Con lágrimas en los ojos y en un escenario que parece un sobrante de la edición uruguaya de Volver al futuro, Néstor Iroldi, múltiple campeón mundial de pelota vasca, mira la cámara desde una amplia tribuna perdida en el tiempo, que la inmensa mayoría de los uruguayos desconocíamos. Llorando, promete que no dejará la pelota, en honor y homenaje a su compañero de todo el tiempo en los trinquetes de la vida, César Bernal, el Perro, que en marzo de este año no le pudo devolver el saque a la parca y dejó el juego del ciclo vital, pero nos dejó la gloria imperecedera a 15 metros de la pared.
La toma abierta del Negro Iroldi es en una tribuna vacía y enorme, que en 1966 estaba tan llena que parecía chiquita. En ese lugar, la pareja uruguaya ganó el primero de sus cinco títulos mundiales.
Las fotos, recuerdos perdidos en blanco y negro, muestran a centenas de aficionados apiñados en aquel estadio-frontón construido en las inmediaciones del Cilindro para el Mundial de 1966. Ahí, en esa tribuna, ahora llena de yuyos, Iroldi se juramenta que por la memoria de su compañero no se retirará de la pelota. Al contrario, afirma: “Quiero buscar que Uruguay vuelva a ser campeón del mundo en honor a César Perro Bernal”.
Eso fue en abril, en un perdido publicity del canal de Youtube del Ministerio del Interior, donde se anunciaba que la cartera de Eduardo Bonomi cedía a Antel el viejo coliseo de la pelota para reconstruirlo.
Sólo siete meses pasaron y el Perro recibió su homenaje y su honra en la destreza de Gastón Dufau, Andrés Pintos, Pablo Baldizán y Felipe Spinoglio, quienes, dirigidos por Rossano Perrone, conquistaron para Uruguay el título mundial de paleta con pelota de cuero.
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Cuando éramos chicos y jugar casi siempre significaba usar el cuerpo, con una representación simbólica pura y totalmente compuesta por nosotros -no como ahora, que el juego te formatea las condiciones del crack que querés ser-, uno, nosotros, ustedes, jugábamos a la pelota, a la radio, a la vuelta ciclista y a todo aquello que era moda en el mundo de los mayores que nosotros queríamos ser mientras nos divertíamos. Nuestro mundo no trascendía demasiado lo que dijeran nuestros vecinos de al lado y nuestros vecinos de un poco más allá, los de la tele, los de la radio, los de los diarios.
Así las cosas, poco o nada sabíamos de la NBA, de la Copa de Europa, del rugby e incluso del tenis, por más que Guillermo Vilas despuntara en las tapas de las revistas argentinas que invadían los quioscos, por más que Fiorella Bonicelli haya sido la primera y única uruguaya que ganó dos Roland Garros (en 1975 en dobles mixtos y 1976 en dobles femeninos).
Los niños uruguayos de aquellos tiempos, que no son tan lejanos, no teníamos raquetas pero sí paletas, y en la playa, en la calle o contra las paredes teníamos momentos en los que nos transformábamos en Bernal o Iroldi, o en los dos a la vez, en la misma fantasía creativa. Entonces emulábamos a los campeones mundiales, los nuestros, los de los pósters a color, los que habían hecho de aquellas, nuestras paletas de playa, el sueño de unas con tarugo de madera y de metal.
El Perro César Bernal y el Negro Néstor Iroldi devolvieron a los gurises a la paleta, al frontón de nuestros pueblos, o a jugar duros partidos a dos paños de asfalto en las calles de la ciudad. Ellos, con sus cinco conquistas mundiales entre 1966 y 1981, y hasta un podio olímpico, lograron que nosotros, los niños sin PlayStation, sin Xbox, sin siquiera Atari -que tenía en su versión inicial un juego muy parecido al frontón-, supiéramos del juego de la paleta. Ese deporque que, en su inicial versión de pelota a mano, había sido, por muerte, el deporte más popular de Uruguay hasta la irrupción e inmediata popularización del fútbol.
Escuchar por radio aquellos relatos de trinquete que transmitían por el éter los triunfos sin igual de Bernal e Iroldi era acercarnos a aquel juego y arremeter con la paleta al frontón del pueblo a la hora de la siesta, cuando estaba vacío, o estar dale que te dale en el fondo de lo de la abuela o en la medianera del mercadito. Eso era la paleta para nosotros, aquellos niños que, por suerte, no sabíamos más que de nuestros héroes.
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Pasaron casi 30 años del retiro de las canchas de Bernal e Iroldi. Ya sin radio, ni portadas de diarios, ni mucho menos pósters a color, otra pareja de uruguayos volvió a consagrarse campeona del mundo en un trinquete. Cuando el zaguero español no pudo devolver bien el paletazo del mercedario Gastón Dufau, que jugó bajo su riesgo y responsabilidad con el malar fisurado, y allá, a lo lejos, se escuchó, como siempre, un “¡Uruguay nomá!”, artesanalmente registrado con un teléfono celular, los pelotaris orientales volvieron a poner su juego en la consideración de un público que ahora espera por el resultado de Novak Djokovic y quiere saber si Fiyi consiguió punto bonus o si Cristiano Ronaldo cambiará de champú. En la ciudad mexicana de Guadalajara, la pareja conformada por Dufau y el duraznense Andrés Chino Pintos venció a España, representada por Carlos Buenza e Iñigo Anso, por un tanteador de 2-0 (15-10 y 15-9), y se quedó con el título mundial de paleta con pelota de cuero.
Uruguay integró el grupo B, en el que derrotó a España en su debut 2-0, idéntico resultado con el que luego venció a El Salvador, Estados Unidos y Chile. De esta forma, pasó a semifinales, donde enfrentó a la dura dupla francesa, a la que venció 2-1 (15-13, 6-15 y 10-7), y se metió en la final del torneo. Fue en ese partido contra los galos que Dufau sufrió la fisura en la cara, a consecuencia de un pelotazo, pero siguió jugando. En los partidos de la serie también formó parte del equipo Pablo Baldizán, que jugó con Dufau con El Salvador y Estados Unidos, y estaba a la orden Felipe Spinoglio. Todos ellos fueron dirigidos por el también mercedario Rossano Perrone, otro hijo del Centro Pelotaris de Mercedes.
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César Bernal, el Perro, que nos dejó en marzo de este año, había anunciado que acá había un botija de Mercedes que era buenísimo, de los mejores del mundo. Ese botija es el hoy campeón del mundo Gastón Dufau, que desde hace años viene a los pelotazos en el histórico Centro Pelotaris, donde se viene metiendo las manos desde 1879.
El solo hecho de descubrir que la paleta se llama así porque en el Río de la Plata, a fines del siglo XIX, se empezó a jugar al deporte que habían traído los vascos con un hueso de la paleta de la vaca es una demostración de su importancia, de su historia en nuestras tierras, que durante años acunaron campeones mundiales, como Dufau, Pintos, Baldizán y Spinoglio. La pelota fue el primer deporte popular entre las clases obreras por estos lares en la segunda mitad del siglo XIX.
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En el verano de 2015, el mismo en el que nos dejó el Perro Bernal, en el supermercado Devoto de Piriápolis, entre decenas de productos que fueron oferta para Reyes y ahora hay que vender como sea, en la proa de una góndola de máxima visión, las que están frente a las cajas, me quedé imantado a unas paletas de madera empaquetadas en un envase plástico. Pero más me llamó la atención un cartel, impreso en una hoja A4 y en impresora hogareña, que rezaba en alertas y urgentes letras rojas con reflejos negros: “Atención, este producto no es importado de China”. ¿Qué sabrán los chinos de paletas, de ese implemento de madera que por estos pagos del Río de la Plata, y antes que nadie en el mundo, algún carpintero de los que siempre se dan maña empezó a cortar, a imagen y semejanza de las paletas óseas de las vacas con las que los gauchos empezaron a jugar a la pelota, ese deporte que trajeron los vascos que llegaron de los barcos?
Y ahí se me vinieron a la cabeza las paletas con tarugos de metal y de madera que vendían en los comercios de la rambla, anheladas para disfrazarse de Bernal e Iroldi; las tardes de frontón en paredes alquiladas por quincenas; los partidos a 21, a dos paños, en el asfalto capitalino; las coladas al frontón que está al lado del almacén y bar... Y me acordé de la radio trayendo desde lejos la noticia de que Uruguay era campeón otra vez, y de esperar el póster a color y hasta la llegada al viejo aeropuerto de Carrasco. Y me devolvió al presente, con la emoción que sólo puede dar un “¡Uruguay nomá!” que recibe y enaltece a los nuevos campeones mundiales.
Salucita, campeones.