La primera sensación de llegar a este clásico fue descomprimida, con la idea de que no era el partido de otras clasificatorias, en las que nos jugábamos gran parte de acariciar otros sueños mundialistas. El resultado en Ecuador ayudaba a la idea. Te pone límites, te la hace difícil, te presta la calculadora y te mira de reojo. Es duro cuando el contexto te oprime. Así y todo, buscás la manera de que no, de convencerte, así sea apelando a la rebeldía. Así la llevás todo el día. Pasa la mañana y la lectura de los diarios, el mediodía y los informativos de fondo, pasa la tarde con sus programas arengando.
Todo, pasa todo y la sensación no se va. Hasta que te acercás al estadio. Ves una camiseta celeste, ves dos, ves miles; caras pintadas, banderas flameando, cánticos en clave “soy celeste”. Ahí te cae la ficha: es un clásico. Los quiero siempre, vivirlos siempre. Y si no están los mejores de ellos es una pena, medirnos al nivel más alto es lo que hacemos todo el tiempo y lo que queríamos en este partido con Argentina. Entrar al Centenario y palpitar con las tribunas repletas, más que descomprimirte, te aprieta el pecho y te deja el corazón como en esas sensaciones de extremo sentimiento; deseoso.
La otra sensación inevitable era la suspicacia del empate entre Chile, de local, y Ecuador. Sabemos de eso también, nos sucedió constantemente en las últimas Clasificatorias. Que ambos clasificaran sin hacerse daño nos comía la cabeza. Tal vez depositábamos en ese razonamiento mucha de la impotencia que traíamos de Quito, y que nos ubicó en el quinto lugar.
No nos queríamos convencer de la injusticia que significa tratar al otro de que puede negociar, no jugar, ir contra la esencia del deporte. Se puede dar, cuidado, y de hecho se ha dado. Pero sólo de pensarlo y de dejar correr poco más de media hora de juego, desde Santiago informaban que Chile tenía dos goles en su haber: Alexis Sánchez y Gary Medel los convirtieron. Fin de la suspicacia. En casa ganábamos dos veces y nos empataron las dos.
Cuando Gastón Ramírez, con el pie del Tulipán, desniveló el partido con un pase milimétrico a Suárez que terminó en el gol de Cavani, consultamos la calculadora inmediatamente. Si ganábamos empatábamos la línea de Ecuador, pero nos faltaban goles: teníamos que golear y, además, recibir ayuda chilena. El Cebolla se comía la banda izquierda y el griterío del estadio coreaba su nombre; arriba, Suárez y Cavani enloquecían a cada rato; Gastón permanecía con el pie fino. Pero de los chilenos no llegaban noticias. Pasamos de la desconfianza respecto de los de Sampaoli a pedirles goles. No llegaron.
Ahora, a Jordania. Lo preveíamos, lo quisimos driblear pero era tarde. Ganamos el clásico en lo que fue uno de los mejores partidos de Uruguay en la Clasificatoria, con todo lo que significa el presente y el futuro. Más allá de los Andes, la cosa no se movía: Chile va tercero al Mundial y en Quito Ecuador nos ganó el cuarto puesto. Vinimos por un descafeinado y nos llevamos un café fuerte, con tres de azúcar.