Buenos Aires, 3 de junio de 2015

Llego un poco tarde a la marcha contra la violencia de género. La plaza del Congreso está repleta y el momento de los oradores famosos ha pasado. Queda igual mucho discurso: la elocuencia escrita de las consignas, los diálogos casuales, el pregón de los vendedores de pan relleno, los noteros de televisión afanándose por el testimonio cross a la mandíbula. Queda también la facundia de las redes (#NiUnaMenos trending topic) en el chisporroteo de las pantallitas ubicuas.

Me fijo en los semáforos impertérritos que siguen cambiando los colores, habilitando y cerrando ningún paso. Y como en los actos de masas me vuelvo literal en las metáforas, calculo que uno de los desafíos de la convocatoria es justamente desactivar esa inercia. Ese fueguito hipnótico en que los medios cocinan lo real también seguirá impertérrito cambiando sus colores. De la consigna al jingle puede haber un golpe de horno.

Como la cosa empieza por casa, pienso de qué clase de inercia de signo machista yo, varón que se pretende respetuoso, no estoy exento. Se me viene, como un escrache módico, un recuerdo de escuela.

Estaba en sexto o séptimo de escuela. No sé qué me habrá dado, si habrá sido el arrojo cobarde que da el grupo o qué, la cuestión es que fui con sigilo traicionero desde atrás y le metí mano a una colegiala que iba por la calle. La chica, mayor que nosotros, casi no reaccionó de la sorpresa. Imagino que vio mi espaldita en fuga, dio una puteada y siguió camino.

Me veo con una sonrisa estúpida volviendo con mi grupo de amigos, fingiendo una voluptuosidad que no sentí. Más o menos fue así, no recuerdo bien, pero lo seguro es que era la primera vez que tocaba un culo con hormonas de púber, dejando atrás las manos con permiso de jugar al doctor.

¿Travesura inocente bajo el magisterio de Onán, o prepo impune de machito alfa en ciernes? En cualquier caso, a la potencia genuina contenida en la plaza no le sirve de nada el remedo de una anagnórisis culpable. Y un poco ése es el riesgo -me dice Perogrullo- de la representación mediática: que quede la cosa en un gran reconocimiento colectivo sobreactuado, al amparo de la corrección política con el diario del lunes.

Porque la anagnórisis puede llevar al héroe a una verdadera comprensión de las cosas tanto como dejarlo inmovilizado en las redes de un destino que está más allá de sus buenas intenciones. Todo depende de la poética de cada quien.

Por suerte, la barra no siguió una carrera de tocadores clandestinos, y el viaje a Córdoba nos encontró en torpe pose de seductores egresados. A mí me hizo ruido aquel toqueteo subrepticio, como si entendiera que esa temeridad pajera era el reverso de la valentía galante que mi timidez estaba frenando.

Aparte de ese aprendizaje, ya de grande se ve que me quedó como una cola de paja, un reflejo, una prevención que me hace, en los amontonamientos de gente, tener cuidado de no tocar culo ajeno.

Y así voy ahora. Por avenida Rivadavia entro en un apretuje de marcha cerrado. “No empujen”, se escucha a cada paso y yo avanzo empujado, mostrando mi inocencia con las manos cruzadas sobre el pecho. Parezco un imitador de la Momia de Titanes en el ring en versión arrepentido de sus pecados.

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Montevideo, 6 de julio de 1914

Una esquela de trazo apurado me convoca a la calle Andes 1206. Es la letra de Lamparita, nuestro fotógrafo, que asocia un nombre querido a la muerte, y me niego a creerlo. Cruzo corriendo la plaza Independencia; en La Giralda, desde donde la vi pasar del brazo siempre de otro, alguien grita mi nombre, pero sigo de largo.

Al doblar por Andes me paralizo un momento, el corazón retumbando en el pecho. Ya de lejos veo el perfil encorvado de Lamparita cargando la caja de luz que la tuvo sonriente y hoy la guardará para siempre entre sombras. Me acerco hasta el corro cerrado que especula frente a la puerta de la pensión: me repiten lo que no quiero oír.

Delmira Agustini ha muerto a los veintisiete años. La mató su ex esposo y, según dicen, todavía amante, que también se mató. ¿Crimen del macho antropoide o pacto suicida? En los salones tontovideanos empiezan a correr lágrimas de cocodrilo, dándole su único brillo a la maledicencia.

No estuvimos a la altura del desafío de sus versos tirados como un guante a nuestro hocico de lectores primitivos. Por esconder nuestro propio rubor, tomamos por metafísica la sensualidad palpitante de su poesía. La pretendimos niña sólo tocada por el numen del arte. Hoy qué haremos, cuando la violenta muerte nos enfrenta tarde a la mujer.

Ninguno de nosotros tendrá la valentía de cantarle en su despedida: “¡Yo te arrojo todas mis rosas helénicas, oh amante arrebatada a la gloria del Beso! / No se concibe que una mano sacrílega haya podido herirte”, como sí hiciera Roberto ante el féretro de Celia Rodríguez Larreta.

En nuestro tiempo de telegrafismo prestidigitador, como por arte de magia las noticias del día transmigran del papel al humo; de manera que lo recuerdo para quienes no lo recuerdan: hace diez años la infortunada Celia, sospechada de adulterio, fue asesinada en el Hotel del Prado por su esposo, el coronel Latorre.

Teófilo Díaz, que había mediado entre los esposos, quiso vengar a la víctima con la ley del talión y mató a su vez a Latorre. Roberto de las Carreras prefirió la justicia poética, dedicándole a Celia su “Oración pagana” ante la mirada bovina de todos.

Muchos dicen que Roberto ha vuelto loco de su misión diplomática en Brasil. Tengo para mí que no le perdonamos sus audacias de los viejos tiempos. Yo mismo he tachado de ripiosos sus primeros alejandrinos: desacreditando la forma eludía enfrentar el estoque de su contenido. Sin embargo Lamparita, amigo fiel, me ha dicho que lo vio como un flâneur perdido por calles que no pisaba antes, increpando a la luna de los arrabales quién sabe por qué inelegancias.

Si así fuera, bien ganada tiene su evasión el galante polemista que supo gritar a los soberbios oídos sordos de la aldea reflexiones que hoy suenan como advertencias de estas horas deletéreas. Entre los escándalos calculados de los “Interviews voluptuosos” que publicara en El Trabajo, Roberto decía también cosas como éstas: “Se niega á la mujer la propiedad de su cuerpo… Alevosía, premeditación, ensañamiento, todos los nubarrones lúgubres del crimen, están permitidos al pater familias, al déspota romano, para vengar su impotencia, su despecho, su atávico prejuicio. La Ley le entrega su cuchilla!”.

Y estas otras: “Todas las cobardías, todos los crímenes del Matrimonio se deben á que el hombre se considera dueño de la mujer. Cuando reconozca su independencia, las prerrogativas inviolables de su corazón y de su sexo, no será ya rencorosamente arrebatado por los mil espectros lívidos de la Venganza… No verá en ella el desacato irritante, si no la despedida de un sér igual que se aleja…”.

Y aun éstas: “Día vendrá en que domado el atavismo sentimental, las mujeres puedan ser libres sin que nosotros seamos infelices”.

Si ayer todos hubiéramos tenido el coraje sensible de responder a Roberto más allá de la mofa pueril y la afectación hipócrita, tal vez hoy el matador no hubiera vaciado su cáliz funesto en el cuerpo de Delmira. De mi parte, perdón.