En tiempos en los que la profesionalización del fútbol es constante y se han acrecentado las cantidades de dinero destinadas a la organización de muchas de las ligas mundiales, vale una mirada introspectiva a la realidad de nuestros clubes que contemple el sacrificio que realizan dirigentes, simpatizantes y allegados a estas instituciones para mantener encendida la llama de este deporte en los estadios. Tres ejemplos representativos; historias de ayer y de hoy que ilustran la escala humana del fútbol uruguayo.
Mar de fondo
Orgullo de la Villa del Cerro, el estadio Olímpico de Rampla Juniors goza de la noble condición de alojar a uno de los cuadros más populosos del fútbol uruguayo y de poseer la mejor postal de la bahía de Montevideo.
Las callecitas empinadas que nacen a los pies de la antigua fortaleza y mueren a orillas del Río de la Plata propician el marco perfecto para compartir momentos de distensión entre amigos que juegan a la pelota y sueñan con ser cracks. Algunos abuelos contemplan el espectáculo recostados contra el murito de una vivienda, mientras dos amigas mantienen una larga conversación sentadas en sus reposeras, mate mediante. La tradición de invadir los espacios públicos para jugar al fútbol y socializar con vecinos y familiares persiste en la tranquila y cosmopolita Villa del Cerro.
Desde hace algunas décadas, el barrio perdió su motor de desarrollo y parte de su identidad obrera, con la clausura de los tres frigoríficos (Swift, Nacional y Artigas) que existían en la zona. Según el relato de vecinos que vivieron durante los años de bonanza laboral, unos 6.000 cerrenses se empleaban en las plantas procesadoras, que operaban en tres turnos de ocho horas. Entre los trabajadores era recurrente escuchar expresiones tales como “De la vaca se aprovecha todo, menos el mugido”, que ilustraban el alto grado de desarrollo y productividad de la industria cárnica de aquel entonces.
Fue durante esa época, más precisamente a comienzos de la segunda década del siglo XX, que John Miller, propietario del varadero próximo a la cancha, cedió el predio a Rampla Juniors Fútbol Club. La institución había sido fundada en 1914 pero la sede se situaba en las proximidades del puerto de Montevideo y sus encuentros por la liga “Tercera Extra” e “Intermedia” los disputaba en canchas de terceros. Visto que muchos de sus jugadores de aquel entonces vivían en la Villa y trabajaban en los frigoríficos, el club mudó sus instalaciones a la ladera del Cerro.
En esos primeros campeonatos jugados por Rampla en el oeste de la capital, muchos de sus seguidores se trasladaban al estadio partiendo desde el casco viejo de la ciudad, en pequeñas embarcaciones tiradas a tracción de vapor. Éstas atravesaban la bahía en tan sólo 20 minutos, hasta llegar al muelle próximo al otrora Parque Nelson.
Según Marcos Paredes, dirigente de la institución, Rampla ocupa el tercer lugar de importancia en el fútbol local, considerando la cantidad de seguidores que asisten a cada partido y los logros alcanzados durante sus primeras décadas de vida. Se destaca la obtención del campeonato uruguayo de Primera División en 1927, así como la participación en sucesivas y exitosas giras realizadas por el continente europeo a partir de la década de 1920.
Testimonio de esa grandeza quedó plasmado en un mosaico a base de azulejos, realizado en la intersección de las calles Grecia e Inglaterra, en una obra del artista barrial Guillermo Vitale. Allí, en la pared de una vivienda cercana al estadio, la imagen concebida homenajea a Pedro Arispe; el Indio, como se lo conocía, fue el primer jugador de la Villa del Cerro en vestir la camiseta de la selección uruguaya durante la disputa de los Juegos Olímpicos de 1924 y 1928. A éste lo sucedieron otros ramplenses que también defendieron los colores de la selección nacional en las conquistas mundialistas de 1930 y 1950.
El ayer Parque Nelson y actual estadio Olímpico, con sus casi 90 años de vida, es uno de los más antiguos escenarios de nuestro fútbol profesional. La característica esencial de la cancha es la proximidad que mantiene con el río y lo imponente del paisaje circundante, debido a la carencia de dos de sus tribunas laterales. Sus propios hinchas recomiendan contemplar dicha postal, cuando los trámites de los partidos no son del todo vibrantes. El precio que paga el recinto ante tanta cercanía con el mar es un campo de juego que se erosiona fácilmente, sumado al continuo deterioro de sus instalaciones, producido principalmente por la alta salinidad y el viento reinante los días de furia. Para combatir esas inclemencias de la naturaleza, el club invierte todos los años importantes cantidades de dinero en mantenimiento.
A partir de la reconversión del estadio, que pasó de tener gradas de madera a una estructura de hormigón armado, a mediados de los años 60, a Rampla se lo conoce como los “picapiedras”. La historia narra que se tuvo que dinamitar y picar a marronazos la roca que había en la proximidad de esos suelos para levantar las tribunas. Anteriormente se los conocía como “friyis” por el nexo que tenían los jugadores con su labor en los frigoríficos.
La identidad portuaria del estadio quedó inmortalizada de manera elocuente en una fotografía coloreada, tomada con motivo de la inauguración de dichas obras. En la imagen se retrata uno de los goles del primer partido que jugó Rampla contra Peñarol, en el arco que da al varadero. Mientras la pelota se dirige con destino de gol rumbo a la valla del equipo visitante, un puñado de marineros presencia con expectativa la acción desde la proa de un gran barco pesquero que yace anclado detrás del muro del estadio.
Un rito que emociona a sus hinchas, cada vez que el equipo se asoma al campo de juego, es escuchar las estrofas del tango “Viejo Rampla”, compuesto por Enrique Soriano. Su letra refuerza esa identidad de la institución con lo lacustre: “Viejo Rampla.../ Cuadro duro y corajudo,/ criollo, altivo y melenudo/ como la furia del mar”, señala un pasaje.
Durante la disputa de los encuentros contra el Club Atlético Cerro, su tradicional rival de la Villa, acuden a la fiesta unas 7.000 personas que colman la capacidad del estadio. Según sus protagonistas, los clásicos son emotivos y pasionales, pero por lo general suele primar el respeto entre las parcialidades. Resulta que en muchas de las familias cerrenses sus integrantes se reparten los amores futbolísticos entre ambas camisetas.
En algunos blogs y portales virtuales de información, en los que fanáticos de fútbol de todo el continente comparten opiniones, experiencias y gustos, existe la creencia de que cada vez que algún zaguero no virtuoso patea la pelota para el otro lado del muro del estadio, un intrépido alcanzapelotas va tras ella montado en su pequeña embarcación tirada a remos. Incluso hace pocos meses, en una de las ediciones de la prestigiosa revista argentina El Gráfico, el delantero uruguayo Santiago Silva hizo mención a la existencia de dicho temerario. Sin embargo, la realidad es otra. Según Nacho, un apasionado hincha y ex dirigente “picapedrero”, esas menciones no son del todo acertadas y se corresponden con las apariciones esporádicas de Baltasar, uno de los tantos personajes que habitan en la ciudad y quien supo tener mucho más que cinco minutos de fama al participar, hace algunos años, como actor de reparto en el sketch de Chichita en el extinto programa El show del mediodía, que emitía Canal 12.
Nacho explica que son contadas las ocasiones en las que la pelota sobrevuela los diez metros de pasto y rocas que separan el muro del estadio del Río de la Plata. Las veces que esto sucedió y que Baltasar estaba presente en el predio, éste se quitaba la remera y se zambullía en busca del balón. Luego de realizada la hazaña y una vez finalizado el partido de turno, lo entregaba a los dirigentes del club, no sin antes exigirles una colaboración económica por la acción.
Corazón de La Blanqueada
Luces y sombras del estadio Gran Parque Central; orgullo del barrio y pasión de los hinchas bolsilludos.
De todo el país llegan al tranquilo barrio La Blanqueada para alentar al Club Nacional de Football -primer club criollo de Uruguay- y sus testimonios quedan estampados en varios muros de las viviendas, como si se tratara del punto final de una larga peregrinación. Es que muchos fanáticos expresan sus sentimientos hacia la institución como verdaderos enamorados; “te dejaré de amar cuando el mar se seque y el sol deje de brillar”, menciona un antiguo y anónimo graffiti, de la transitada calle Jaime Cibils.
A lo largo de 112 años, varias generaciones de residentes de la zona han aprendido a convivir con los visitantes que acuden a presenciar los espectáculos de fútbol al prolijo y en constante renovación Gran Parque Central.
Los más ancianos todavía recuerdan parte de la vieja arquitectura del edificio, como el mirador que sobresalía sobre la tribuna Atilio García o las bajas dimensiones de los muros que permitían presenciar desde la calle algún indicio de lo que acontecía en el campo de juego, además de tener siempre presente en su retina el bullicio del público. Otros, como Nelly, vecina que vive en la casa contigua a la entrada de la calle Urquiza, han contribuido a propagar la leyenda del recinto al esparcir detrás de uno de los arcos, pocos años atrás, las cenizas de su difunto esposo.
Según lo expresa el historiador Juan José Melo, la historia del Parque Central está ligada al surgimiento de la patria. El lugar es emblemático ya que antes de que se erigiera el estadio para la Compañía de Tranvías de la Unión y Maroñas, esas tierras formaron parte de la vieja Quinta de la Paraguaya, lugar donde José Artigas fue proclamado jefe de los orientales. Durante el primer cuarto del siglo XX y hasta la inauguración del estadio Centenario, en 1930, el recinto fue el más importante del país y quizá del continente. Ese año, el Parque Central entró en la historia grande del fútbol al ser testigo privilegiado de la inauguración de la primera copa mundial de fútbol, disputada íntegramente en Uruguay.
Una imagen casi surrealista, perteneciente al acervo del Centro de Fotografía (CMDF), presenta como grandes protagonistas a un joven boxeador retando a un canguro que yace parado sobre sus dos patas traseras. Ambos están dispuestos en el centro de un cuadrilátero con una lejana multitud de fondo. Esa escena, compuesta por personajes propios de una película de Tim Burton, es seguida de cerca por un payaso vestido de gamulán negro y sombrero de copa que le da la espalda a la cámara para poder alentar el duelo. Sucede que, aparte de oficiar como escenario oficial “prestado” para el Club Nacional de Football, durante esos primeros años de vida también se desarrollaron espectáculos de primer nivel que concitaban la atención de un público montevideano ávido de fascinaciones. Presentaciones de grandes compañías de circo, exhibiciones de vuelo, demostraciones de atletismo, fútbol americano y boxeo eran algunas de las tantas actividades que se llevaron a cabo en el predio.
Paradójicamente, el club compra el parque a la Sociedad Comercial en 1937, pero con el paso de los años le fue dando la espalda durante varias décadas hasta casi dejarlo sucumbir. Esta decisión fue tomada por la institución para no cederle a Peñarol, su tradicional rival, el uso exclusivo del Centenario, ya que por aquel entonces lo utilizaba como campo oficial de juego. Esta marginación paulatina del club para con su cancha generó el estancamiento del predio y la presentación de espectáculos de baja calidad como fueron las corridas de galgos y toros. Los usos alternativos estuvieron a la orden del día durante las últimas seis décadas, con excepción de comienzos de los años 80, cuando Nacional volvió a disputar algunos campeonatos de local allí.
Savia nueva e ingenio fueron los condimentos necesarios para hacer resurgir el estadio ante la falta de recursos materiales -propios de un fútbol local pobre-, luego de la última década del siglo XX de abandono y de fracasos deportivos del club. La tesis de graduación de la carrera de ciencias económicas de los socios Pablo Martínez y Marcos Acosta sirvió como manual perfecto para la recuperación del predio. Inculcando el concepto de autosustentabilidad mediante la venta de palcos, generando comisiones de trabajo y motivando a los seguidores fieles a aunar esfuerzos bajo una misma causa, así el club pudo devolverle el prestigio que había perdido durante tanto tiempo.
María Mercedes, una incondicional de la causa tricolor, recuerda con nostalgia los fines de semana en que marchaban en bañadera desde Flor de Maroñas, a primera hora de la mañana, rumbo al Parque. Por aquel entonces el estado de abandono se manifestaba en la falta de agua corriente y en las continuas inundaciones suscitadas en las instalaciones de la tribuna principal. Gracias al aporte de ella y de unos 400 seguidores más, agrupados en el movimiento Barras y Banderas, se pudo generar ingresos a través de jornadas solidarias que posibilitaron recaudar lo suficiente como para luego invertir en pintura y materiales de construcción. Para María Mercedes, lo más motivante era ver gente de todas las edades unida por una misma pasión; “había niños, adultos y abuelas de hasta 82 años trabajando con mucho empeño, cariño y entusiasmo”, recuerda.
Las mejoras en la infraestructura y el reciente protagonismo que adquirió el Parque Central al volver a transformarse en la casa de Nacional posibilitaron que simpatizantes anónimos de todo el país se acerquen a conocer sus instalaciones, generando una movida “turística” particular. Como respuesta a esa demanda, el club cuenta con visitas guiadas para todo aquel que se acerque a sacarse una foto o a interiorizarse un poco más en la historia del gigante de La Blanqueada. Parte de esos acontecimientos importantes se exhiben en el primer piso de la tribuna José María Delgado gracias a donaciones de archivos de fotografías de particulares y del SODRE.
En la actualidad, el idilio de los hinchas tricolores para con su estadio parece no tener límites. “Estoy mucho más nervioso por entrar al Parque que por el casamiento”, confesaba hace poco Fernando González, antes de contraer nupcias con María Noel Pietrabuena en el mismísimo campo de juego. La pareja floridense fue pionera en este tipo de aventuras dentro del recinto. Vale recordar que en el pasado se suscitaron demostraciones de devoción hacia el club no muy agraciadas, como fue el suicidio de Abdón Porte, jugador capitán del equipo y referente indiscutido hasta 1918, año en el que fue sucedido en la titularidad y optó por quitarse la vida dentro de la mismísima cancha del Parque Central.
Monumento celeste
Quizá la actual cancha oficial del Liverpool Fútbol Club pueda pasar inadvertida por sus dimensiones o por la ubicación que presenta, un tanto escondida de las grandes arterias de circulación vehicular de la zona. Su reducida capacidad locativa, prevista para 8.500 espectadores sentados, dificulta, por ejemplo, que su equipo pueda disputar con frecuencia partidos importantes contra los clubes grandes del país. Sin embargo, el estadio de Belvedere, ubicado en el accidente geográfico conocido como la Cuchilla Alta de Montevideo, es histórico por algunos acontecimientos importantes que allí ocurrieron.
Debido a que se encuentra en un punto elevado de la ciudad, a fines del siglo XIX se tenía una vista privilegiada de la bahía de Montevideo y de la desembocadura de los arroyos Pantanoso y Miguelete en el Río de la Plata. Ese valor paisajístico agregado fue condición suficiente para que Francisco Piria loteara y fundara sucesivas quintas de veraneo en la zona.
El predio donde se encuentra el estadio de Belvedere fue en un principio propiedad del club Montevideo Wanderers, oriundo del Prado. En 1909 la institución le arrendó los solares correspondientes a la compañía ferroviaria La Transatlántica, que por aquel entonces contaba con una terminal de transporte en la zona, hasta hacerse propietaria del lugar unos años después. Durante la década del 20 y hasta comienzos del 30, las gradas de madera eran compartidas por ambos equipos durante la disputa de sus respectivos partidos, correspondientes a la Primera Divisional. El hecho curioso es que antes de que Liverpool adquiriese la exclusividad del estadio, en 1938, el Ministerio de Salud Pública proyectó la edificación del Hospital del Norte y para su construcción le compró el predio a Wanderers. Según Hugo Rodríguez, delegado negriazul, hasta hace algunos años existió en las inmediaciones de la cancha la piedra angular de ese edificio, que a posteriori nunca fue construido.
Durante sus primeros años el estadio se convirtió en una de las mejores canchas. El 15 de agosto de 1910 quedará marcado para siempre en la memoria del fútbol uruguayo, luego de que en este recinto la selección nacional jugara por primera vez vestida con el uniforme de color celeste, durante la disputa de un partido internacional por la Copa Lipton, contra su par argentino. En años anteriores el equipo uruguayo ensayó infinidad de variantes cromáticas en su remera, llegando a combinaciones experimentales bastante exóticas como aconteció en 1907, cuando la lució con una mitad azul y la otra blanca, atravesadas por una franja diagonal roja. La elección por el celeste fue en homenaje al extinto River Plate de la zona portuaria, equipo que venciera un año antes al poderoso Alumni bonaerense en el Parque Central, en un choque de campeones de ambas márgenes del Río de la Plata.
El centenario de Belvedere fue pionero en su especie al ser uno de los primeros estadios en contar con iluminación artificial en el continente, en 1914. No obstante, el último registro de partidos jugados en horario nocturno data de fines de la década del 80, cuando Liverpool se enfrentó, en un partido amistoso, a la selección de fútbol de Cuba. Actualmente, el sistema lumínico ha quedado en desuso a partir de que no existen recursos económicos como para restablecer las fallas existentes en la instalación eléctrica de las torres. Otro logro que engrandece la historia del aforo y emociona a sus hinchas es haber sido el primer estadio en recibir de manera casi consecutiva, una vez iniciada la era profesional, a los dos equipos grandes del país durante la disputa del torneo uruguayo de 1953.
Luego de tantas idas y vueltas, la pertenencia del estadio a Liverpool quedó sellada con la compra definitiva en la última década. Este hecho no es menor ya que son muy pocos los equipos profesionales montevideanos que efectivamente son propietarios de sus canchas; además de Liverpool la lista la complementan Cerro, Racing, Rentistas y Nacional. En la actualidad el crecimiento de la ciudad parece no querer darle tregua al estadio. El ensanchamiento de la cercana avenida Garzón sumado a la reconversión de algunas calles linderas al Belvedere, que generarán una vía directa al puerto, repercutirá en la expropiación de seis metros de la tribuna principal por parte de la intendencia. Antes de que esto acontezca, el club tomó los recaudos necesarios y comenzó a erigir un nuevo muro que separe la futura vía rápida del añejo estadio.