisladores (y no todos los representantes de esa fracción son herreristas), pero el punto más débil del candidato blanco, en lo que tiene que ver con la gobernabilidad del país, no se relaciona con ese dato numérico, sino con sus escasos antecedentes de disposición a buscar entendimientos y de capacidad para alcanzarlos. El tamaño importa, pero hay que saber moverse.