En agosto de 2013 andaba por Asunción cuando Horacio Cartes juró como presidente de Paraguay. El día anterior, un grupo de hombres sobre grandes andamios le daba una mano de pintura al Palacio de Gobierno. Hay algo de candoroso en ciertos gestos del poder: esa lavada de cara a las apuradas parecía el reflejo del maquillaje legal de la trapisonda con que la rosca política tradicional de Paraguay sacó a Fernando Lugo de la presidencia.
El otro día estaba en Buenos Aires cuando Mauricio Macri asumió como presidente de Argentina. La noche anterior Cristina Fernández de Kirchner se despidió del gobierno ante una multitud en la Plaza de Mayo. Al mediodía siguiente otra multitud le pidió al nuevo presidente que bailara: Macri correspondió por primera vez en su gestión al clamor popular. ¿Qué lavada de cara de la Casa Rosada representará su bailecito en ese balcón, tan asociado a la mística peronista y a “la casa está en orden” de Alfonsín?
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Desde que Macri ganó el balotaje me pregunto hace cuánto que la Rosada no tenía un inquilino salido tan claramente de las filas de los propietarios: el nuevo presidente es hijo de un sector privilegiado de los tanos industriosos que mezclaron el cocoliche inmigrante con el acento cajetilla, un pelechar de burguesía que en el correr del siglo XX a la vez desplazó y se alió a grupos de la oligarquía tradicional argentina, de la que salían los doctores que gobernaban el país a punta de apellidos.
Obviamente, no está ni bien ni mal que Macri tenga el origen que tiene: es algo que no eligió; pero sí puede elegir cómo gobernar. Digamos que se puede esperar que no vaya a sorprendernos como la oveja negra de los suyos; y entonces habrá que ver en qué medida elige representar o no una lavada de cara canchera, aggiornada, trending-topiquera y buena onda de la manija económica del país.
No todo lo que brilla es oro, dice el dicho, pero también las lucecitas del dinero les dan a sus portadores un aura de respetabilidad o por lo menos el chusco changüí de otro dicho: billetera mata galán. Hace dos años en Asunción y hoy en Buenos Aires escucho asombrado el mismo argumento falaz, sana expresión de deseo con patológica pátina de fórmula: “Tiene plata, no va a robar”. Para muestra, dos botones.
Botón asunceño: un hombre de unos 40 años, comerciante próspero, característico acento culí (cheto) de los sectores medio-altos de Asunción, seguidor por herencia familiar del Partido Colorado que lleva al poder a Cartes. Opina que Paraguay necesita un hombre como él, exitoso en todos sus emprendimientos: “Ya tiene plata, no va a robar”.
Botón porteño: una mujer de 56 años, psicóloga, típica clase media ilustrada argentina, seguramente una vieja simpatía por los radicales perdida en el eco de los cacerolazos. Opina del gabinete de Macri que es gente ya hecha en su actividad profesional que asume como un desafío personal el paso al ámbito público: “Tienen plata, no van a robar”.
¿Qué es este conjuro lógico-naíf contra la corrupción? ¿Desde cuándo la chequera es cocarda de decencia? Como si no supiéramos bien que el dinero llama a la plata, la plata a la guita, la guita a la biyuya, la biyuya a la tarasca, la tarasca a la mosca, la mosca al poder y el poder a la mosca.
Tampoco esto significa que fatalmente Cartes o Macri o el que sea meta la mano en la lata, por supuesto: a su tiempo el corruptómetro popular a ojo de buen cubero, o en el mejor de los casos los propios mecanismos de contralor del Estado, dirán cómo voló la mosca en cada caso.
Ese brillito tornasolado de la mosca es la base del changüí que recibe Macri de una parte de sus votantes. No digo que no lo merezca, digo que el argumento no puede ser la mosca, y que el hecho de que sea la mosca debería dejarnos un molesto zumbido de oídos como síntoma de que algo no está bien.
Olvidemos los nombres propios de hoy. Lo inquietante del conjuro es que parece olvidar la historia de los países, como si las clases que detentaron el poder en Argentina y Paraguay (o Uruguay) no hubieran hecho del dinero un instrumento deliberado de desigualdad. A esta altura, cuestión de Perogrullo.
(Un paréntesis. No eran de Perogrullo las crónicas políticas de Rafael Barrett, que vivió y escribió en los tres países a comienzos del siglo pasado. En Lo que son los yerbales denunció el sistema de explotación esclavista en las plantaciones de yerba mate del Alto Paraguay -similar a lo que pasaba también en otros cultivos de la región-: uno de esos momentos a punto caramelo de la omnipotencia del capitalismo en zonas de enclave, mientras nuestras metrópolis celebraban, altivas, el centenario de la nación. ¿Por qué entonces el conjuro del guante blanco cien años después?)
Hombres de negocios llegados a la política grande de sus países luego de foguearse en el modelo a escala del fútbol, Macri (campeón con Boca) y Cartes (campeón con Libertad) contaron con el aura siempre resistente de la tarasca, un atajo que tal vez les sirvió para contrarrestar su inexperiencia en las trincheras clásicas de la política a la descampada.
Todo ganancia, porque ese “venir de afuera” fue uno de sus mayores capitales para instalarse como figuras de una autoproclamada “nueva política” que se pretende a salvo de los vicios y las ineficiencias de la política vieja. “Gestionar” es el verbo tótem de esta tribu, que se permite el tabú de la ideología: la gestión no tiene zurda ni diestra, es puro centro, kilómetro cero del vuelo de la mosca. Perogrullo de nuevo: ese tabú es también una ideología, o más bien un eficaz yeite discursivo de una ideología.
La cosa no está tanto en los nombres de hoy: a Macri habrá que verlo laburar (aunque no olvidemos que aún debe una explicación satisfactoria de los contratos irregulares del caso Niembro). Pero lo inquietante del conjuro es la gravitación de esa aura pecuniaria capaz de suponer un ergo entre “tener plata” y “no robar”.
La plata, la guita, la biyuya, la tarasca, la mosca: la fiebre nominal del deseo. Billetera mata galán, como sintetizó Jacobo Winograd reescribiendo los versos de Quevedo: “poderoso caballero es don Dinero”.
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En mi primer día en Asunción mi anfitriona me cocinó sopa paraguaya. El mito de origen del plato, como otros de la cocina criolla, se funda en un error legendario: la cocinera de Carlos Antonio López, primer presidente constitucional de Paraguay, olvidó un día una sopa de harina de maíz en el fuego, el líquido se consumió pero al presidente le gustó la nueva consistencia de su sopa, que se fue perfeccionando con otros ingredientes. Mi amiga se enorgullecía en broma de la única sopa sólida de la culinaria mundial.
Le retruqué que no podía sorprenderme mucho porque yo venía de un país -como se dijo tantas veces- con cárcel en Libertad. Pero la panza me mandó callar por conveniencia que las confiterías de Buenos Aires habían aporteñado con dulce de leche un postre borracho que trajeron los inmigrantes italianos, y que duplica el oxímoron implícito en la sopa paraguaya: la sopa inglesa, además de sólida, es tana.
La mosca en el medio fluido de la sopa puede espantar al comensal, es cierto, pero más arriesga ella, que puede perder la vida. En cambio, en las sopas sólidas la mosca está en terreno conocido, como en cualquier otro plato que elija para sus asedios. Y lo mismo le da el paladar de un prohombre sudamericano que un inmigrante con nostalgia de los postres de su tierra.
Ante ese desafío nos queda el augusto reconocimiento que Patricio Rey le señala a los Redonditos de Ricota: “La mosca está en la sopa. Aceptémoslo”.