Para ilustrar la relatividad de conceptos como “malo” y “bueno”, una profesora de Epistemología que tuve en la facultad usó un ejemplo muy conocido. Un arma, decía, es mala si la usa un ladrón que viene a robarme a mi casa, pero es buena si la uso yo en ese mismo momento para salvar la vida de mi familia. De ahí se sigue que el arma es sólo una herramienta y que, en todo caso, los malos o buenos somos las personas.

La idea que subyace a este razonamiento es bastante peligrosa. Si convenimos que matar está mal, por lógica pura deberíamos concluir que concebir, producir, vender y adquirir armas también lo está. Y que, por lo tanto, un revólver no es un objeto neutral, sino más bien el producto de una práctica social repudiable (matar).

La misma concepción relativista está presente en la columna de opinión de Diego Zas publicada en la diaria el 17 de abril, titulada Twitterías (http://ladiaria.com.uy/articulo/2012/4/twitterias/ ). Allí sostiene que el Frente Amplio está “papando moscas” con respecto al uso de Twitter, mientras que el Partido Colorado (y más específicamente Pedro Bordaberry) se está apropiando de “la próxima trinchera política”, aunque suele usarla mal, torpemente, cometiendo errores como emitir un discurso reduccionista o tuitear sin reflexionar antes lo suficiente.

Me interesa discutir el planteo de que Twitter es una trinchera política, pues creo que sólo puede sostenerse si nos aferramos a un concepto muy reducido de la política, limitado a la supremacía electoral y a la agregación de voluntades. Si bien hoy esta idea es casi indiscutible, sería bueno recuperar la definición aristotélica del término, que la sociedad occidental ha ido perdiendo en la medida en que fue abandonando las prácticas a que hace referencia. Para Aristóteles la política es una conceptualización de la vida que permite distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto. Digamos que esto es lo que nos diferencia de los animales, cuya vida se rige por instintos como la búsqueda del placer y el escape al dolor. La política es ese momento en el cual el hombre supera el estado de animalidad y admite la posibilidad de regir su vida de acuerdo a un proyecto que contempla el bien de la comunidad. Es suspender la búsqueda del placer inmediato y privado para procurar lo que es justo para todos, es dejar de robarle impulsivamente la comida a mi vecino para pensar junto con él las formas más adecuadas para que la sociedad que integramos (es decir, ni él ni yo, sino lo público) tenga acceso a una mejor alimentación.

De esto surge que la política no puede hacerse en caliente. De ahí deriva su incompatibilidad con Twitter (a no ser, reitero, que nos resignemos a una definición de la política que prescinda del pensamiento crítico). Twitter exige una presencia constante y permanente sobre la realidad. Es algo así como un eco que rápidamente va mimetizándose con la voz que lo proyecta, hasta confundirse con él y, luego, ser la voz misma, sin admitir ese distanciamiento que la política necesita para funcionar. Twitter es animalidad pura, es expresión que, para existir, necesita prescindir de la reflexión, porque si pienso demasiado un tuit el tren de la mostración de mí mismo va a pasar rápidamente de largo. Twitter es la reinstalación de la oralidad en la comunicación humana. Porque si bien para usarlo es necesario saber escribir (o más o menos), la tecnología de la escritura no se define tanto por el hecho de saber dibujar una serie de signos y conocer el código que los hace legibles, sino más bien por la capacidad y la posibilidad de organizar los pensamientos antes de emitirlos, lo cual es incompatible con una tecnología y una cultura que exigen simultaneidad a cualquier costo.

Vale aclarar aquí que la renovación de la tecnología de la comunicación no es incompatible con la política. Pero las formas concretas que esa renovación va adoptando no son inocentes ni naturales. El diseño específico de una tecnología que sólo admite la comunicación en 140 caracteres es una decisión (de algún ingeniero, de alguna empresa, de alguna sociedad) dentro de un abanico de opciones, que priorizó la instantaneidad antes que la profundidad. El mercado se ha encargado de naturalizarla y la política, antes que ir corriendo ciegamente detrás de ella, debería problematizarla. En caso contrario estamos hablando de una muerte de la política, absorbida por el mercado, por más que siga habiendo elecciones y partidos.

Teniendo en cuenta todo esto habría que repensar si el Frente Amplio está quedando rezagado políticamente. Por un lado, es notorio que esa dificultad para apropiarse de las nuevas tecnologías puede llegar a jugarle algún revés electoral, pero por eso también puede evitar, o al menos retrasar un poco, y con ello ganar tiempo, su brutal proceso de desideologización. Basta mirar al Partido Colorado, que con Pedro Bordaberry a la cabeza abandonó los últimos rastros de batllismo y lo reemplazó por un altoparlante de los miedos más instintivos de la comunidad, para comprender que llegado ese punto es difícil volver atrás. Los argumentos del diputado Jorge Orrico al cerrar la cuenta de Twitter de la Cámara de Diputados tal vez fueron incompletos. En resumen, sostenía que, pese a presidir la cámara, también integraba uno de los partidos que compiten en ese ámbito. Dado que no había garantía para la objetividad en la comunicación, no le correspondía el derecho a controlarla. Sin embargo, no deja de ser saludable que uno de los últimos símbolos de la política a lo Aristóteles escape a la lógica de la comunicación hueca. En una sociedad en la que las acusaciones de burocratización, lentitud y centralismo están a la orden del día para etiquetar todo aquello que no baila al ritmo del mercado, no sería extraño que un Parlamento regido por Twitter terminara adaptándose a los tiempos que corren y legislando con normas de 140 caracteres. Podrá ser tachado de absurdo, pero hay que admitir que sería ágil, productivo, democrático y, sobre todo, posible.