Hay sucesos, acontecimientos que, aislados, no son más que situaciones relevantes o irrelevantes para el individuo, su familia, su comunidad, su país. Cuando Tabárez deja boquiabiertos a cientos de periodistas brillantes, buenos, truchos y del montón exponiendo previo al partido más importante de su carrera lo que es la cultura futbolística en su país, no hace más que afirmar la sucesión de vivencias y conocimientos acumulados y sedimentados de generación en generación nos daba a nosotros, a mí, a vos, al peluquero, al del carrito, al grado 5, a la ministra, a Jonathan, y a tu tía.
Eso es lo que explica que así como para los de 66 no les era desconocido lo vivido en el 60 o en el 61, el del 82 no precisó de un anciano venerable para saber lo que se sentía en una final de la Libertadores, y el del 87 ya lo tenía masticado como ahora lo tienen los miles que anoche disfrutaron en el Centenario de una previa sin igual, goce y disfrute.
Esta tradición no está más muerta que un faraón, al decir del Jaime, sino que está viva en las esquinas de la ciudad y el pueblo lo demostró.
Y ahora con cancha
Peñarol, con firmeza y sin locura, intentó asfixiar al Santos. Quiso jugar rápido cerca del arco de Rafael, haciendo sentir el calorcito de esa brasa humana que bajaba de las tribunas. No había un vendaval de ataques pero se apreciaba firmeza, personalidad y seguridad.
Una linda triangulación Mier- Aguiar-Olivera casi termina en el primero de los Peña con definición de JM Olivera casi contra el cuerpo del arrojado Rafael. En pocos, poquísimos minutos, la cancha empezaba a ser un alto factor de riesgo y se empezaban a suceder más patinadas que en un programa de Tinelli.
¿Cuál era esa diferencia que parecía clara pero no era fácil de precisar? Los aurinegros con la básica precariedad de su toque neutralizaban a ganas y convicción el pretendido tecnicismo de los santistas, atribulados por la leyenda del Centenario y este presente de un equipo que no para un segundo. No es que hubiese fragilidad espiritual de los brasileños, es que estaban gelatinosos sin poder tomar forma.
Cerca de los 20 minutos, una fulgurante progresión de Neymar, que metió un hip hop con funky, terminó en un latigazo de zurda de Danilo que Sosa mandó bien al córner. De inmediato un cabezazo del colorado Zé pego en el techito del travesaño, pero Peñarol tenía respuesta inmediata y anotó dos jugadas peligrosísimas por la derecha: primero Corujo que se metía al área, lo cruzaron y cayó -pudo haber sido penal- y después una notable barrida de Alejandro González que robó desde el piso, prendió la moto y se metió escorado en el área, definiendo con un derechazo alto que bien pudo haber sido cambiado por un pase gol para JM Olivera, que entraba solo por el medio.
No era un partido distinto a los que Peñarol había desarrollado contra Inter, contra Universidad Católica o contra Vélez Sarsfield. El virtuosismo de los aurinegros está en la seriedad y hasta austeridad futbolística con la que afrontan cada uno de estos partidos de altísima intensidad. Ese jean no será de marca, pero está limpito y prolijo. Santos tiene una Mormai pero con unas manchitas y no huele a limpio como ese dejo de aguajane que dejan los carboneros. Por eso, y justamente apuntando a esa prédica de la abuela de la ropa humilde pero limpita, fue que Darío, en la última jugada de la primera etapa, casi pone el primero con un toque de zurda por arriba de la salida del arquero. Una pena.
Bien amargo y calentito
El segundo tiempo empezó con todo: cambio de zapatos para Martinuccio, quien en la primera parte pareció un destacado patinador de Holliday on Barro y el centro que no alcanzó nadie. Y después no te puedo decir la atajada que se mandó Sosa, solo, mano a mano con Zé Eduardo. Si Peñarol es campeón, los memoriosos deberán recordarla. ¿A ese mozo Neymar con qué se lo para cuando se pone a perrear con la pelota?
La entrada de Estoyanoff motivó la ilusión de la tribuna y generó un cambio en la estructura táctica de Peñarol, que hasta ahora no tenía tanta claridad: Corujo va adentro casi de 8 con Freitas, y las bandas son alimentadas por el Lolo a la derecha y Aguiar a la izquierda. No le quedaban muchos recursos al equipo de Aguirre. Los puntas sin mucha participación y por fuera; no había progresos, pero siempre aparece, como aquella pelota que Martinuccio cazó en el área y definió bien de media vuelta o la trepada de Corujo que no pudo definir.
Cuando promediando el segundo tiempo Pacheco ingresó por Corujo los mirasoles ganaron en ilusión pero el partido no cambió. A la excelencia defensiva de la última línea carbonera, se empezó a sumar la clase y jerarquía del Tony, que en cinco minutos metió cuatro o cinco bolas azucaradas que de asco no terminaron en gol. El final del segundo tiempo terminó siendo eso que gustosamente los uruguayos habíamos ido a ver: esfuerzo, ganas, sueños atados con alambre y más y más y más. Son cosas culturales como el placer del amargor del mate, disfrutes incomprensibles para otros. Por eso, cuando Diego Alonso empujó a las redes la pelota más deseada pareció que la fantasía de Cenicienta empezaba a tomar cuerpo, pero la bandera de la madrastra rompiendo la ilusión del gol dejó todo en la nada o con caras largas.
Fue un espectáculo digno de la definición de la Copa Libertadores; tenso, apretado, lindo. Ahora hay que esperar a ver qué pasa en San Pablo. Y, seguro, Peñarol puede.