“El latifundio es el mayor enemigo del progreso social”. La frase la decía José Batlle Ordóñez en el contexto de la crisis del 29 radicalizando su discurso contra lo que consideraba uno de los problemas centrales del Uruguay contemporáneo. Ya sea mediante la política fiscal (impuesto progresivo a la tierra), el fomento de la colonización, la tecnificación y el desarrollo de la agricultura, el batllismo sugirió diversas estrategias que intentaban reducir la concentración de la tierra. Aunque la mayoría de sus proyectos no se concretaron, esta corriente anticipó una línea de crítica a los problemas sociales y económicos que generaba la concentración de la tierra, que cruzó a izquierdas y progresismos del siglo XX uruguayo.

Emilio Frugoni, Rodney Arismendi, Vivián Trías, Carlos Quijano, Wilson Ferreira y Danilo Astori, entre otros, escribieron acerca de las trabas que la estructura latifundista generaba para una modernización social y económica del país. En los 50, cuando el modelo neobatllista dio señales de debilidad, gran parte de las elites responsabilizaron a la estructura “atrasada” del campo por el estancamiento económico que se avizoraba. El latifundio era criticado por improductivo en el plano económico e injusto en materia social, un ámbito residual de prácticas “feudales” que poco tenían que ver con los derechos que los trabajadores de la ciudad habían logrado a mitad de siglo.

La reflexión no estaba alejada de lo que ocurría en América Latina. La reforma agraria no era un concepto extraño en la región. El tema era defendido por movimientos populistas, algunos impulsores de importantes reformas agrarias (México, Bolivia y Guatemala) y también por corrientes desarrollistas impulsadas desde la CEPAL, que la consideraban imprescindible para el desarrollo del capitalismo nacional.

En los tormentosos 60, el concepto adquirió nuevos significados. La revolución cubana lo asoció a la construcción de la primera sociedad socialista en el continente. A partir de allí, la idea de la reforma agraria se transformó en un estandarte de aquellos defensores de un imaginario revolucionario que emuló la experiencia cubana. “Por la tierra y con Sendic”, decía la consigna de las primeras marchas cañeras en 1962 y 1963, en sintonía con este sentimiento.

Pero la reforma agraria no fue monopolio de la izquierda radical. La Alianza para el Progreso del presidente John F. Kennedy la consideró como un elemento clave de su “revolución en libertad”. Sus programas se basaron en técnicos vinculados al desarrollismo cepalino que defendían el rol de la reforma agraria para ampliar el mercado interno, modernizar las relaciones sociales en el campo y reducir la desigualdad. La presión norteamericana llevó a que se aprobaran medidas pro reforma agraria en muchos países. Aunque los resultados en su mayoría fueron tímidos, las medidas activaron debates y demandas sociales que impactaron en las décadas siguientes.

Uruguay respiró el mismo aire pero no hizo nada al respecto. El informe del CIDE de 1965 recomendó una reforma agraria, y un importante número de líderes de ambos partidos tradicionales dijo compartir el diagnóstico y las soluciones. La izquierda criticó el informe por su tibieza y propuso soluciones más radicales. Más allá de las palabras durante los 60, los gobiernos uruguayos no desarrollaron políticas en relación a esta temática. En 1971, el wilsonismo y el Frente Amplio (FA) volvían a poner el tema en el debate público. Como en tantas otras cosas, la dictadura mandó a parar. Esta ausencia histórica de políticas en la materia nos ha dejado con niveles de concentración de tierra moderadamente elevados en el contexto latinoamericano, el continente con la distribución de la tierra más desigual en el mundo.

A partir de los 90 el agro comenzó a redimirse parcialmente con su contribución central en la reversión del profundo estancamiento que había sufrido nuestra economía por más de tres décadas. Luego de la crisis de 2002, el agro fue nuevamente el factor fundamental de un momento de inusitado crecimiento. En este ciclo mostró cierta capacidad de renovación tecnológica, mejoró su productividad y tímidamente diversificó su producción. Sin embargo, en términos sociales los resultados no parecieron diferir sustancialmente de aquellas críticas que se venían esgrimiendo desde el primer batllismo. Varios economistas han señalado cómo las resistencias a reducir los niveles de desigualdad están fuertemente asociadas al patrón de crecimiento que tiene como base una estructura agropecuaria fuertemente concentrada. Aunque estos datos resultan obvios parecen marginales en el debate público. Hoy se discute sobre quién se hará cargo de los costos de caminería rural pero no sobre el carácter regresivo de la estructura agraria.

La ausencia de debate sobre este tema es llamativa en contraste con la abundancia durante el siglo XX. Más llamativo resulta que esto ocurra con el FA en el gobierno, una fuerza política que se ha presentado como la síntesis de las experiencias progresistas del siglo anterior. ¿Por qué el abandono de dicha crítica? ¿Qué cambió en este siglo? ¿Es posible obviar este tema cuando pensamos en una distribución más progresiva del ingreso y la riqueza? Si alguien contribuye a responder estas preguntas tal vez nos podremos acercar a lo que significa ser de izquierda o progresista en este nuevo siglo.