Sé que los dos intentamos agradarnos, pero es inútil. No logramos congeniar. Quisiera echarle todas las culpas a ella, pero creo que parte del problema soy yo. Yo soy el que ve la muerte en la entrada principal, ahí donde ella propone un homenaje a Levrero, a Taco Larreta y a Carlos Maggi. Yo soy el que tiene que mirar varias veces para ver un hombre que se zambulle en un libro en el ícono de la feria, porque al principio veía un suicida. La Feria del Libro está llena de trampas. Lo sé porque he caído en ellas, sumándole páginas a mi malhumor y restándole billetes a mi billetera. Pero este año es diferente, vengo precavido y atento. Respiro un aire de superioridad: voy a localizar las ratoneras antes de morder el queso. Advertir el engaño no me va a frustrar como antes; al contrario, me dará el placer de quien deschava al ilusionista. Vengo a ver, no a comprar. Hay permiso para la excepción si -y sólo si - encuentro un pequeño y barato tesoro.

Me desabrigo para que el calor no me ablande y atravieso el umbral. Me pone incómodo que el primer stand pertenezca a la Escuela de Policía. No me gusta que me reciban así y no puedo dejar de relacionarlo con el nuevo libro que se exhibe apenas unos pasos más adelante: una biografía de Eduardo Bonomi. Comienzo a desconfiar.

Las personas miran los textos y chequean los precios. Aprecian y calculan. ¿Están más baratos por la ocasión? No. Es que la Feria del Libro no es una feria. Es una gran librería en la que los libros te miran de frente. Es un desfile. Lo que sí hay en la Feria del Libro (que no es una feria) son muchos espacios de outlet. No existe una traducción al español de esa palabra, pero la definición de Wikipedia es ilustrativa: “Se llama outlet a un establecimiento comercial especializado en la venta de productos en stock o de una temporada anterior, siendo por tanto el precio inferior al habitual. En estas tiendas también se venden productos con pequeños defectos, a precios muy rebajados”.

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Mientras uno revisa los cajones del outlet los altoparlantes anuncian las actividades del día, principalmente presentaciones de obras (en las que sí hacen descuentos, dicen). La vida de los libros puede ser así: el lanzamiento mimado de hoy será la oferta devaluada de la feria siguiente. El éxito relativo del libro, o la defensa que la editorial haga de sus textos, podrán hacer que el destino sea otro: permanecer entre los libros expuestos de frente, a un precio alejado de la baratija, como exigiendo dignidad.

Sospecho que en las cajas de rebajas no hay nada de mi interés, ni del de nadie. Y que en esos combos de uno por $ 100 y tres por $ 250 nunca se encuentran tres libros que produzcan deseos de lectura. Me pongo a revisar para tener la satisfacción de estar en lo cierto. Mis dedos van pasando libros, los balancean de la cabeza hasta hacerlos caer hacia adelante, parecen fichas de dominó, por su posición física y por los contenidos: materialidad bruta, piedras de papel con forma de libros. Siento regocijo. Continúo el recorrido con pasos victoriosos. Veo un stand que vende libros de Onetti a $ 150 y otro que los vende a $ 100. Me detengo a expandir mi placer en otro stand. Hay un mismo libro en dos cajones diferentes, Soberbias Argentinas, de Manuela Fingueret. Para reforzar la arbitrariedad tienen el precio pegado en el lomo: uno dice $ 50 y el otro, en el cajón de al lado, $ 150. Podría ser una performance borgeana, pero es simplemente otra trampa. Ya no se cómo describir mi goce, me siento Argentino.

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Sólo me falta encontrar mi pequeño y barato tesoro. Sigo buscando, entretenido. Un par de libros llaman mi atención, me dejan inmóvil. En el momento no me doy cuenta de que la feria empieza a torcer la pulseada, sutilmente. Los libros en cuestión son de autores uruguayos que me interesan: Lo que se olvida también se gana, de Alejandro Ferreiro, y La muerte tendrá tus ojos, de Mercedes Rosende. Están condenados a la baratija por haber sido publicados en editoriales extranjeras que no los defienden, no los divulgan. Ahora mi queja es que están demasiado baratos. Empiezo a divagar.

Intento recomponerme. Desvío la mirada y veo el puesto más vacío de todos, esquivado por el público. Es el de los libros espirituales. Ofrecen la salvación. Yo la necesito aquí y ahora, no para la eternidad. Busco distraerme con un juego: encontrar el libro más barato de todos y el más caro. El primero está en el stand de la Universidad, es una antología de poesía, surgida de un concurso literario de 1987. Tiene poemas de Mecedes Estramil y de Jorge Drexler. Lo compro porque hay unos de Gustavo Scanlar (sic): “Hoy me levanté de vena lírica / fui al hospital y me sacaron sangre / y en la jeringa pintaban poesías. / Les dije entonces que vaciaran / el contenido en un papel, / así quedaba escrito / lo que en mi interior había”. Me cruzo con una biografía de Marx a $ 1.100 y abandono el juego, indignado. Estoy desorientado, olvido mi plan, me miento cuando debería retirarme. Me detengo en el stand equivocado, miro los precios escritos con lápiz, los cotejo con la oferta -tres por $ 250- y caigo por completo en la tentación. Confundo oportunidad de compra con oportunidad de lectura. Compro. ¿Quién se atrevería a incluir la compra salvaje de libros como un fenómeno más del hiperconsumo alienante?

Estoy derrotado. Me gustaba pensar que leía para no ser el que soy mientras compro así.

Encuentro mi pequeño y barato tesoro. Me lo llevo como símbolo de extravagancia y perversión: El ataque, un libro para niños de Eleuterio Fernández Huidobro. En la primera página, un tal Jorge, esquizofrénico, dice: “No hay nada que hacer desde el gobierno: son los autos quienes han decidido matar gente”. $ 50.

Me retiro deseando que el frío de afuera actúe sobre mí. Apenas vuelvo a casa reviso mi biblioteca para identificar los libros que compré en ferias del libro anteriores. De nueve títulos que reconozco haber comprado el año pasado y el anterior, apenas leí dos. Recuerdo que los comencé a leer el mismo día que los compré. Primero los vi en la feria, fui a mi casa a buscar plata, y volví para comprarlos. Por falta de tiempo y no de interés, los otros siete libros ni los empecé ¿Los devalué en mi propia casa? Puede ser. Lo cierto es que sigo comprando más libros de los que leo. La feria me sigue ganando.