Después de que intentaran asesinarlo el 20 de julio de 1944, Adolf Hitler nombró a Dietrich von Choltitz comandante de las tropas alemanas en París. Choltitz llegó a la capital francesa en agosto con la orden de arrasar los monumentos y los museos, destruir los puentes sobre el Sena, ir casa por casa: dinamitar la ciudad. A mediados de ese mes, se dice, le llegó una llamada. El Fürher, dicen, y puedo imaginarlo con su voz obscena, gritó al tubo: “Brennt Paris?” (¿Arde París?). París no ardía. Se dice que el comandante fue convencido de salvar la ciudad por el cónsul sueco Raoul Nordling, que amaba, más que los edificios y las calles, lo que París representa. Aun bajo el imaginario fuego nazi, o bajo el fuego bastante más real de la jihad (y no estoy, bajo ningún concepto, equiparando el nazismo con Estado Islámico), París no puede arder. A la pregunta de Hitler, imaginada o verdadera, sólo se le puede responder negativamente, porque sobre la ciudad real, la hecha de concreto y plástico, acero y vidrio, piedra y argamasa, levantada y destruida por miles de obreros franceses o inmigrantes, siervos y esclavos a través de cientos de años, hay otra de palabras, de pinturas, de películas, de fotografías y música que levantaron Balzac, Céline, Caillebotte, Baudelaire, Cartier-Bresson, Modiano, Godard (por citar algunos nombres, no más). París es, así, indestructible. El legado de París, que es la concepción moderna de república, la idea de derechos humanos, la libertad de criticar, una tradición filosófica y artística que invocamos cada vez que decimos, en voz alta y sin temor “No estoy de acuerdo”, no puede ser borrado, y por eso la atacan. París ya no es, y acaso tampoco será, la capital que fue, la que Walter Benjamin llamó “capital del siglo XIX”. Acaso ya no haya, como hubo, una capital, pero cuando uno dice “París”, cuando junta las letras y las pronuncia, hay algo de eso que vive aún.

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Allahu akbar”: un grito que debe ser de gloria y de alabanza se ha transformado en un graznido de destrucción, un desgarrador aullido de muerte. Yo no sé nada de islamismo (apenas he leído, deslumbrado, algunos fragmentos del Corán), pero sé que hay una palabra latina, “religión”, y sé que en esa palabra se cifra mucho de lo que precisamos. Carlos Real de Azúa, en su justamente clásico El impulso y su freno detectaba el problema con toda claridad: la agresiva propuesta laica, positiva (en el sentido filosófico de la palabra), irreligiosa del batllismo es la negación, a la vez, de “ciertas potencialidades” inherentes a las religiones (por empobrecidas y debilitadas y corrompidas que estén). Cuando habla de esas potencialidades, se refiere, lo manifiesta, a “las de religación cósmica, y social, intuición, abnegación, contención de los impulsos egóticos y en realidad, a todos los valores ajenos a la edad secular, inmanentista, burguesa”. Así, plantea un regreso a la idea más primitiva de religión, aquella que hacía justo honor a su origen etimológico, que aúna el prefijo “re-” con el verbo “ligare” (del que deriva “ligar”, o “atar”) formando algo así como “unir fuertemente”.

Contra “Allahu akbar”, ¿qué se grita? Se calla, en suspenso. Podemos, como tantos, pensar en Lacan, en Voltaire, en Montaigne. Y no faltará quien se disculpe por el colonialismo feroz, por las políticas que desde el gobierno de Sarkozy está tomando Francia en alianza con la OTAN, por la Legión Extranjera, por la muerte de Juana de Arco o de Jacques de Molay, pero la historia no es una agonía simple, una lucha de contrarios absolutos, de malos y buenos, ni la Ley del Talión es una ley natural. Nuestra apatía, nuestro desinterés por las cosas y por el mundo, nuestra obstinación en destruirnos, en negarnos como seres humanos (como sujetos modernos, en su noción francesa y alemana), en lugar de reunirnos en todo, separarnos en parcialidades (en nuestras “diversidades”); ésta, más que el islamismo, es nuestra enfermedad, la enfermedad de Occidente.

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Hay un sueño que cambió el curso de la historia. Constantino, emperador de Roma, soñó con un símbolo y soñó que ese símbolo le traería la victoria en la batalla. El símbolo era la cruz de Cristo. Unos 200 años después, durante las Invasiones Bárbaras, un guerrero de origen lombardo llamado Droctulfo (quiero decir: un bárbaro) soñó el sueño de Constantino y abandonó a sus gentes para defender con los latinos Ravena y sus templos. Cautivado por una ciudad que no conocía, por una cultura que no entendía, murió luchando. Se lo sepultó con honores y se le dedicó un epitafio que maravilló a Benedetto Croce. Dijo Borges, inmejorablemente: “Muere, y en la sepultura graban palabras que él no hubiera entendido”. Claro que no podemos extrapolar a un hombre del siglo V a hoy, pero hay algo conmovedor en el que defiende algo que desconoce y admira.

Cuenta Salman Rushdie (que algo sabe de fundamentalismos) en su autobiografía Joseph Anton que, durante una entrevista, un periodista le dijo a Günter Grass: “La llama de la Ilustración se apaga”. El escritor alemán respondió, con su proverbial agudeza de ingenio: “Pero no hay otra fuente de luz”. Es, también, la luz que se encendió para Droctulfo la que se apaga.

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Este enero me amanecí con los atentados contra Charlie Hebdo. Conmovido, leí metros de columnas de opinión, artículos, debates. Llamaban a defender la libertad de expresión y pronto una curiosa moda saturó las redes sociales (#jesuischarlie). También hubo quienes dijeron, desde una densa sombra, que Francia era culpable por lo que le pasaba, por su violenta política exterior y su pasado. Que los periodistas y dibujantes del semanario eran responsables, por herir una sensibilidad tan valiosa como cualquier otra. Todo esto dicho, claro, desde un mundo hecho, en gran medida, por Francia. Decía Alma Bolón hace más de un año que “sin el concepto de democracia que forjaron los griegos, sería estrictamente imposible criticar la exclusión de los esclavos o de las mujeres [de la democracia ateniense]”. Así, sin el concepto de libertad de expresión, que debemos en gran parte al siglo XVIII francés, no podríamos culpar a los franceses, ni denunciar, siquiera, las atrocidades cometidas por ese mismo siglo XVIII o por éste. Y que quede claro: las atrocidades son muchas, basta ver los horrores que se cometen en nombre del capital día a día en Siria, donde la cifra de los muertos este año se acerca al cuarto millón, o en Líbano, cuya capital fue atacada por Estado Islámico el jueves, o la amenaza de represalias recientemente declarada por Hollande, que a la vez que condena al terrorismo le vende armas.

Sin embargo el problema, como advertía Aldo Mazzucchelli en una temprana columna sobre lo ocurrido en enero, no fue nunca la libertad de expresión, ni es, en el fondo, el ideal ilustrado puesto en jaque. O sí, es. Pero no pone en jaque el ideal ilustrado un ataque violento, la muerte de cientos de inocentes (las cifras siguen aumentando hoy sábado, a las 10.49), sino la pérdida de sentimiento religioso en su concepción más profunda, más humana, en una sociedad signada por el consumo, la moda (entendida en su forma más burda) y lo instantáneo.

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No es un tema de terrorismo, la nueva marca que, junto con “narcotráfico”, es contraseña para vejaciones y usurpaciones de todo tipo (perpetradas, claro, por Estados Unidos, pero también avaladas por el gobierno francés, y el uruguayo). No es un tema de Oriente versus Occidente o Islamismo versus Catolicismo o Colonizadores versus Subalternos. Es algo mucho más hondo y misterioso. Es la necesidad de definir términos, de buscar un sentido que religue estas sociedades desmembradas y que no sea el odio.