Y sí. Los bailes de Pepe Núñez son inolvidables. La música es variada. A veces llegan orquestas de Tacuarembó o Rivera, pero lo más común es que se instale una discoteca. La cita es en la escuela del pueblo. Los vecinos se juntan a disfrutar cuando cae la nochecita y algunas velas empiezan a encenderse para iluminar lo que queda de la jornada, sobre todo cuando las baterías de los paneles solares echan el resto. Son 30 familias y hay 20 gurises de todas las edades. También son los mismos que hace unos años armaron un cuadro de fútbol (uno mixto y otro únicamente de mujeres) y se reúnen en la tarde en la canchita de la Iglesia, ésa que pasa sin cura, ya que éste llega al pueblo desde Colonia Lavalleja, una vez al mes. También hay una policlínica, una escuela y un destacamento, pero sin policía.
Viviana baila con los varones porque ya los conoce a todos. Tiene 12 años y le gusta escuchar Nota Lokos. Disfruta mucho de esa fiesta porque sabe que termina y cuando eso ocurre hay que volver a armar la mochila y marchar a Tacuarembó. Muy lejos, aunque sólo sean 80 kilómetros de distancia. Hacer el camino vecinal de 20 kilómetros de piedras a puro movimiento de camioneta o alguna moto que se anime a esos trotes. Llegar al Parador Chimango, donde se cruza la ruta, puede llevar 40 minutos. Luego, esperar el servicio de la empresa Toriani, que pasa los lunes, miércoles y viernes. El boleto cuesta 95 pesos y el viaje demora una hora y media hasta la ciudad. Más de dos horas en total.
Las vacaciones de julio terminaron y el regreso a clases no se puede demorar. El verbo llorar fue conjugado muchas veces. La angustia de no querer alejarse de lo conocido, no estar en casa, no tener a los amigos cerca y no caminar sus calles provocó que a Viviana le costara empezar a disfrutar algo de la nueva experiencia. Su madre, Lelia, una de las dos almaceneras del pueblo, sabe de distancia y sabe de extrañar. La decisión que tomó no fue fácil. Despegarse de su hija más chica y alentarla para ir a la ciudad fue y es todo un tema. No va a decir que llora todavía porque la extraña. No puede, porque está convencida de que administrar las fuerzas para que todo salga bien es parte de su rol. Quiere para ella una vida de estudio y de posibilidades que el pueblo no brinda.
El lunes, después de las vacaciones, Viviana regresa a su segunda casa, aquélla en la que vive desde marzo. Al llegar firma el cuaderno de actividades: fecha, hora, lugar a donde se dirige y en otra fila, a la derecha, se pone “llegué”. “Para avisar que estamos acá por si nos llaman de nuestras casas”, comenta. Hay 56 jóvenes en el hogar estudiantil de la Intendencia de Tacuarembó, al lado de la Casa de la Cultura, en la zona del Sandú. “Había 60 a principios de año, pero algunos no aguantaron y se volvieron. Siempre pasa que un puñado no resiste el cambio”, cuenta la directora del hogar, Alba Falleti.
Si bien la mayoría llega desde pueblos del departamento (Cuaró, Caraguatá, Cuchilla de la Palma, Ansina, Peralta, entre otros) también hay casos “especiales”, como el de una estudiante de Cerro de las Cuentas de Cerro Largo, otro de Rivera y el de Viviana, que llega desde Salto. Acceden mediante la postulación a una beca que tiene en cuenta la escolaridad de los estudiantes y la situación económica desfavorable para el pago de sus estudios fuera de los pueblos donde crecieron.
El día
Viviana va al Liceo Nº 3 de Tacuarembó, a unas ocho cuadras del hogar. Entra a las 11.30. “De inglés no entiendo nada. Nunca había tenido clase de idiomas. Geografía es lo mío. Me encanta”, dice mientras camina por el centro de la ciudad, rumbo al hogar. Al lado, su madre, Lelia, que vino desde Pepe Núñez a hacer trámites y comprar algún surtido para el almacén, pasó a verla.
Viviana cuenta que desde hace poco comenzó a tomar clases de guitarra con Roberto González, en un salón chiquito al fondo de la Casa de la Cultura. Mientras ella rasguea, un bandoneón descansa en una silla. “Por ahora, sólo sé el ‘Feliz cumpleaños’, pero cuando empiece a practicar más, voy a aprender canciones”, dice sonriendo. Esta actividad y las clases de Educación Física del liceo son dinámicas que hacen que poco a poco conozca más gente y ande por la ciudad sola. “El primer día de clases me perdí. No sabía volver al hogar. Tuve que llamar para que me vinieran a buscar”, recuerda y se ríe, aunque en ese momento le dieron ganas de llorar. Sucedió en marzo, parece que pasó una eternidad. “Pasaba llorando. Al principio era medio tímida también. Un día una compañera de otro cuarto me vio y se vino a conversar conmigo. Ella me dijo que también lloraba las primeras semanas pero que después una se acostumbraba y ya no le pasaba más”, cuenta Viviana. La compañera casi tenía razón.
Para Lelia la decisión fue contundente: “Tiene que irse; tiene que estudiar donde haya posibilidades. Tenía referencias de un vecino que ya había mandado a su hijo al hogar. Presenté todos los papeles y le dieron la beca. Había otras posibilidades en el colegio de monjas, pero era muy caro y yo no podía. Acá pagamos 500 pesos por mes. Y está lindo, ¿verdad?”.
Compartir el hogar con otros jóvenes no es una tarea sencilla. Viven allí varones y mujeres separados en dos pisos. Abajo les toca a los muchachos y arriba están ellas. “Las puertas se cierran y no hay comunicación entre pisos en la noche”, asegura la directora del hogar, que hace dos años está en ese cargo pero 17 que trabaja en el lugar. Norma, la casera que hace 17 años vigila que todo vaya bien, tiene palabras amables para describir la vida del hogar. También Elsa, la cocinera, recuerda a los ex becarios con nitidez; mientras habla, prepara unas rosquitas caseras para acompañar la leche de la tarde. “Son muchos gurises, pero las medidas en la cocina son fáciles porque nos guiamos por el tamaño de las ollas y las fuentes. Hay que llenar todo y listo. Nosotros servimos los platos y ellos los agarran del fogón. Los que vienen más tarde se van calentando en el microondas”, explica. Y la dinámica parece aceitada.
Suena un timbre. “La hora del descanso”, dice la directora. “Yo quise sacar esta reglamentación por turnos porque no me parece que valga la pena. Cuando suena el timbre los gurises tienen que estar en sus cuartos. Esto es de 13.00 a 14.30. A las 18.00 se merienda y toca el timbre otra vez. El último del día suena a las 21.00 y avisa que ya no se puede salir del hogar”. Salvo los estudiantes de Magisterio o Facultad, que tienen clase hasta las 23.00.
Viviana desayuna más tarde que el resto porque entra al liceo casi sobre el mediodía. Leche y pan. “No me gustaban las cosas con tomate en el almuerzo y eso, pero ahora ya me acostumbré. A veces no tenemos cena y entonces hacemos una colecta con las compañeras del cuarto para comprar algo entre todas en algún almacén”, cuenta.
La familia… lejos
En las habitaciones hay dos cuchetas. Apenas da el espacio entre ellas para pasar. Al fondo, contra la ventana, un escritorio de madera con dos sillas que se pegan al respaldo de las camas. Viviana intenta sacar la guitarra con la agilidad de un contorsionista. Acomoda la silla, se calza el instrumento sobre la pierna. El “Feliz cumpleaños” sale, pero para eso debe mirar de reojo el cuaderno de anotaciones que está sobre la computadora portátil que llevó desde su casa. “Es que por Facebook me comunico con mi prima”, dice. Además, comparte la habitación con Matilde, de 18 años, y con Victoria, de 13. “Nos llevamos muy bien aunque tengamos diferencia de edad”, agrega.
Los fines de semana Viviana se queda en la casa de su “tutora”, que es su tía, la hermana de Lelia, que vive en la ciudad. No regresa a Pepe Núñez porque no hay dinero para pagar el pasaje. “La casa es chiquita. No tiene internet. Necesito hacer los deberes antes de irme del hogar, porque si no el lunes me quedan atrasados”, comenta. “Los tutores deben hacerse responsables de los estudiantes durante el fin de semana que cierra el hogar”, explica la directora. Muchas veces son familiares o amigos de los padres. En algunos casos, según reseña Falleti, los estudiantes no reciben llamadas ni visitas de la familia durante el año. A veces, la contención del personal del hogar pasa por lo afectivo. “Acá les enseñamos muchas cosas, a pelear en la vida, también. Aprenden a ordenar sus cuartos, a cuidar de sus cosas y a convivir con otros compañeros”, agrega. Además, la directora aclara que ningún estudiante del hogar repitió su año mientras vivió ahí. Entre tantos cuentos de tantos años y tantos gurises, relata algunos episodios de enfrentamiento entre compañeros o peleas con algunos vecinos, pero no es usual que suceda, aclara. “Son gurises que vienen de distintos hogares con distintas costumbres y no en todas las casas tienen respeto hacia el otro”, explica la directora.
Con vivencia
El cuarto de Viviana queda por el pasillo a la derecha. Hacia la izquierda, hay una hilera de cuartos que ocupan “las más grandes”. Entre ellas, Camila, de 16 años, llegó de Cuaró y hace dos que vive en el hogar. Su mirada es firme y su voz decidida. Cuenta, incluso antes que alguien le pregunte, que no es fácil la vida en el hogar y que de chica le tocó criar a su hermano más chico y luego al hijo de su hermana. Ya sabe que cuando termine el liceo irá a la Facultad de Veterinaria. Lo más complejo es coordinar con Vicky, su compañera de cuarto. “Nos turnamos y ya sabemos que a veces dejaremos la luz encendida para estudiar. Una se acostumbra a eso”, dice. Y también, casi sin pestañear, necesita decir que hay muchas cosas que no le gustan. Entre ellas, juntarse con los varones y que se arme relajo.
Dos puertas más adelante, aparece Vivi, de 18 años. Cuando abre se escucha la cumbia: “Bailadora”. Vino desde Cerro de las Cuentas en Cerro Largo. Estudia la carrera de Tecnólogo en Administración de la Facultad de Ciencias Económicas desde hace un año y sabe que tendrá que finalizar sus cursos en Montevideo, sí o sí. Dice que decidió estar en el hogar porque sabía que si viajaba a Montevideo se encontraría con todos sus amigos y eso le impediría estudiar. “Allá hay más joda. Ahora me estoy arrepintiendo un poco”, dice y se ríe.
Siguiendo por el pasillo, una escalera. Viviana baja rapidísimo. Atrás, Lelia, que está a punto de despedirse. Al frente, la puerta. Anotación de cuaderno mediante, salen a la calle para dar los últimos pasos por la ciudad antes de decir chau.
“No te rindas, no te sientes a esperar”, dice la canción que Viviana heredó de uno de sus primos y que escucha casi todos los días. Quiere ser profesora de Biología o de Geografía y ya sabe que para eso también tendrá que estar lejos de su casa. También sabe que ya no hay marcha atrás. La tarde termina. Ya oscurece y se siente el frío en Tacuarembó. Se despiden. Viviana saluda y entra al hogar sin mirar para atrás. Se dirige al cuaderno y anota: “Llegué”.