La caldera está hirviendo. El fuego se asoma por la puertita abierta de la quematutti que Ángela alimenta con palitos que están sobre la mesada. En un vaso de plástico verde pone dos cucharadas de leche en polvo y dos de azúcar. Es viernes 1o de marzo. Son casi las nueve de la mañana. Mario se prepara para ir al primer día de clases en la escuela. La suya queda a campo traviesa, a tres kilómetros de la casa, los que tendrá que caminar sorteando alambrados y porteras. Este año cursará cuarto. Afuera el Chico sigue ladrando. El pasto todavía moja. “El rocío de la madrugada”, explica Ángela. Todavía hace un poco de frío. La cocina está templada. Ella cuenta que tiene dos hijos más grandes que Mario y que viven en la ciudad de Minas, Lavalleja, a 15 kilómetros de la casa: Enrique, de 25 años, y Martín, de 21. “El más grande no trabaja porque está enfermo de la columna, pero Martín sí, en la construcción”, relata sin apartar la mirada del vaso en el que ya vierte el agua. Sin levantar la cabeza agrega que ellos fueron excelentes alumnos y que si bien ir a la escuela rural significaba caminar muchos kilómetros soportando lluvias, calor o viento, no pudieron seguir estudiando. Ir al liceo representaba mucho más que voluntad; una inversión imposible de afrontar.

Aparece Mario, que intentaba callar al Chico. Sin haberlo conseguido, se sienta. Sobre la mesa hay una botella de agua y un recipiente que hace las veces de mechero. “Con esto nos alumbramos para leer libros que tanto le gustan a Mario”, cuenta su madre. Se trata de un frasco con una mecha casera y un poco de queroseno. Los libros que le gustan son esos de aventuras.

La casa de Mario no tiene conexión a la red eléctrica. Tampoco tiene agua potable. La disponible se saca con un balde desde un aljibe que está al frente.

Toma la leche de un sorbo, callado y sonriente. Mario tiene diez años. El 11 de febrero tuvo su primera fiesta de cumpleaños a instancias de la maestra Marys, que organizó la colecta para llevar la torta, las bebidas, los gorros de cartón y hasta un cartel. Hoy se reencontrará con sus compañeros. Eso marca que no se trata de un día cualquiera.

Salidores

Mario Rodríguez ganó la edición 2012 del concurso Historias Cero Falta, organizado por UNICEF, el Consejo de Educación Inicial y Primaria (CEIP) y Antel. Los niños que concursaron contaron una historia. La que presentó Mario ganó entre otras 1.500. Por ese motivo, recibió una tablet de Antel, materiales escolares y un paseo de dos días al Parque de Vacaciones de UTE-Antel para el grupo de compañeros. Según contó su maestra, Marys López, los niños están expectantes por hacer ese viaje. Lo han dejado pendiente para la Semana de Turismo, porque hoy ya se encuentran en un campamento. “Estamos muy salidores últimamente”, dijo Marys, quien llegó a la escuela Nº 94 en 2010 y pretende dejarla cuando se jubile. Además de cumplir las tareas de docencia, Marys se convierte en cocinera, limpiadora y ciudadora del lugar. El edificio de la escuela transmite una imagen de mucho cuidado y dedicación. Los salones pintados de blanco, la biblioteca llena de libros, las mesas y sillas están dispuestas en círculo. Enfrente, una mesa larga con un mantel amarillo y dos bancos ofician de comedor. Marys comenta que está orgullosa de esos niños. “Soy su segunda madre”, comenta.

Ella fue quien impulsó a Mario a presentarse al concurso Cero Falta. También fue quien comunicó la noticia a la madre.

La previa

Sobre la cama, la túnica blanca, requeteblanca y la moña. Sobre la mesa de luz, un par de championes de lona negros esperan ser estrenados. Sobre una mesita, una tablet -“que me regalaron en el concurso Cero Falta”, comenta-, libros, la ceibalita y un bolsito. La mochila ya está armada. Tal vez desde el día anterior. Un cuaderno, un libro, un lápiz y una bolsa con un vaso de plástico, el cepillo y la pasta de dientes. Es que en la escuela de Mario almuerzan todos juntos la comida que hace la maestra. También la maestra lava los platos. Un póster de Diego Forlán ocupa rigurosamente el centro de la espuma plast que cuelga de la pared. Ya falta poco para emprender el camino a la escuela. Al costado de la puerta del cuarto, una bicicleta duerme. “Me la regaló Motociclo por el concurso”, comenta Mario. Pero se pinchó hace unos meses. El día del inconveniente, llegó de noche a la casa con ella a cuestas. No hubo cómo solucionar el contratiempo. La ciudad está muy lejos como para llevarla en andas. “No tenemos parche ni inflador”, aclara con cara de circunstancia.

El camino

Se hacen las nueve y diez y se nota que Mario se empieza a poner ansioso. La hora de llegar a la escuela se vuelve más cercana. Ángela lo ayuda con la túnica y especialmente con la moña. “Todos me preguntan cómo hago para que su moña quede así de bien”, ríe la madre, mientras él se queja de que el último botón le aprieta el cuello. Mochila azul en la espalda y una bolsa de nailon en la mano. Adentro, los flamantes championes. Mario sale de su casa en chancletas. Saluda a su madre y de pasada le ordena al perro que se calle, pero parece nunca reparar en la indicación. Cruza el primer alambrado y señala una casa blanca lejana a la izquierda. “Ahí vivía un señor que ya se murió. Ahora hace mucho que no hay nadie”, cuenta. Recorre unos metros y se encuentra con cuatro vacas que pastan en el predio de un vecino. Les pasa por el costado sin que ellas noten la proximidad del niño. Levanta el brazo para saludar a quien se encuentra en el camino. Primero, un señor de camisa blanca le devuelve el saludo con el brazo y un ademán, como inclinándose hacia delante. Mario sonríe. Le gusta ese reconocimiento y lo disfruta. Una señora sale de su casa para saludarlo. “Buen comienzo de clases”, le grita. Su cara lo dice todo. Está fascinado con el deseo. Ése es su viaje cotidiano y sabe que de lunes a viernes será parte de la rutina. Con la intención de mostrar que conoce de su entorno, se agacha y cuenta que eso que se ve ahí es una semilla de sandía, pero que no ha crecido porque le faltó cuidado. Más adelante, pasa una liebre corriendo y la señala emocionado por haberla visto. Segundo alambrado. Primero pasa una pierna, se agacha para pasar por el espacio libre de los dos alambres, luego pasa la otra. Apoya la bolsa en el pasto, del otro lado del alambrado, para evitar que se enganche con las puntas que sobresalen. Varios patos esperan sentados al borde de una cañadita que nace por ahí. Se asoma a ver el agua. A verse en el agua. Hace bromas sobre su posible zambullida. Siempre hace bromas. También pasa por al lado de algunos chanchos, caballos y ovejas. Los animales comen. No parecen advertir que son vistos. Mario sigue el viaje contando que le gusta mucho leer, que es de Nacional y que no conoce la cancha, que conoció el mar hace como un año cuando a instancias de la maestra se fueron con los compañeros de clase de paseo al balneario Las Flores. “Impresionante”, comenta abriendo los brazos. Nunca había viajado a Montevideo hasta que lo invitaron a recibir el premio. El fin de semana se va a Paysandú, invitado por la intendencia, también como consecuencia del concurso. Lo acompañarán la maestra y su madre. Cuenta que su padre trabaja en otro campo, lejos, y que sólo lo ve algunos fines de semana cuando regresa a su casa. Lo extraña. Cuenta también que le lee a su madre en voz alta y que colabora en las tareas de la casa. Se ocupa de una pequeña huertita, al costado del portón de la entrada.

Pasa el cuarto alambrado y anuncia que a partir de ese momento ya no quedan más para atravesar. Ahora tendrá que abrir tres portones de madera hasta llegar al final. Uno de ellos parece haberse hinchado y no abre tan fácilmente. “Pero qué mugre”, dice mientras hace fuerza para destrancar la madera. Lo hace. Ya ha pasado media hora desde que salió de su casa. Si quisiera dar vuelta la mirada y verla no lo conseguiría. El terreno es ondulado, tiene mucha piedra y pastos muy altos. La casa quedó atrás. Ahora cierra la última portera de madera. Delante, la calle de tierra y el cartel que anuncia la escuela. Se sienta en un mojón de cemento al costado del camino. Ahora sí, se pone los championes. Guarda las chancletas en la misma bolsa. Mario está de estreno.

Lo saludan el pequeño León, de cinco años, Sofía y Milagros. Eliana, la más grande del grupo, llega en moto con su madre. Éste es su último año en la escuela. Marys, la maestra, los recibe a todos con una sonrisa. A Mario no dejó de verlo por mucho tiempo ya que “hizo los trabajos administrativos conmigo”, dice en complicidad con el niño. Es que él va más a la escuela que la maestra. Ella se encarga de enfatizarlo. Cuando el Paso del Amor -el puente que comunica el camino de Las Higueritas, el que lleva a la casa de Mario y a la escuela- se desborda por las intensas lluvias, la maestra y algunos niños no logran llegar a la escuela. Mario, que hace todo el viaje caminando, llega igual. Mojado como nunca pero llega.

La escuela rural Nº 94 se llama Antoine de Saint-Exupéry y no por antojo. No sólo porque “lo esencial es invisible a los ojos”, sino porque detrás del edificio blanco se encuentra una base de la Fuerza Aérea que dos por tres adorna el cielo de avionetas. Todos juntos hicieron un mural con la figura del Principito en la pared que da al costado de la escuela. También todos juntos cuidan las verduras y frutas que tienen en el fondo. Tomates, boniatos, zapallos. El naranjo está delante del parrillero donde muchas veces se buscan excusas para asar unos chorizos y hacer carne a las brasas. “Éste es un lugar de encuentro. Los padres, vecinos y los integrantes de la comisión fomento nos juntamos a festejar los cumpleaños”, cuenta la maestra. Más que una escuela es un lugar de referencia en la zona. Allí se dan charlas para padres sobre salud, cuidado de animales, entre otros temas. Sobre Mario cuenta que ha tenido una evolución muy buena, que se ha abierto mucho más en estos últimos años porque era muy callado. Por ser el primer día de clases, la maestra les propone que jueguen a lo que quieran. Ellos salen corriendo al patio, se suben a las hamacas, agarran una pelota, se la pasan, se ríen.

“Yo creo que no se va a olvidar nunca de esto que le pasó”, comenta Marys. “Si todo sale bien, podrá ir al liceo en Minas y seguir estudiando”, agrega. Ángela sueña lo mismo, que Mario por fin pueda, que tenga las condiciones para hacerlo. Pero para que él no falte hace falta que no le falten a él primero.