No hay vuelta. A pesar de la incomodidad que habitualmente le genera al uruguayo, la opinión general en la Copa América, la de la mayoría, es ponerle traje de favorito a Uruguay. Basta ver la dimensión de la cobertura que hacen de la selección los enviados a la copa, hablar con ellos, leer los diarios o prender la tele o la radio. Algunos lo ponen con Brasil y Argentina, otros tal vez un poco más abajo. Pero todos por encima del resto.
Incluso ésa es la sensación entre los uruguayos. A pesar de esa incomodidad que nos genera. Es como aquella historia del “punto”, del pequeño que incomoda, de ser la mosca en la leche de la que habló Tabárez hace unos días. La mosca en la sopa lo tradujéramos a la poética ricotera del Indio Solari. Ese traje nos gusta. A los jugadores, a los medios, a los hinchas. Es como que nos calza justo. No tenemos ni que acomodarlo después de puesto. Nos gusta ocupar ese lugar, y nos incomoda ponernos en el que en los últimos años ha estado reservado para brasileros y argentinos de forma exclusiva.
En el plano conceptual, la selección mantiene el discurso que lo trajo hasta aquí. Sostiene Tabárez que el favoritismo es una construcción mediática. Es cierto. Tanto como que esa construcción se hace a partir de hechos concretos (léase la actuación de Uruguay en el último Mundial). Que es muy difícil zafar de ese traje en la Copa América después del Mundial que hizo. Que lo pone, en la expectativa general, mucho más cerca de “los grandes” del continente que de los otros, en los que la mayoría lo incluía hasta la Copa América anterior, la de Venezuela.
Los entrenadores y los jugadores de Uruguay siguen marcando que encaran a sus rivales con el respeto de siempre. Confiando en las posibilidades propias pero insistiendo en que el fútbol sigue siendo el deporte colectivo en el que el débil tiene más chances ante el fuerte (como dijo el DT en la conferencia de prensa, está lleno de ejemplos). Y tomando muy en cuenta al rival y sus virtudes y defectos, le toque el rol que le toque a la hora del partido. Esa definición conceptual corre en cualquiera de los dos lugares que le toque estar a Uruguay. Se ponga el traje que se ponga.
Llevado al juego, a la cancha, ese rol, y esa postura filosófica y conceptual, el equipo de Tabárez manoteó ante Perú ese otro traje no tan cómodo y lo intentó calzar lo mejor posible. Ante Perú todos esperábamos que Uruguay asumiera el protagonismo del partido. Incluso los peruanos se lo cedieron gustosos. Pelota y campo. Responsabilidad del partido y toma de riesgos. Para contrarrestarlo, orden y concentración. Aplicación a la marca y contragolpe. Así se puso en ventaja y así casi lo gana. La selección asumió el rol, con sus riesgos y con sus costos. Intentó acomodarse el traje lo mejor posible. Con algunos problemas. Pero se lo puso.
A mí me dejó la sensación de tener potencial para hacerlo, pero también que esa ropa se acomoda con los usos, con el paso de los partidos. Entre otras cosas, porque ese rol, inevitablemente, deja al equipo más expuesto. Le da más espacios al rival. Es siempre un riesgo mayor. Y porque el equipo que asume ese rol protagónico, necesita -para achicar el margen de riesgo de asumir el protagonismo- tener la pelota cuanto pueda. Y Uruguay tuvo imprecisiones que al perder la pelota lo dejaron mal parado y potenciaron el riesgo de esos espacios que da el equipo adelantado. Le falta uso, pero le cabe. Y seguramente lo tendrá que volver a calzar con rivales posteriores. Aunque ahora viene Chile, que por su forma de encarar los partidos puede hacer que Uruguay disfrute del que le calza justo.