Estaba lejos, pero en tránsito por Europa, y a pesar de que eran más de 2.000 kilómetros y dejar atrás a mis amigos, debía hacer lo imposible para estar en una final del mundo, la final de un Mundial, ¿entendés?, en la que jugaba Uruguay. No son tantas las finales del mundo en sub 20 -12 desde que esto arrancó- y muchas menos aquellas en las que puedan haber estado los uruguayos, así que había que pelearla. Dos vuelos y Estambul como destino final.
Llegué al aeropuerto Ataturk y después de tomar dos metros estaba en mi hostel. En el medio del Ramadán, los jardines que quedan entre la Mezquita Azul y la Santa Sofía estaban llenos de musulmanes que esperaban la caída del sol para hacer la primera ingesta del día. Doblando a la izquierda un trapo celeste rezaba “Los pibes de Dublín”. Mauricio y Juan, uruguayos que vivieron por años en Dublín, estuvieron en todos y cada uno de los partidos y ya se habían encargado de juntar un grupo de uruguayos, yanquis, argentinos, italianos y alemanes para ir al estadio.
Cuatro transportes. Dos tranvías, un funicular y un metro para llegar al inmenso Ali Sami Yen Arena, estadio de Galatasaray. Los turcos no estaban muy al tanto de qué venía la mano, pero se cantó en cada tramo, e incluso uno de ellos nos pidió silencio. La respuesta de Ángel -otro uruguayo en Estambul- fue rutilante: en un genial spanglish le dijo que si querían organizar un mundial se la tenían que bancar.
La puerta del Ali Sami Yen Arena estaba rodeada de uruguayos que armaban sus banderas, se pintaban la cara y alentaban como nunca. Un contingente del grupo de viaje de Ciencias Económicas le puso mucho color con globos, camisetas, trapos y mucho cántico. Todos hacíamos el aguante, mientras los de seguridad no nos dejaban pasar a ver los últimos minutos de Ghana con Irak.
Los turcos fueron uruguayos, silbaron a Francia, se animaron a sacar un ‘Soy celeste’ sin saber muy bien qué decían. Le cantaron a Fernando Muslera, arquero de Galatasaray, a Diego Lugano, caudillo de Fenerbahe, y cayeron en el flagelo de seguirle el juego al Pato Celeste, que hizo el fake más grande del partido: confundió una bandera de Irak -la que manoteó para hacer migas con el público local- con una de Turquía. Ahí se acabo el juego.
Sufrí cada minuto y también me convencí de que éramos superiores. En el tercer alargue consecutivo de los pibes me latió el corazón a más de 100 pulsaciones por segundo. Y en los penales todos vimos cómo se nos escapaba la chance mundialista. En cada rostro de tristeza pasaron los aplausos de todos los uruguayos que vimos a una selección que dejó el corazón en cada pelota, y jugó bien, pero en los penales tuvo enfrente a la muralla francesa que se quedó con la ilusión.
Vivir la experiencia finalista fue algo único, y compartirla con cada uruguayo que arrimó hasta ahí, desde Montevideo, Madrid, Dublín, Dubai y muchos otros lugares, me dejó resonando cómo la celeste genera un sentimiento muy fuerte en cada uno.
Difícil explicarlo con palabras, y menos, escritas desde un celular, que está muy bien que sea del Plan Periodistas, pero que no está hecho para escribir crónicas de momentos únicos e inolvidables. Desde Estambul,con cariño, alegría y tristeza. ■