El presente es un proyecto anterior.

“Diseño de interiores”, Fernando Cabrera

Al inicio de su largo libro-viaje El interior, Martín Caparrós hace un deslinde histórico-geográfico del territorio que recorrerá: “Están, por un lado, al norte de Buenos Aires, las regiones que crearon la Argentina; y, por otro, al sur, las regiones que la Argentina creó”. El interior por antonomasia es, para Caparrós, el de las provincias que crearon el país, y sobre él va a ser su libro-viaje.

“La mayor parte de La Pampa y toda la Patagonia fueron conformadas por la Argentina: son su efecto, las tierras que los argentinos -cuando ya lo eran- ocuparon para armar la Argentina”, dice Caparrós. Este otro interior es el que más ha fascinado a los viajeros extranjeros, fundamentalmente desde el siglo XIX, llegando al paroxismo del aventurero francés Orélie Antoine de Tounens, cuya obsesión lo llevó a autoproclamarse en 1860 rey de la Araucanía y la Patagonia.

Podría decirse que hay poderes que crearon la Patagonia, y poderes que la Patagonia creó. La ambición de Orélie Antoine pretendió un reino propio justo en el momento en que el poder del joven Estado argentino pisaba fuerte en el territorio del sur. El kirchnerismo llegó a gobernar el país justo en el momento en que el poder de las regiones que crearon la Argentina llegó al punto caramelo del descalabro, con un presidente cordobés que venía de gobernar a los porteños (toda una síntesis, Fernando de la Rúa). Afincados en Santa Cruz, Néstor Kircher y Cristina Fernández fueron los primeros presidentes que construyeron su poder desde esas regiones que la Argentina creó.

Si me permiten otra analogía cruzada y al voleo, también podría decirse que el peronismo histórico y el peronismo versión kirchnerista tienen en su origen dos tipos de migraciones diferentes. Los “cabecitas negras” que migraron a la capital desde las provincias que crearon la Argentina se transformaron en las bases del primer peronismo. A su vez, tras ser incorporada al territorio del Estado, a la Patagonia fue llegando de cada pueblo un paisano, entre ellos los primeros Kirch- ner. La unión de Néstor con Cristina, cuando ambos estudiaban en La Plata, y el posterior regreso a Santa Cruz hicieron del kirchnerismo el correlato político del proyecto familiar.

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Desde el inicio de la campaña, los partidos de izquierda (pero no sólo) han insistido en que los dos candidatos que hoy disputan el balotaje representan sustancialmente lo mismo y comparten un origen común: Daniel Scioli y Mauricio Macri como vástagos de la fiesta menemista. Ambos han tratado de despegarse del “fantasma de los 90”; y en eso se muestran, como pocas veces los políticos encumbrados, verdaderos representantes de la ciudadanía: en sintonía con ese multitudinario “yo no lo voté” (a Carlos Menem) surgido tras la crisis de 2001 (una autoexpiación fundamentalmente clasemediera, como no podía ser de otra manera).

El propio balotaje que hoy los enfrenta es producto de la reforma constitucional de 1994 con que Menem cocinó su reelección. “La pregunta horrible” que se hace Caparrós “es si la época menemista, una de las más decisivas en la historia argentina reciente, puede leerse como un triunfo del Interior”.

Las patillas del Menem modelo 89 le dieron a su primera victoria un aura de caudillo federal que llegaba al centro de rompedor (gotán dixit); como si la “sombra terrible” de Facundo (Quiroga, riojano como Menem) que evocó Domingo Faustino Sarmiento se hubiera hecho carne para mostrarle a todo el país la fuerza de ese interior profundo que había creado a la Argentina siempre en pugna con el puerto.

Pero las luces del centro (gotán de nuevo) pronto dejaron ver que el look silvestre del provinciano se había aporteñado: es el paso de la frondosidad de las patillas a la tirantez del rostro picado por avispas con bisturí de cirujano. En esa metamorfosis Carlos Saúl Menem cumplía a su manera el sueño incumplido de Orélie Antoine.

A diferencia del francés, que fue a buscar su reino al extranjero, Menem, como buen provinciano, se fue a la capital. El sueño del monarca le duró diez años; y no hay que olvidar que el anterior balotaje trunco, en 2003, lo tuvo como el candidato que más votos había recibido en la primera vuelta. Pero como los reyes sólo pierden batallas (nunca elecciones), se bajó de la contienda ante la evidencia de una victoria segura de Néstor Kirchner.

Volviendo a las analogías apuradas, aquél hubiera sido un balotaje entre el interior que creó la Argentina y el interior que la Argentina creó, entre el caudillo riojano y el pionero patagónico, dos épicas distintas. El balotaje de estos días, en cambio, le debe menos a la conformación histórica del país que a la forma de embudo político-económico que conduce todo a Buenos Aires: Scioli, gobernador de la Provincia; Macri, de la Ciudad.

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El “diseño de interiores” (o la disputa por definir qué quiere decir eso de la República Federal Argentina) ha estado presente en la campaña bajo la forma de las “economías regionales”, un latiguillo mucho menos taquillero que el mantra del “cambio”, por ejemplo, pero que implica definiciones mucho más concretas, como qué hacer con las archimentadas y conflictivas retenciones a las exportaciones de productos como la soja en el actual contexto económico. La disyuntiva de los candidatos parece estar entre una eliminación parcial y gradual de las retenciones o una eliminación general e inmediata.

Varios analistas han señalado que Macri supo aglutinar el “voto castigo” del campo; y aquí “campo” tiene el significado metonímico de la rica región ganadera-cerealera pampeana. Scioli, a su vez, que no pudo ganar en el campo de la provincia que gobierna, obtuvo buenas ventajas en otros campos más interiores, como el del algodón chaqueño o la yerba mate misionera.

Entre las chicanas del debate del domingo no hubo espacio para el “diseño de interiores”, más que una vaga y compartida (y obvia) apuesta de los dos candidatos al fortalecimiento de las economías regionales. Las urgencias del duelo retórico entre continuidad y cambio eran otras.

La chicana política, se sabe, es un arma de doble filo, sobre todo cuando le falta la gracia de un ejercicio hábil de la esgrima verbal. Ni Scioli ni Macri son muy virtuosos. Pero lo curioso es que hayan malinterpretado la otra acepción corriente de “chicana”: en los circuitos automovilísticos las chicanas sirven para enlentecer el paso; suelen estar ubicadas, por ejemplo, al final de rectas rápidas. En la recta finalísima del balotaje, sin embargo, los dos contendientes del debate buscaron hacer de la chicana un atajo veloz hacia los votos de Sergio Massa.