Luis Alberto Lacalle incorporó a los actos oficiales por su llegada a la presidencia, el 1º de marzo de 1990, un Te Deum ecuménico en la Catedral de Montevideo. Jorge Batlle se comprometió a no alentar la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo, con el fin de asegurarse el apoyo en la segunda vuelta electoral de 1999 de la minúscula Unión Cívica, un partido de raigambre cristiana, y ya al frente del gobierno amenazó con vetar cualquier ley que aprobara el Parlamento en ese sentido. Pocas semanas después de asumir, en 2005, el presidente Tabaré Vázquez le prometió el mismo veto al arzobispo católico de Montevideo, Nicolás Cotugno, contra la opinión de la mayoría de la población uruguaya. El próximo sucesor de Vázquez, José Mujica, inauguró en junio un “templo-comité” umbandista en el Cerro, conducido por Susana de Andrade, mãe de santo, candidata a diputada y líder de la agrupación político-religiosa Atabaque.

No es necesario analizar casos extremos (Irán o esa entidad estatal despoblada y con natalidad cero -salvo accidentes- conocida como el Vaticano, por ejemplo) para advertir las consecuencias de una mala delimitación de la frontera entre la fe y el Estado, entre lo clerical y lo secular. En su ruta hacia la recuperación del gobierno de Nicaragua en 2007, Daniel Ortega se ganó el aval de la Iglesia Católica a cambio de los votos parlamentarios de su Frente Sandinista para devolver el aborto terapéutico a la clandestinidad. El presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva buscó una alianza con el Partido Liberal en los comicios de 2006, no tanto por motivos programáticos sino, más bien, porque ese sector es el brazo político de la Iglesia Universal del Reino de Dios, que domina una cadena de radio y televisión, reúne millones de fieles y decenas de demandas penales, y es conocida en Uruguay por el eslogan “Pare de sufrir”. Para qué hablar del estadounidense George W Bush, que promovió la divulgación en las escuelas de teorías descabelladas sobre el origen de las especies e incluyó la fe en el arsenal de sus guerras contra países musulmanes.

La candidatura de Andrade no fue la única intromisión de instituciones religiosas en la pasada campaña electoral uruguaya. La Conferencia Episcopal, máxima expresión del clero católico, llamó a defender con el voto la “familia basada en un matrimonio estable entre un varón y una mujer” y “el derecho de todo ser humano a la vida, desde la concepción, pasando por todas las etapas de su desarrollo, hasta la muerte natural”. Traducido del latín antiguo al castellano, el mensaje constituyó una exhortación a votar contra el hoy presidente electo José Mujica, por su posición favorable a reconocerles beneficios sociales a parejas de personas del mismo sexo y a la despenalización del aborto. El edil montevideano, blanco y católico Carlos Iafigliola encabezó una lista a la Cámara de Diputados, la 252, con el apoyo del Consejo Pastoral de Fray Bentos, que reúne a diez denominaciones religiosas locales. A comienzos del mes pasado, el pastor Jorge Márquez, máxima autoridad de la congregación evangelista Misión Vida para las Naciones, se comprometió, en declaraciones a Últimas Noticias, a recorrer “cientos” de sus iglesias promoviendo el voto contra Mujica.

El artículo 5 de la Constitución uruguaya garantiza la libertad de culto y consagra el principio de separación de las iglesias respecto del Estado. En su tramo final, además, exime “de toda clase de impuestos a los templos”. La Constitución nada prevé para el caso de que una comunidad religiosa asuma actividades que no se corresponden con su carácter. Si los clérigos, por ejemplo, estafan a sus feligreses con el objetivo de robarles dinero o de prometerles prosperidad, felicidad conyugal o curas imposibles. O si una iglesia, sinagoga, mezquita, santuario o terreiro se convierte en comité político.

Andrade, Iafigliola y Márquez, como cualquier líder religioso (como cualquier ciudadano de este país), tienen pleno derecho a ser candidatos por el partido que prefieran y a respaldarlo participando en actos proselitistas, incluso organizándolos. Pero que lo hagan fuera de sus templos: valerse de sus títulos clericales y de sus instalaciones para apoyar una opción electoral equivale a transustanciar la hostia en galleta de campaña. Después del papel que cumplieron en estos últimos meses, durante los cuales expusieron a los gritos su pretensión de imponer a toda la población lo que ellos entienden como ley divina, no deberían llorar lágrimas de sangre si el Parlamento uruguayo toma la humana providencia de despojarlos de sus prebendas para darle al César lo que es del César.