Ante la polarización (una más) que generó la protesta de activistas defensores de los derechos animales, y la reacción patoteril de la paisanada participante en las jineteadas de la Rural del Prado, cabe apearse del caballo y mirar en derredor.

La relación de la humanidad con las demás especies siempre fue, y es, de tipo esclavista. Las personas, dotadas de poderes casi plenos, disponen de los demás seres vivos a su antojo. Ya sea criándolos (tanto a animales como a plantas) para su alimentación, como haciéndolos trabajar para ellas, o humillándolos al obligarlos a vivir como ellas, ofreciéndoles un amor humano que nunca pidieron, y confinándolos a los límites físicos apropiados para que no tengan otra opción que ejercer ese rol tipo Secom psicológico que se les asignó sin preguntarles, hasta transformarlos en unos seres deformes e inválidos, incapaces de sobrevivir en la naturaleza.

Las distintas formas en que nos relacionamos con el resto de las especies son juzgadas de modos increíblemente dispares. Tener un perro en casa suele ser bien considerado, aunque el espacio del que dispone sea un millón de veces más chico que el que disfrutaban sus ancestros. Sacrificar una gallina para cumplir con un ritual religioso es una salvajada, pero cazar perdices a escopetazo limpio es un deporte viril. Utilizar animales para experimentos es una especie de nazismo cientificista, pero disfrutar de los avances de la medicina, que nos otorgan una esperanza de vida que duplica o triplica a la de nuestros ancestros de hace no muchas décadas, no lo es.

Encerrar animales en un zoológico es casi el súmum del maltrato, aunque su condición no difiera de la de las mascotas domiciliarias. Jinetear un caballo una, dos o diez veces al año es considerado “tortura”, pero practicar la pesca deportiva es rara vez asimilado a un asesinato masivo. “Bueno, son peces”, se dirá, en un hipercontradictorio gesto que asigna derechos a los seres vivos en función del grado de parentesco que presenten con nosotros. Y si el lector es de los que no pescan, piense en cuántas bacterias asesina cada vez que toma un antibiótico, cuando ellas, simplemente, intentaban crecer y multiplicarse en un medio que su propia bioquímica consideró apropiado.

Los vegetarianos se horrorizan por la matanza de animales para comer, pero no se inmutan cuando destruyen a dentelladas y jugos gástricos esa maravilla de la evolución que son las células vegetales, hasta transformarlas en simples nutrientes, útiles para sus propios cuerpos. Chau, eso es así, y tiene su origen no en un razonamiento, sino en un simple instinto salvaje que nos dicta que los genes que hay que cuidar son los nuestros, o, en su defecto, los más parecidos que haya en la vuelta. Egoísmo puro. No disfracemos ese egoísmo (que, de última, ha permitido a la vida desplegar su actual magnificencia) de actitudes altruistas que nos autorizan a tratar de asesinos y torturadores a los que, en esencia, hacen más o menos lo mismo que nosotros. Y tampoco nos agarremos de este argumento para maltratar innecesariamente a seres que, a su pesar, habitan un mundo que fue monstruosa e inconsultamente modificado.

Las corridas de toros y las riñas de gallos se prohibieron en la mayoría de los países; tal vez algún día se prohíban las jineteadas (o se realicen usando robots más avanzados que los conocidos “toros mecánicos”). Quizá -y éste es un problema infinitamente más grave- se logre eliminar el uso del caballo como máquina de tracción, ofreciéndoles además una solución real a los que dependen de ese uso para sobrevivir (y espero que sea por un motivo compasivo y no porque son un estorbo para el desplazamiento de nuestros veloces y estúpidos cero kilómetro). Y tal vez nuestros descendientes asistan a la abolición del concepto de mascota. Sin embargo, es difícil que podamos vivir sin matar a otros seres vivos en un futuro cercano. En eso, por ahora, somos tan primitivos como el resto de los animales, y debemos aceptarlo. Reduzcamos los daños, pero no nos pongamos fundamentalistas, cuando no estamos en condiciones de hacerlo de verdad y sobrevivir para contarlo.