El almanaque debió deshojar los meses de abril, mayo, junio, julio y agosto para que el equipo carolino ganara la 10ª Copa Nacional de Clubes de la Organización del Fútbol del Interior (OFI), llamada en esta edición “Centenario de la aviación militar”. Un avión, el San Carlos.
Sonó el silbato y el abrazo confundió a todos en uno. Jugadores, cuerpo técnico, colaboradores y parcialidad se fundieron en la emoción interminable. Fue en una tarde de invierno, con sol y viento entre las sierras y con las tribunas repletas.
“Al andar se hace el camino y, al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”, escribió para siempre el poeta Antonio Machado. El fútbol del interior es esa gran verdad. Nadie, jamás, ha transitado los mismos caminos y rutas en el delirio bucólico de buscar el campeonato más disputado del país. Habrá, sí, un mismo destino final, y se repiten en el transcurso de las décadas los campeones, pero nada será igual.
El torneo finalizado levanta la mirada y otea hacia atrás. El último fin de semana del otoñal mes de abril, varios árbitros en varias canchas dieron el primer pitazo de la Copa. Eran 57 equipos divididos en 16 grupos. Es el torneo nacional en el que juegan más equipos, se lo mire por donde se lo mire. El único torneo nacional de clubes. El que más gente incluye desde todos los puntos de vista, nos guste o no nos guste. ¡Qué cosa tan subjetiva eso de los gustos! Digo esto porque seguramente el torneo de OFI, el de clubes o el de selecciones, sea lo que más nos representa como uruguayos. Claro, no tiene detrás un gran aparato de difusión masiva que lo ayude a trascender fronteras departamentales (sí lo cubre exhaustivamente la numerosa prensa de los rincones más profundos del país), tampoco tendrá los millones en fajos de 20 como premios económicos-deportivos. Pero hay cosas que hacen más al fútbol, que no se ven cuando nos paramos de espaldas o cuando la decisión de ir o no ir la corrompemos con un partido entre Newcastle United y Chacharita Juniors televisado por cadenas con siglas en inglés. No es la intención situarlo en igualdad de condiciones con ningún otro torneo o partido, ni buscar las siete diferencias, ni vanagloriarnos con el fútbol de campito, con potrero y mostrador, ni desmitificar el juego espectáculo, los físicos trabajados y el deporte como fuente de trabajo. No. Cuando hablamos de las diferencias (y ninguneos) entre los fútboles que nos rodean a los uruguayos nos referimos a la direccionalidad del enfoque, directamente proporcional a los intereses creados que predominan en la comunicación. A tal punto, que se llega a una final del interior con más de 3.500 personas en la cancha y ésta pasa inadvertida para casi todos. “Paradoja”, diría el Corto Buscaglia. Pero con esa actitud un tanto vulgar se deja de lado la idiosincrasia de medio país que vive y lucha por defender su fútbol.
Siempre vamos
El 27 de abril, San Carlos jugó su primer partido del torneo, como local y contra Vida Nueva San Jacinto. Perdió 1-2. Si habrá que recorrer camino para saber cómo se anda y cómo se acabará. Aquella serie P, la última en orden alfabético, estuvo integrada además por Progreso (Estación Atlántida) y Fernandino (Maldonado). Luego de la primera derrota contra los sanjuaninos el albirrojo con short azul francia ganó todos los partidos del grupo hasta perder el último. Clasificó primero con 12 puntos, y en la siguiente ronda de eliminación uno contra uno lo esperaba un equipo grande: Ituzaingó de Punta del Este, segundo de la serie O.
Esa eliminatoria fue quizá, en cuanto a resultados, la más difícil que tuvo el Sanca. Luego de dos empates, los carolinos ganaron el pasaje a octavos de final merced al gol convertido en el 1-1 de visita. Luego de eso el equipo encontró su nivel, y a medida que el evento transcurría, más se afianzaba. En octavos y en cuartos San Carlos ganó los cuatro partidos que disputó: otra vez debió estar frente al campeón de 2007, Vida Nueva (1-0 y 2-1), y contra Guaraní Sarandí de Minas (3-0 y 4-0). Posiblemente la clave del éxito sea estar en el mejor momento en las etapas más decisivas. A esa altura eran gráficas algunas certezas respecto del equipo: la seguridad defensiva y los pocos goles recibidos; lo compacto de la mitad de la cancha, comandada por el experimentado (y a la postre bicampeón con San Carlos) Cafú Martínez y los Suárez, con Colo siendo el más incisivo de todos; y el goleo arriba, con Jonathan Sosa como máximo artillero, un jugador muy versátil y encarador, y con Nerón y Bernales como opciones claras en esa ofensiva.
Luego vino la agonía. No hay fútbol del interior sin agonía y sin cambios radicales de resultados o goleadas sorpresivas y remontadas imposibles. El fútbol chacarero es lo más humano que hay. Como la vida misma, es un subibaja de realidades que tanto te deja columpiando como te da vía en el más profundo de los toboganes. Es lo que pasa cuando las realidades del profesionalismo no son viables en la planificación del amateurismo: jugar por jugar, respetando la táctica pero con la valentía y el orgullo como estrategia, la desesperación por el gol y el descubierto abierto en la zaga, las escaramuzas y las expulsiones una detrás de la otra, los tres goles en cinco minutos. El corazón supera al razonamiento. Así se vive el fútbol del interior.
Entonces llegaron las semifinales de los carolinos contra el monarca en curso: Central de San José. Aquella de los fines de semana de frío extremo y agua nieve, aquella del gol de rebote en el final. La misma semifinal en la que, ya cumplido el tiempo reglamentario, San Carlos quedaba eliminado por goles de visitante, pero la pelota que venía en centro encontró un desvío en el camino que cambió todo. Todo puede cambiar en un segundo. Fue aquella misma semifinal en la que nuestro gran Fernando Morán inmortalizó para siempre al hincha-colaborador de los carolinos con su grito de gol contra el alambrado, que minutos después sufrió una taquicardia por la emoción que lo condujo a la internación con preinfarto, de la cancha al hospital, por aquella pelota que de rebote, dicen, atravesó la línea de la emoción y lo dejó en la puerta de la gloria.
“Son tus huellas el camino y nada más”. La final la jugaron dos campeones. Porongos pretendía conseguir su cuarta corona para entrar al sitial de los privilegiados con más títulos de OFI. San Carlos iba por la segunda.
Camiones, camionetas, autos y largos peregrinajes en ómnibus fueron las huellas del camino. Vaya uno a saber cuántos kilómetros se transitó. No creo que sea lo más relevante, tampoco creo que algún hincha se haya tomado el trabajo de sacar esa cuenta. Se hace porque se siente, y se hipoteca lo que sea necesario para acompañar a “los chiquilines”. La familiaridad también es sinónimo del fútbol del interior. Somos pocos y nos conocemos. El sobrino del tío Alberto, aquel hijo de la prima de mi madre; el gurí y su alternancia entre el liceo y la práctica de noche; el obrero y su cambio de guantes, pasando del andamio al arco; el carnicero que cambia la faena y deja cortes delanteros por cambios de ritmo y gol. Todos y cada uno no dudaron un segundo en hacerles compañía. Y si hubiera sido en la otra punta del país, tampoco.
San Carlos fue y guapeó en el Lavalleja de Trinidad. Sacó un empate dificilísimo contra un equipo muy completo. Y de local no defraudó. Ganó con contundecia. Pegó en los momentos justos, como aquel boxeador valiente, y abrazó la Copa el domingo y para siempre.
La pasión
Accidentalmente, el domingo leía algo en internet que decía: “Hay dos grandes días en la vida de un hombre. El día que nace y el día que descubre para qué”. Lo dijo un pibe que sueña con un proyecto personal, mezcla de periodismo con ilustración. Quizá le haya dado trascendencia porque se trataba de esas dos disciplinas que tanto me gustan. Pero deduzco que no, que lo que se apoderó de mi atención y mis razonamientos fue la frase en sí. Pasaban algunas horas de terminada la final en San Carlos y esperaba el próximo embarque en Tres Cruces. Se me armó un combo así: fútbol amateur, jugar por jugar, jugar por la plata extra a las ocho horas de laburo, amar lo que se hace, identificar la pasión en las vivencias que se viven, descubrir para qué.
Advierto que estamos transitando una época en la que nos embarullamos en la desesperación por lo mediático, por salir campeones sí o sí, por medirnos con el de al lado y ver quién tiene más copas, más goles, menos rojas, más jugadores vendidos a Rusia o vaya a saber cuánta cosa más. Siempre con la intención de determinar quién es más que quién. Confieso que me parece una forma un tanto obtusa de observar las cosas. Se ve el final pero no se atraviesa el bosque. Y en ese simplismo se pierden las emociones, se ignora lo laborioso, se desprecia al hombre común y corriente. No se tienen en cuenta los acasos y las sin respuestas, los intentos, las decepciones, la verdad y la traición. Me vuelvo a preguntar si hay un para qué o si tan sólo son hombres y mujeres que desarrollan el más literal de los sentidos de la pertenencia y el arraigo. Camino, mientras pienso en volver a esa cancha perdida de OFI para que mi más fanática memoria archive para siempre aquel gol del héroe anónimo que ninguna cámara mostró. Ese sitio esencial que tiene la pasión.