El salteño Horacio Quiroga, eximio narrador además de gran aficionado al deporte, tiene en sus maravillosos cuentos de la selva uno que se llama “El paso del Yaberirí”, en el que narra la resistencia de las rayas ante la irrupción del humano, que se lleva todo por delante sin tener en cuenta el pasado, el equilibrio, la naturaleza de las cosas. “Ni nunca”, decían y resistían las rayas. Y “ni nunca” dijeron ayer los futbolistas uruguayos, que resistieron el embate del fútbol chileno y mantuvieron enhiesta la capacidad de nuestro colectivo y la combativa esperanza en pos de los sueños.
Embebidos en una gloria que ahora no les es ajena, pero que es muy difícil de manejar si piensan que ya han ganado todo, los chilenos llegaron al mítico Centenario con la cándida idea de que, siendo los dueños de América, harían capote también en Montevideo. Estaban errados. Nosotros lo sabíamos, pero mucho más nuestro colectivo, nuestros jugadores, nuestro cuerpo técnico. Nosotros, los orientales del fútbol, que con tenacidad inquebrantable, simbólicamente establecimos un nuevo “ni nunca” para esta contienda, este estadio, este partido.
Un partido, no un clásico
Es cierto que el de ayer era una nueva edición de un partido con historia. Con tanta historia que la primera vez que los cultores de aquel novel deporte se organizaron en América del Sur, Uruguay y Chile estuvieron ahí para dar inicio a una infinita historia de construcción y deconstrucción de historias, hitos y sueños infinitos e imperecederos. Pero al final, era sólo un partido de fútbol entre los equipos representativos de dos asociaciones que, a su vez, representan a sus organizaciones deportivas, al estamento de sus deportistas, a su sociedad, a su pueblo y, quieran que no, por imperio de los hechos, a su país.
Pero es eso: un partido de fútbol y nada más. Porque un partido de fútbol es una inmensidad inconmensurable en las vidas de quienes habitamos estos confines del mundo. Miles de veces hemos esperado ese juego del que seremos partícipes, física, simbólica o virtualmente, y si repasamos cada uno de nuestros legajos en connivencia con la pelota encontraremos inequívocamente que nunca esperamos, soñamos o construimos la idea del juego del fútbol como una puerta de violencia, una ventana de venganza o una salida de ira preestablecida. Ayer se podría haber comprobado una vez más, pero no lo necesitábamos; sabíamos que desde que empezó nuestra persecución del placer lúdico, en conjunto o solos, corriendo tras una pelota, apoyándonos en afectos conocidos o empatías en rápida construcción mediante una globa, de un cierre o un cabezazo en la línea, no jugamos ni usamos el fútbol como vehículo de violencia tribal.
Episodio 1
Los primeros cinco minutos fueron de seguridad y convicción: ni Chile sintió que debía tomar recaudos especiales y jugar distinto de la forma en que lo viene haciendo desde hace tiempo, ni Uruguay cargó con mochila alguna acerca de que esto era en casa, que la celeste y otras pavadas del tipo “yo, 15, ¿y vos?”.
Con esos guiones bien ejecutados el partido tuvo el tenso latir del juego y acciones sobre las áreas. Las de los chilenos tocando y abriendo sin encontrar el penúltimo pase, los uruguayos con pelotas aéreas.
Fueron 15 minutos de mucha atención y casi ningún error. Ni el aceitado y rápido toque chileno, ni la férrea presión oriental establecida en todas las líneas. Fue así hasta que después de un infeliz y al santo botón entrevero por una falta a Edinson Cavani, y tras un centro-tiro libre con derivaciones de flipper con Sebastián Coates y otros, apareció, como siempre, como cuando vestía la camiseta de Estudiantes de Rosario, de 9 goleador, el Terrible Diego Godín, que de zurda en el área chica no perdonó y le dio la ventaja a Uruguay cuando el reloj marcaba 24 minutos.
Si el gol es el gran táctico del fútbol, la anotación de Godín no sólo modificó las condiciones de juego, sino que empezó a dejar traslucir una inesperada desconexión colectiva de los chilenos. No en su conexión con la pelota, sino en su concentración: parecían haber perdido aquel sólido aplomo inicial, basado en su seguridad y certezas. Esto permitió disimular unos cuantos minutos sin aciertos de Egidio Arévalo Ríos en la contención, y, a su vez, demostrar minutos de excepción de Sebastian Coates, permanente y lujoso bastón de auxilio en la última línea uruguaya.
El primer tiempo tuvo la diferencia justa y justificada. Quedaba mantener esa historia, la que se construye minuto a minuto.
Episodio 2
Ahora obligado, Chile multiplicó su preciosista juego de ofensiva, casi sin errar pases, y obligó a nuevos destaques de Coates. Más de diez minutos de juego constante cerca de nuestra área. Fue bien concebido el ingreso de Álvaro Palito Pereira (entró por Nicolás Lodeiro) para afianzar dos sólidas y aguerridas líneas de cuatro, que fueron un pack de medios que dieron sostén al juego y al sueño.
Fue Palito, un obrero de su propia vida, el que, como en los tiempos de Quilmes, cuando le cantaban “Y ya lo ve / y ya lo ve / es el hermano de Pelé”, puso el 2-0 con un terrible cocazo en el cuarto de hora. La locura llegó apenas unos minutos después, cuando el Pelado Martín Cáceres, de cabeza, a la salida de un córner hizo valer esos raros peinados nuevos y anotó el 3-0. Todavía faltaba mucho, pero el destino del partido se inclinaba inexorablemente a favor de la selección de Óscar Tabárez.
Se fue el Pelado y debutó de manera oficial Gastón Silva, quien se convirtió en el primer uruguayo en jugar competiciones oficiales en todas las categorías, desde sub 15 a absoluta. Con prodigación y esa honesta modestia de su juego, Uruguay no sólo controló el partido, sino que hasta buscó exagerar la diferencia.
El resultado final fue 3-0, pero fue goleada en la actitud que brindaron. Al final, era eso y nada más que eso: un partido de fútbol. Ni más ni menos.
Ayer Uruguay lo hizo otra vez, con un colectivo generoso en el esfuerzo, en la concentración y en el compromiso, elementos fundamentales en un equipo.
“Ni nunca”, dijeron las rayas.
Uruguay, nomá.