Las bocinas sonaban desde temprano aunque muchos frenteamplistas, quemados con leche en el balotaje de 1999, desconfiaron hasta último momento.

El requisito de la segunda vuelta cuando ningún partido logra la mitad más uno del total de los votos, establecido en la reforma constitucional de 1996, es una exigencia muy alta, ideada justamente para dificultar el triunfo del Frente Amplio, y su primera aplicación fue traumática para la coalición de izquierdas. La campaña hacia las elecciones de 2004 instaló la noción de que, para superar ese escollo, era necesario ganar en la primera instancia de octubre, y asoció tal requisito con la posibilidad de obtener mayoría parlamentaria.

Sin embargo, el ciclo electoral de este año quebró esas barreras psicológicas para el FA, que pudo lograr la mayoría en ambas cámaras con independencia de que hubiera balotaje, y, además, superó en la votación de ayer la cifra simbólica del 50%, que no necesitaba para ganar pero que conserva el capital político obtenido, con la candidatura de Tabaré Vázquez, hace cinco años y un mes.

Más allá de la retórica acerca del país “partido al medio” entre frenteamplistas y no frenteamplistas, los primeros vuelven a llegar al gobierno con mayorías absolutas, tanto en el Parlamento como en la elección presidencial. Los sobres con hojas de votación por Mujica y Danilo Astori no sólo fueron más que los que contenían papeletas de Luis Alberto Lacalle y Jorge Larrañaga, sino también más que la suma de votos de la fórmula blanca, en blanco y anulados.

Pero, ¿está el país realmente dividido en dos partes de similar tamaño, una identificada en forma automática con cualquier candidato del FA, y otra dispuesta a votar a cualquier otro contra los frenteamplistas? Hay indicios de que, si alguna vez la situación fue ésa, ya empezó a cambiar.

La visión bélica del país bipolar parece ser una de las causas del resultado de ayer. Muchos de los que acusaron durante años al Frente Amplio de ser una “colcha de retazos” no parecen haber caído en la cuenta de que es mala estrategia oponerle, justo cuando acaba de dar muestras de que puede gobernar con buenos resultados, un antifrente que pide a sus votantes el alineamiento con todos los dirigentes colorados y blancos. Esa “familia ideológica” de la que hablaba Julio María Sanguinetti tiene demasiados integrantes impresentables.

Las diferencias relevantes en el Uruguay de hoy no son las de los años 50 y la “guerra fría”. Son diferencias de mentalidad entre quienes siguen viviendo aquella confrontación y quienes están dispuestos a cruzar las viejas fronteras. Los primeros decrecen, se van extinguiendo.

No lo comprende Jorge Batlle, cuya cooperación más lúcida con la candidatura de Lacalle habría sido permanecer en “profundo y prolongado silencio”. Pero hace tiempo que lo comprendió Pedro Bordaberry, nuevo jefe del Partido Colorado, que apoyó a la fórmula blanca pero se cuidó muy bien de aparecer como si fuera lo mismo, y ayer de tarde anunció su voluntad de colaborar con el próximo gobierno, fuera quien fuere el vencedor en la segunda vuelta, a fin de “lograr lo mejor para el país”.

En el Partido Nacional hicieron mucho ruido, en los últimos tiempos, quienes no lo comprenden y convocaron a todos los viejos fantoches del Tren Fantasma, mintiendo hasta después del comienzo de la veda. Pero hay otros blancos que sí lo han comprendido, y parece claro que en los próximos días, además de facturas por el modo en que se condujo la campaña, habrá entre los dirigentes nacionalistas distintas maneras de pararse ante el gobierno electo, diferentes actitudes acerca de la posibilidad de cooperar.

La imagen de un país separado en dos mitades inconciliables fue construida en gran parte por quienes, durante muchos años, excluyeron del manejo de los asuntos públicos a los frenteamplistas y, cuando éstos finalmente los superaron en número, optaron por permanecer al margen y esperar cinco años la revancha. Pero ésos son cada vez menos en el nuevo tiempo que ya comenzó.