“Vada a bordo, cazzo!”, le gritó Gregorio de Falco a Francesco Schettino, el capitán del crucero Costa Concordia, que naufragó el viernes 13. De Falco también es capitán, pero de la guardia costera de Livorno; dijo lo que dijo (“¡Vuelva a bordo, carajo!”) cuando hablaba por teléfono con Schettino, intentando que éste, en vez de “coordinar el rescate” desde un bote salvavidas, se hiciera cargo de la situación en el barco que había abandonado, y cuyo choque contra una roca, al parecer, se debió a una maniobra imprudente e innecesaria dispuesta por su comandante. En el Costa Concordia viajaban más de 4.000 personas y hubo, por lo menos, 11 víctimas fatales.

La consigna de orden se ha vuelto un éxito en Italia: impresa en camisetas, representa un llamado genérico e indignado (la palabra de moda) a la responsabilidad, en una sociedad que aún sufre la resaca del gobierno de Berlusconi.

En nuestras latitudes, casi 28 años después de la asunción del primer gobierno posdictatorial, el Estado uruguayo decidió asumir su responsabilidad en otros naufragios. Según anunció el canciller Luis Almagro (ver la diaria del 16/01/12, página 3), se está coordinando la realización de un acto reparatorio para “pedir perdón” a las víctimas de la dictadura. Esto es parte del cumplimiento del fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Gelman, como lo fue la aprobación de la ley 18.831, que anuló la de caducidad y declaró que son crímenes de lesa humanidad los delitos amparados por ella.

Es una pena y una vergüenza, pero así son las cosas: durante más de un cuarto de siglo el clamor de muchas voces fue ganando terreno, lentamente, para la verdad y la justicia, pero lo de ahora se desencadenó porque la Corte Interamericana le gritó al Estado uruguayo que se hiciera cargo de una vez. “Es que está oscuro”, le decía Schettino a De Falco. “No me estoy negando”, aseguraba. Afirmó que quería subir a bordo pero no podía. Era mentira.

No fueron sólo sucesivos presidentes de la República, titulares del Poder Ejecutivo junto con sus respectivos ministros. Fueron también el Legislativo y el Judicial. Los tres se negaron reiteradamente a cumplir con su deber y hace poco, demasiado poco, que desandan el camino de la omisión culpable. Antes, fecundos en ardides, ensayaron cuanta chicana pudieron imaginar para que las cosas no fueran llamadas por su nombre. Para que no se dijera, por ejemplo, algo tan obvio como que la responsabilidad del terrorismo de Estado es estatal. Tarde, muy tarde, piaron obligados. Y queda mucho por cantar.

Organismos del Estado encomiendan a investigadores que produzcan relatos documentados de los crímenes, y presentan públicamente el resultado de esos trabajos en gruesos volúmenes en los que se aborda, además del qué, el cuándo y el cómo hasta donde ha sido posible develarlos, la cuestión crucial del por qué. Pero el Estado, tan hábil para condensar su discurso sobre muchos otros asuntos en fórmulas de fácil comprensión, parece que no hallara el modo de comunicar con claridad por qué mató, hizo desaparecer, se apoderó de bebés y quiso borrar sus identidades, torturó, violó, robó a sus víctimas indefensas como el más ordinario de los rapiñeros. Cuál era el plan, quiénes lo dictaron, a qué intereses servía. Qué razón de Estado se quiso imponer, y contra quiénes.

Eso también es hacerse cargo, volver a bordo y conquistar, después de tantos años, pleno derecho a sostener el timón.