Una más: hace poco le tocó al edificio del CASMU 1 (Colonia y Arenal Grande) el turno de engrosar la triste lista de excelentes edificios arruinados por intervenciones desconsideradas y torpes.
A esta obra, originada en un Concurso Público de Anteproyectos ganado en 1949 por los arquitectos Altamirano, Mieres Muró y Villegas Berro, se le ha agregado recientemente -ocupando el vacío bajo el volumen horizontal que anunciaba espacialmente el acceso- una dependencia bancaria y a ésta, lo que parece ser un anodino hall.
La operación es de tal torpeza y mezquindad que, comparando su dimensión con la del daño provocado, resulta inevitable trascender el rechazo y el enojo que provoca y dar paso a la reflexión sobre el contexto cultural en que ésta y otras barbaridades se materializan.
Es posible, por ejemplo, preguntarse por qué, si a nadie se le ocurre rellenar los silencios de una obra musical con inoportunas notas, intervenir el fondo intocado de un dibujo o escribir en el espacio que un poema no ocupa, sí hay quienes acometen con convicción fenicia el “aprovechamiento” de espacios libres accesibles o reducen una obra a mero soporte de una intervención de naturaleza y códigos ajenos.
Por qué si a nadie se le ocurre agregar texto a un cuento magistral para poder vender más caro el libro o intervenir, fascinado por la aparición de una nueva pintura sintética, una obra del impresionismo, sí se “complementa” una obra maestra de arquitectura a los efectos de lucrar más, o se injertan decisiones extemporáneas para ser contemporáneo.
Los ejemplos, desgraciadamente, abundan. Por citar sólo algunos de los más dolorosos: el edificio de AEBU (arquitectos Lorente, Lorente, Lussich, concurso año 1964) con la transparencia de su generoso espacio central fagocitada por un asentamiento espontáneo burocrático. Los conjuntos habitacionales del Reus Norte en Villa Muñoz, y el promovido por Alejo Rossell y Rius frente al hospital Español, en la calle Garibaldi, desnaturalizados por la “incomprensible incomprensión” de la Escuela Nacional de Bellas Artes. O la degradación del Instituto de Profesores Artigas (ex IBO, arquitectos De los Campos, Puente, Tournier, concurso año 1937), convirtiendo una obra maestra en fondo y soporte de una cartelería desconsiderada. O la Solana del Mar (arquitecto Antonio Bonet, año 1946), de cuya destrucción ya se ha hablado y escrito mucho y bien. O el Hospital de Clínicas (arquitecto Surraco, concurso año 1930), ridiculizado con su paño central reformulado en clave de “vaya a saber qué”, con cristal tonalizado y multilaminado de aluminio.
La lista podría ser larga, penosamente larga. Podría incluir desde la multitud de fachadas privadas de su profundidad por el cerramiento de balcones que luego nadie usa hasta la ridiculez de pretender transformar la estupenda casa Crespi (en la esquina de Julio María Sosa y Patria) en el hall de acceso de un edificio en altura. Pero de nada sirve ni servirá enumerar pérdidas, torpezas y agresiones si ello no provoca algún tipo de reflexión.
En mi caso la primera pregunta que surge es: ¿por qué si en el caso de bienes culturales del campo de las artes plásticas, de la literatura, de la música, del cine, etcétera, se acepta pacíficamente que la libre disponibilidad que la propiedad otorga está limitada por razones de bien común; por qué si la sustracción, pérdida o desnaturalización de una obra de arte se siente como una amputación del patrimonio cultural; por qué en el caso de la arquitectura, especialmente de la moderna, esto no es generalmente así?
La respuesta no puede ser sólo, y ni siquiera fundamentalmente, porque no hay suficiente protección legal. Sería deseable que los organismos encargados de tutelar bienes culturales contaran con legislación que aumente su presencia y eficacia, pero todo lo dicho alega en favor de un imprescindible reposicionamiento cultural de la arquitectura.
La recuperación de este espacio compromete a muchos actores. A los arquitectos antes que a nadie como productores y educadores desde sus ámbitos específicos (las facultades y la Sociedad de Arquitectos del Uruguay), al Ministerio de Educación y Cultura, a Patrimonio, a los medios de difusión, y a la impostergable aparición de una crítica especializada hoy inexistente.
Mientras tanto podríamos, cada vez que desde la radio se nos pregunte “¿qué podemos hacer hoy por usted?”, contestar: “Restituir el trozo de cultura que acaban de arruinar”.