Hoy es bastante fácil ver la ficción de la Navidad. Ver, gracias a estudios muy eruditos, las raíces diversas que alimentan esa fiesta, tan convencional y artificial como cualquier otra. Es fácil comprender el fondo pagano que se esconde en la celebración, que no es otra cosa que la versión transmutada de un culto solar muy antiguo. La fecha del nacimiento de Jesús, el dios encarnado, fue fijada el 25 de diciembre en el siglo IV, aproximadamente, con una intención claramente sincrética, ya que así se cristianizaban a la vez las celebraciones del Sol Invictus y las Saturnalias romanas y, posteriormente, otras tradiciones de origen agrario, como el Yule nórdico. De este modo, en un hemisferio norte cercano al solsticio de invierno y a los rigores de la estación, a la vez que se tomaban elementos de esas festividades dedicadas a la fecundidad, como dar regalos o adornar árboles perennes, Jesús adoptaba -como Freyr en el norte, Apolo en Roma, Helios en Grecia, Horus en Egipto, el indoeuropeo Mitra o, en nuestros días, el Superman de Grant Morrison- una calidad de divinidad relacionada, en sus ciclos vitales y en sus fiestas anuales, al sol.
A través del tiempo, estos pasajes de ritos y señales, esta conservación de tradiciones que se transforman para sobrevivir, son apasionantes, y su estudio, una aventura. Sin embargo, como cuando los milagros son explicados científicamente o las metáforas se fosilizan en el lenguaje corriente, revelar el misterio es perder la inocencia y volver vulgar lo mágico.
Es que, tras el fárrago de los descuentos, de los autos que llenan las avenidas y la gente que corre desbocada y se pelea por una prenda de ropa, tras el estímulo visual y auditivo aplastante que inunda los medios de comunicación e hipnotiza a niños y adultos, tras las compras masivas de comida, de papel satinado, de absurdos gorros rojos, tras el alcohol y las discusiones familiares y el discurso blando y demagógico del actual papa, tras las publicidades edulcoradas y moralmente pobres y los estrenos cinematográficos y las mentiras, tras todo eso sobrevive un espíritu noble, primitivo, que subyace a toda celebración, aun cuando los sistemas y las ideologías hagan todos los esfuerzos que hacen para eliminarlo. Porque es indudable que existe, en nuestras sociedades, un ansia de cohesión. El envión positivista que fundó estas naciones clausuró toda posibilidad de trascendencia y puso en la idea de patria una carga simbólica que no le pertenece, y el llamado tardocapitalismo aniquiló finalmente el pensamiento mágico y empaquetó (en su forma más literal) misterios y milagros para su mejor distribución y comercialización, culpó a la religión de algunos crímenes y le perdonó otros imperdonables para transformar las instituciones vinculadas con la creencia en centros comerciales y servirse de ellas para perpetuar su poder.
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No obstante, el secreto permanece intacto, porque es el mito lo que mantiene vivos a los pueblos, que, conscientes o no de su carácter de real, se abrazan a él para explicarse y justificar su existencia. Hay algunas ideas en ese mito fundacional, en ese momento incomprensible y perfecto, que vendría bien tener a mano para observarlas y sorprendernos una vez más con su alcance verdadero y abstracto. José Enrique Rodó se maravillaba sólo al intuir la imagen de un niño más sabio que los sabios, más poderoso que los poderosos, tan frágil como un recién nacido y tan magnánimo como un dios. En esa candidez del dios-niño ponía Rodó, el atribulado y complejo Rodó, toda su esperanza. En la posibilidad, aun remota, de pensar la existencia, un día, de un dios simple e inocente en un mundo -el de principios de siglo XX, pero también éste- yendo hacia el derrumbe. Aun siendo ateo, cualquiera puede apreciar la belleza de esa idea y pensarla también hoy, cuando la crisis que apenas se atisbaba en 1911 es ya el estado natural de las cosas. Pensar en ese niño, en esa madre (virgen o no, da igual) que pronto deberá huir, como tantas, con su hijo por el desierto para salvarlo, en ese padre (putativo o no) que acompañará en el viaje y enseñará a su hijo sus artes y su oficio.
Esa imagen no debe debilitarse, no debe perderse porque hoy haya millones de personas sufriendo, porque haya cientos de miles de refugiados vagando por medio mundo, sino que debe fortalecerse, porque en esa imagen hay un símbolo y un nombre que los contiene a todos, a todos los goces, pero también a todos los sufrimientos, a todos los sacrificios.
Porque la Navidad no debe ser, ninguna fiesta debe ser, un banquete de alegría acrítica y de festejo estúpido. Hay -siempre hubo, y ése es otro de los elementos que el sistema nos ha querido arrebatar- un fondo profundamente taciturno en las festividades. Siempre hubo, y así debe ser, una idea de la inversión, de dar vuelta lo establecido, y es natural y es deseable pensar que el nacimiento de ese niño, conjetural o no, vino acompañado de lo que se conoce como la Matanza de los Inocentes, el asesinato, por mando oficial, de cientos de recién nacidos. Y que en el mismo hecho de nacer, uno (y en ese instante ni siquiera Dios fue ajeno) se entrega a la muerte. Así en la comida, que es la transformación de lo muerto en vida, y así en cada acto. Porque el rito, en suma, es la negación del presente y, sobre todo, del aquiahorismo que nos impone la sociedad del trabajo y del consumo.
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Practicar un rito, poner la corona de adviento en la puerta, preparar las ensaladas, juntar jazmines del jardín es hacer lo que hicieron tantos antes que nosotros y nos permite, de alguna forma, dejar de ser, hundirnos en los que nos precedieron en el mundo y que nos justifican. Esa despersonalización, esa aniquilación que es la inmersión del yo en el todo humano, es la última pureza de la fiesta en tanto orden y en tanto repetición, y su naturaleza es necesariamente triste, y necesariamente esperanzadora. Samuel Coleridge decía que la fe poética consiste en una “suspensión voluntaria de la incredulidad”, y eso es lo que, momentáneamente, precisamos. Porque la Navidad debe, como la Saturnalia en su momento, mantener intacta la ilusión, devolvernos a un tiempo fuera del tiempo, un tiempo en que, conscientes de los peligros que acarrean el pensamiento utopista y el adormecimiento de los sentidos, nos entreguemos a la fantasía pura, infantil, de pensar que es posible, que, mientras el mundo está sumiéndose en el horror y en la miseria, podemos dejarnos un instante, entregarnos a nuestros muertos y disfrutar la idea eterna de una comunión.
Suspender la incredulidad, sin embargo, no significa convertirnos en muñecos obedientes y sumisos, sino, por el contrario, un gesto de libertad última. De ser dueños, un instante, de un mundo y de una idea de mundo, de un lugar donde el misterio se preserva y nos mueve sin anestesiarnos, sin que olvidemos la fiera del Tiempo, que se esconde en los confines de cada día, porque después el año se consumirá y, como dice el verso de TS Eliot, “el comienzo nos recordará el final”. Pero antes hay un lugar, un refugio.